– Querrá usted que le diga el momento aproximado de la muerte, por supuesto. Esa es siempre la primera pregunta después de «¿Está muerto?», y, sí, está muerto. En eso estamos todos de acuerdo. El cuerpo ya frío, la rigidez cadavérica plenamente establecida. Hay una excepción interesante, pero ya hablaremos de ella más tarde. Todo parece indicar que lleva de trece a quince horas muerto. En la habitación hace más calor del que sería de esperar en esta época del año. ¿Han tomado la temperatura? Veinte grados. Eso, junto con el hecho de que el metabolismo probablemente era muy pronunciado en el momento de la muerte, ha podido retrasar el inicio de la rigidez. Sin duda habrán comentado ya entre ustedes la interesante anomalía. Aun así, hábleme de ella, comandante, hábleme de ella. O usted, inspectora. Veo que lo está deseando.
A Dalgliesh no le habría extrañado que añadiera: «Sería demasiado esperar que se abstuvieran de tocarlo.»Miró a Kate, que respondió:
– La mandíbula está floja. La rigidez cadavérica se inicia en la cara, la mandíbula y el cuello entre cinco y siete horas después de la muerte, y queda plenamente establecida a las dieciocho horas. Luego desaparece en la misma secuencia. Eso quiere decir que, o bien está desapareciendo ya en la mandíbula, lo cual indicaría que la muerte se produjo unas seis horas antes de lo calculado, o bien que le abrieron la boca por la fuerza. Yo diría, casi con plena certeza, que lo segundo. Los músculos faciales no están flojos.
– A veces me pregunto, comandante -replicó Wardle-, por qué se molesta en llamar a un patólogo.
Kate prosiguió sin amilanarse.
– Lo cual quiere decir que le metieron la cabeza de la serpiente en la boca no en el momento de morir, sino entre cinco y siete horas más tarde, por lo menos. De manera que la muerte no se produjo por asfixia, o en todo caso no por causa de la serpiente. Aunque no lo hemos creído en ningún momento.
– La coloración y la posición del cuerpo sugieren que murió boca abajo y que posteriormente le dieron la vuelta. Sería interesante saber por qué -añadió Dalgliesh.
– ¿Quizá porque así resultaba más fácil colocar la serpiente y meterle la cabeza en la boca? -sugirió Kate.
– Quizá.
Dalgliesh no dijo más y el doctor Wardle reanudó el examen. Ya se había entrometido en el terreno del patólogo más de lo que era prudente. Apenas albergaba duda alguna sobre la causa de la muerte y se preguntaba si el silencio de Wardle no se debería más a la perversidad que a la cautela. No era el primer caso que ambos habían visto de intoxicación por monóxido de carbono. La lividez cadavérica, más pronunciada que de costumbre debido a la mayor lentitud en la extravasación de la sangre, y la coloración rojo cereza de la piel, tan intensa que el cuerpo parecía pintado, eran inconfundibles y sin duda concluyen tes.
– Un caso de manual, ¿no es cierto? -observó Wardle-. No creo que hagan falta un patólogo forense y un comandante de la policía metropolitana para diagnosticar envenenamiento por monóxido de carbono. Pero no nos entusiasmemos demasiado. Será mejor que lo pongamos en la mesa, ¿no cree? Así las sanguijuelas del laboratorio podrán extraerle muestras de sangre y darnos una respuesta en la que podamos confiar. ¿Quiere que dejemos la serpiente en la boca?
– Creo que sí. Preferiría que quedara como está hasta el momento de la autopsia.
– Que sin duda querrá que se practique de inmediato, si no antes.
– ¿No es así siempre?
– Puedo hacerla esta tarde. Teníamos que ir a una cena, pero la anfitriona la ha cancelado. Un repentino ataque de gripe, o eso dice. A las seis y media en el depósito de costumbre, si puede usted llegar a tiempo. Les telefonearé para que lo tengan todo preparado. ¿Ya viene hacia aquí el furgón de la carne?
– Llegará de un momento a otro -respondió Kate.
Dalgliesh sabía muy bien que el patólogo empezaría a hacer la autopsia tanto si él llegaba a tiempo como si no, aunque, naturalmente, estaría presente. No había esperado que Wardle se mostrara tan complaciente, pero ello le hizo recordar que, a la hora de la verdad, siempre lo era.
