P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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– El señor Gerard asumió los cargos de presidente y director gerente hace relativamente poco, ¿no es cierto? -preguntó Dalgliesh-. ¿Lo apreciaba mucho el personal?

– Bueno, si hubiera sido el sol de la oficina ahora no tendrían que llevárselo en una bolsa de plástico, digo yo. Alguien no lo apreciaba, eso está claro. Naturalmente, para él no debió de ser fácil ocupar el lugar del señor Peverell. Todo el mundo respetaba al señor Peverell. Era una bellísima persona. Pero yo me llevaba perfectamente bien con el señor Gerard. No le daba problemas ni él me los daba a mí. De todos modos, no creo que en la oficina haya muchos que lloren por él. Claro que un asesinato es un asesinato, y habrá una conmoción, eso seguro. Y tampoco le hará mucho bien a la empresa, digo yo. Mire, aquí tiene una idea; a ver qué le parece. Podría ser que se hubiera matado él mismo y que luego el bromista ese que tenemos en la oficina le hubiera puesto la serpiente al cuello para demostrar lo que opinaba de él. A lo mejor valdría la pena pensarlo.

Dalgliesh no le dijo que ya lo habían pensado. Preguntó:

– ¿Le extrañaría saber que se había matado él mismo?

– Bueno, si quiere que le diga la verdad, sí. Demasiado ufano para eso, diría yo. Además, ¿por qué iba a hacerlo? La empresa tiene sus problemas, de acuerdo, pero ¿qué empresa no los tiene hoy en día? Habría salido adelante. No me imagino al señor Gerard haciendo lo mismo que Robert Maxwell. Claro que, ¿quién iba a imaginárselo de Robert Maxwell? O sea que en realidad no hay manera de saberlo, ¿verdad? Misteriosa, eso es la gente, misteriosa. Yo misma podría contarle un par de cosas sobre lo misteriosa que es la gente.

– A la señorita Etienne debió de impresionarle mucho encontrarlo así -intervino Kate-. Al fin y al cabo era su hermano.

La señora Demery centró su atención en Kate, aunque no pareció demasiado complacida por esta intrusión de una tercera persona en su tete a tete.

– Haga una pregunta directa y tendrá una respuesta directa, inspectora. ¿Le impresionó mucho a la señorita Claudia encontrarlo así? Eso es lo que quiere saber, ¿no? Pues tendrá que preguntárselo a ella. Yo no lo sé. Estaba al lado del cuerpo, inclinada sobre él, y no volvió la cara en todo el rato que estuvimos allí la señorita Blackett y yo, que no fue mucho. No sé qué sentía. Sólo sé lo que dijo.

– «Fuera de aquí las dos.» Bastante áspero.

– La conmoción, quizás. Ustedes verán.

– Y la dejaron sola con el muerto.

– Como ella quería, por lo visto. De todos modos, no hubiera podido quedarme. Alguien tenía que ayudar a la señorita Blackett a bajar la escalera.

– ¿Es un buen sitio para trabajar, señora Demery? -preguntó Dalgliesh-. ¿Está contenta aquí?

– Tan bueno como cualquier otro. Mire, señor Dalgliesh, yo ya tengo sesenta y tres años. No es una edad del otro mundo, de acuerdo, y todavía conservo la vista y las piernas, y soy mucho mejor trabajadora que otros que podría nombrar. Pero a los sesenta y tres años no te pones a buscar otro empleo, y a mí me gusta trabajar. Me moriría de aburrimiento sin salir de casa. Y estoy acostumbrada a este sitio; llevo aquí casi veinte años. Puede que no le guste a todo el mundo, pero a mí me conviene. Y queda a mano; bueno, más o menos. Aún sigo en Whitechapel. Ahora tengo un pisito moderno la mar de mono.

– ¿Cómo viene hasta aquí?

– En metro hasta Wapping y luego a pie. No está lejos. Y a mí no me asustan las calles de Londres. Yo ya andaba por las calles de Londres antes de que nadie pensara en usted. El anciano señor Peverell siempre decía que me mandaría un taxi si alguna mañana no me veía con ánimos de hacer el viaje. Y lo habría mandado. Era un caballero muy especial, el señor Peverell. Eso demuestra lo que pensaba de mí. Es bonito ver que te aprecian.

