– ¿Y no estaba muy oscuro el refugio? -preguntó Dalgliesh.
– Teníamos las linternas, ¿no? Y cuando no era el momento mismo del bombardeo se podía salir a mirar los focos antiaéreos. ¡Qué bonito quedaba el cielo con todas aquellas luces! ¡Y qué ruido! Aquellos cañones…, bueno, era como si un gigante estuviera rasgando trozos de plancha ondulada. Bueno, como decía mamá, si les das a tus hijos una infancia feliz, no hay mucho que la vida pueda hacerles luego.
Dalgliesh tuvo la sensación de que sería vano discutir esta optimista visión de la educación infantil. Se disponía a sugerir diplomáticamente que ya era hora de abordar el objeto de su conversación, pero la señora Demery se le adelantó.
– Bueno, ya está bien de hablar de los viejos tiempos. Estará usted deseando preguntarme por este asesinato.
– ¿Es ésa la impresión que le ha dado, señora Demery? ¿Que se trata de un asesinato?
– Es de lógica, ¿no? No pudo ponerse él mismo esa serpiente al cuello. ¿Lo estrangularon?
– No sabremos cómo murió hasta que tengamos el resultado de la autopsia.
– Bueno, pues a mí me pareció que lo habían estrangulado, con toda la cara de color rosa y esa serpiente metida en la boca. Ahora que, mire lo que le digo, no había visto nunca un muerto que tuviera tan buen aspecto. Tenía mejor cara muerto que cuando vivía, y cuando vivía tenía muy buena cara. Era un hombre guapo, vaya que sí. Siempre me recordó un poco a Gregory Peck de joven.
Dalgliesh le pidió que describiera con exactitud todo lo ocurrido desde su llegada a Innocent House.
– Vengo todos los días laborables de nueve a cinco, menos los miércoles. Los miércoles vienen de la agencia de limpieza de oficinas La Superior, dicen que para hacer una limpieza a fondo de todo el edificio. La Superior, así se llaman, pero les quedaría mejor La Inferior. Supongo que hacen lo que pueden, pero no es lo mismo que si tuvieran un interés personal por el trabajo. George viene media hora antes y les abre la puerta. Normalmente suelen acabar hacia las diez.
– ¿Y a usted quién le abre, señora Demery? ¿Tiene las llaves?
– No. El anciano señor Etienne propuso dármelas, pero no quise tener esa responsabilidad. Ya hay demasiadas llaves en mi vida. Normalmente suele abrir George; o, si no, el señor Dauntsey o la señorita Frances. Según quién llegue antes. Esta mañana no estaban ni la señorita Peverell ni el señor Dauntsey, pero me ha abierto George, que ya estaba aquí, así que he empezado a limpiar tranquilamente la cocina. No ha pasado nada hasta justo antes de las nueve, cuando ha llegado ese lord Stilgoe diciendo que tenía una cita con el señor Gerard.
– ¿Estaba usted presente cuando llegó lord Stilgoe?
– Pues mire, sí. Estaba charlando un poco con George. Lord Stilgoe no se puso muy contento al saber que no había nadie en la casa, aparte del recepcionista y de mí. George empezó a llamar a los distintos despachos para ver si encontraba al señor Gerard, y estaba diciéndole a lord Stilgoe que sería mejor que esperase en recepción cuando llegó la señorita Etienne. La señorita le preguntó a George si Gerard estaba en su despacho y George le dijo que había llamado, pero que no contestaba nadie, así que la señorita Etienne fue a ver si estaba y lord Stilgoe y yo la seguimos. La chaqueta del señor Gerard estaba sobre el respaldo del sillón, y el sillón apartado del escritorio, lo que me pareció un poco raro. Luego ella miró en el cajón de la derecha y encontró las llaves. El señor Gerard siempre dejaba sus llaves allí cuando estaba en el despacho. Es un manojo bastante pesado y no le gustaba llevar tanto peso en el bolsillo de la chaqueta. La señorita Claudia dijo: «Tiene que estar aquí; a lo mejor está en el número diez con el señor Bartrum», así que volvimos a recepción y George dijo que ya había llamado al número diez. El señor Bartrum estaba en su despacho, pero no había visto al señor Gerard, aunque tenía el Jaguar allí. El señor Gerard siempre dejaba el coche aparcado en Innocent Passage porque era más seguro. De manera que la señorita Claudia dijo: «Tiene que estar aquí. Será mejor que empecemos a buscarlo.» A estas alturas ya había llegado la primera lancha, y luego aparecieron la señorita Frances y el señor Dauntsey.