Nada más ver a la señora Demery, Dalgliesh tuvo la certeza que no tendría problemas con ella; ya había tratado antes con otras de su especie. Las señoras Demery, según su experiencia, no tenían complejos acerca de la policía, de la que en general suponían que trabajaba bien y de su parte, pero tampoco veían ningún motivo para tratarla con respeto exagerado ni para atribuir a los agentes varones más sentido común del que normalmente poseía el resto de su género. Eran, sin duda, tan propensas a mentir como cualquier otro testigo cuando se trataba de proteger a los suyos, pero su carácter íntegro y su carencia de imaginación las impulsaban a decir la verdad -que a fin de cuentas era lo menos complicado- y, una vez dicha, no hallaban razón para torturarse la conciencia con dudas sobre sus propios motivos o sobre las intenciones de las demás personas. Dalgliesh sospechaba que encontraban a los hombres un poco ridículos, sobre todo cuando se ataviaban con togas y pelucas y se lanzaban a pontificar en tono arrogante utilizando un lenguaje fuera del alcance de la gente común, y que no estaban dispuestas a dejarse sermonear, intimidar ni desairar por tan exasperantes personajes.
Ahora Dalgliesh tenía sentado ante sí a un nuevo ejemplar de esta excelente especie, que lo examinaba abiertamente con ojos luminosos e inteligentes. El cabello, obviamente recién teñido, era de un vivo naranja dorado, peinado en un estilo que podía verse en las fotografías de la época eduardiana: firmemente recogido en la nuca y los lados, con un flequillo de encrespados rizos que le caía sobre la frente. Al fijarse en su afilada nariz y sus ojos brillantes y ligeramente exoftálmicos, a la mente de Dalgliesh acudió la imagen de un perro de lanas exótico e inteligente.
Sin esperar a que él diera comienzo a la conversación, la señora Demery le anunció:
– Yo conocí a su papá, señor Dalgliesh.
– ¿Ah, sí? ¿Cuándo, señora Demery? ¿Durante la guerra?
– Sí, eso mismo. Nos evacuaron a su pueblo, a mi hermano gemelo y a mí. ¿Se acuerda de los gemelos Carter? Bueno, es imposible que se acuerde, claro. Entonces no era usted ni una chispita en los ojos de su padre. ¡Qué caballero más encantador! No nos alojaron en la rectoría porque allí tenían a las madres solteras. Nos llevaron a casa de la señorita Pilgrim. ¡Ay, Dios, qué espantoso era aquel pueblo, señor Dalgliesh! No sé cómo pudo usted soportarlo; cuando era un niño, quiero decir. Me quitó las ganas de campo para toda la vida el pueblo aquel. Barro, lluvia y esa peste tan horrible de las granjas. ¡Y qué aburrimiento!
– Supongo que, para unos niños de ciudad, no debía de haber mucho que hacer.
– Yo no diría eso. Cosas que hacer había, vaya que sí, pero a la que empezabas a hacerlas te metías en un buen lío.
– ¿Como construir un dique en el arroyo del pueblo, por ejemplo?
– ¡Así que ha oído hablar de eso! ¿Cómo íbamos a figurarnos que se inundaría la cocina de la señora Piggott y se ahogaría su viejo gato? Pero es curioso que lo sepa.
El rostro de la señora Demery expresaba la más viva satisfacción.
– Usted y su hermano forman parte del folclore local, señora Demery.
– ¿De veras? Eso está bien. ¿Se acuerda de los cerditos del señor Stuart?
– El señor Stuart se acuerda. Ya tiene más de ochenta años, pero hay cosas que se graban para siempre en la memoria.
– Iba a ser una carrera estupenda. Pusimos a los condenados animalitos más o menos alineados, pero luego se desparramaron por todo el pueblo. Bueno, más que nada por toda la carretera de Norwich. Pero, Dios mío, ¡qué espantoso era aquel pueblo! ¡Qué silencio! Por la noche no nos dejaba dormir tanto silencio. Era como estar muertos. ¡Y qué oscuridad! Nunca había visto una oscuridad como aquélla. Era como si te echaran por encima una manta de lana negra hasta que te ahogabas. Billy y yo no podíamos soportarla. Nunca habíamos tenido pesadillas hasta que nos evacuaron. Cuando venía nuestra mamá a visitarnos no parábamos de llorar a gritos. Me acuerdo muy bien de aquellas visitas: mamá arrastrándonos por aquel camino aburrido y Billy y yo chillando que queríamos volver a casa. Le decíamos que la señorita Pilgrim no nos daba de comer y que siempre nos perseguía con la zapatilla. Y lo de la comida era verdad; en todo el tiempo que estuvimos allí no comimos una patata frita como Dios manda. Al final mamá nos hizo volver a casa para que no le diéramos más la lata. Ahí ya se arregló la cosa. Nos lo pasábamos en grande, sobre todo cuando empezaron los bombardeos. Teníamos uno de aquellos refugios en el jardín, y ¡qué bien que estábamos allí con mamá, la abuela, la tía Edie y la señora Powell del número cuarenta y dos cuando le bombardearon la casa!
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