– Ciertamente, lo es. Hábleme de la limpieza de la sala de los archivos, señora Demery, la grande y el despachito donde encontraron al señor Etienne. ¿Es responsabilidad suya o se cuida la compañía de la limpieza?

– Me ocupo yo. Los de la agencia nunca suben al último piso. Eso lo decidió el anciano señor Peverell. Aquello está lleno de papeles, ya sabe, y tenía miedo de que se pusieran a fumar y lo incendiaran todo. Además, esas carpetas son confidenciales. No me pregunte por qué. Les he echado un vistazo a un par de ellas y sólo hay un montón de cartas y manuscritos viejos, por lo que yo he visto. No es como si guardaran los expedientes del personal ni cosas reservadas por el estilo. Pero el señor Peverell les daba mucha importancia a los archivos. El caso es que quedó acordado que de esas habitaciones me encargaría yo. Casi nunca sube nadie, si no es el señor Dauntsey, así que no me tomo demasiadas molestias. No vale la pena. Normalmente subo un lunes al mes y hago una pasada rápida para quitar el polvo.

– ¿Pasa la aspiradora por el suelo?

– Puede que le dé una pasada si me parece que le hace falta. O puede que no. Como ya le he dicho, sólo sube allí el señor Dauntsey, y él apenas ensucia. Ya hay bastante que hacer en el resto de la casa para tener que cargar con la aspiradora hasta el último piso y perder el tiempo en cosas que no hacen falta.

– Sí, ya comprendo. ¿Cuándo fue la última vez que limpió el cuarto pequeño?

– Le di una pasada rápida; el lunes hizo tres semanas. El lunes que viene volveré a subir. Al menos es lo que haría normalmente, pero supongo que querrá usted dejar la puerta cerrada.

– Por el momento, sí, señora Demery. ¿Vamos allá?

Tomaron el ascensor, que subió con lentitud pero sin sacudidas. La puerta del despachito de los archivos estaba abierta. El ingeniero de la compañía del gas no había llegado aún, pero los dos policías especializados y los fotógrafos todavía estaban allí. Aun gesto de Dalgliesh, salieron de la habitación y quedaron a la espera.

– No entre, señora Demery -le indicó Dalgliesh-. Quédese en la puerta y dígame si ve algún cambio.

La señora Demery paseó la mirada por el cuarto con lentitud. Sus ojos se detuvieron brevemente en la línea de tiza que señalaba el contorno del cuerpo ausente, pero no hizo ningún comentario. Tras una pausa de sólo unos segundos, observó:

– Sus muchachos le han dado una buena limpieza, ¿eh?

– No hemos limpiado nada, señora Demery.

– Pues alguien ha tenido que hacerlo. Aquí no hay tres semanas de polvo. Mire la repisa de la chimenea y el suelo. Alguien ha pasado la aspiradora. ¡Válgame Dios! ¡Conque se entretuvo limpiando el cuarto antes de matarlo! ¡Y con mi Hoover!

Se volvió hacia Dalgliesh, quien vio nacer en su mirada una mezcla de indignación, horror y temor supersticioso. Hasta el momento, nada de lo que rodeaba la muerte de Etienne la había afectado tan profundamente como aquella celda de la muerte limpia y preparada.

– ¿Cómo lo sabe, señora Demery?

– La aspiradora se guarda en un cuartito de la planta baja, al lado de la cocina. Cuando fui a buscarla esta mañana, pensé: «Alguien ha utilizado este aparato.»

– ¿Cómo se dio cuenta?

– Porque estaba graduada para limpiar un suelo liso, no una alfombra. El mando tiene dos posiciones, ya me entiende. Cuando la guardé, estaba en la posición de limpiar alfombras, porque lo último que había hecho con ella eran las alfombras de la sala de juntas.

– ¿Está segura, señora Demery?

– No para jurarlo delante de un tribunal. Hay cosas que se pueden jurar y cosas que no. Supongo que yo misma habría podido tocar el mando sin darme cuenta. Lo único que sé es que cuando fui a cogerla esta mañana me dije: «Alguien ha utilizado este aparato.»

– ¿Le preguntó a alguien si la había utilizado?

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