– ¿Le pareció preocupada la señorita Etienne?
– Más bien intrigada, si me comprende. Le dije: «Bueno, he mirado en toda la planta baja y al fondo de la casa, y en la cocina no está.» Y la señorita Claudia dijo algo así como que no era muy probable que estuviera allí, ¿verdad?, y empezó a subir la escalera, y yo me fui detrás de ella con la señorita Blackett.
– No me ha dicho que la señorita Blackett estuviera en la casa.
– ¿Ah, no? Pues ya estaba, había llegado con la lancha. Claro que una ya no se fija tanto en ella, ahora que no está el anciano señor Peverell. Pero el caso es que estaba, aunque todavía llevaba puesto el abrigo, y subió la escalera con nosotras.
– ¿Tres mujeres para buscar a un solo hombre?
– Bueno, así fue la cosa. Supongo que yo subí por curiosidad. Por una especie de instinto, en realidad. Pero no sé por qué subió la señorita Blackett; tendrá que preguntárselo a ella. La señorita Claudia dijo: «Empezaremos a buscar por arriba», y eso fue lo que hicimos.
– Entonces, ¿fue directamente a la sala de los archivos?
– Exacto, y de allí al despachito que hay al fondo. La puerta no estaba cerrada con llave.
– ¿Cómo la abrió, señora Demery?
– ¿Qué quiere decir? La abrió como se abren siempre las puertas.
– ¿La abrió toda de golpe? ¿La abrió despacio? ¿Diría usted que se mostraba aprensiva?
– No, que yo me fijara. La abrió sin más. Y, bueno, ahí estaba él. Tirado de espaldas con toda la cara rosa y esa serpiente enroscada al cuello y con la cabeza dentro de la boca. Tenía los ojos abiertos y una mirada muy fija. ¡Era horrible! Yo enseguida me di cuenta de que estaba muerto, fíjese lo que le digo, pero, como ya le he dicho, nunca lo había visto con mejor aspecto. La señorita Claudia se le acercó y se arrodilló a su lado. Luego dijo: «Vayan a llamar a la policía. Y fuera de aquí las dos.» Bastante brusca, la verdad. Claro que era su hermano. Yo enseguida me doy cuenta cuando no me quieren en un sitio, así que me fui. Tampoco tenía tanto interés en quedarme.
– ¿Y la señorita Blackett?
– Estaba justo detrás de mí. Pensé que iba a ponerse a chillar, pero lo que hizo fue soltar una especie de gemido agudo. Le pasé un brazo por los hombros. Estaba temblando de una manera espantosa. Le dije: «Vamos, querida, vamos, aquí no puede hacer nada.» Así que nos fuimos escaleras abajo. Me pareció que llegaríamos antes que con el ascensor, que siempre se atasca, pero puede que hubiera sido mejor ir en ascensor. Me costó bastante hacerle bajar la escalera, de tanto como temblaba. Y un par de veces casi se le doblaron las piernas. Hubo un momento en que pensé que tendría que dejarla en el suelo y bajar a pedir ayuda. Cuando llegamos al último tramo, estaban lord Stilgoe, el señor De Witt y todos los demás allí mirándonos. Supongo que al verme la cara y el estado en que estaba la señorita Blackett se dieron cuenta de que había pasado algo muy malo. Entonces se lo dije. Me pareció que al principio no podían creérselo, y entonces el señor De Witt echó a correr escaleras arriba con lord Stilgoe, y el señor Dauntsey detrás de ellos.
– ¿Qué ocurrió entonces, señora Demery?
– Ayude a sentarse a la señorita Blackett y fui a buscar un vaso de agua.
– ¿No llamó a la policía?
– Eso lo dejé para ellos. El muerto no iba a escaparse, ¿verdad? ¿Qué prisa había? Además, si hubiera llamado habría sido una equivocación, porque cuando volvió lord Stilgoe fue directamente al mostrador de recepción y le dijo a George: «Llame a New Scotland Yard. Quiero hablar con el comisionado. Si no puede ser, con el comandante Adam Dalgliesh.» Directo a las alturas, claro. Luego la señorita Claudia me pidió que fuera a preparar café bien cargado, y eso hice. Estaba blanca como una sábana, la pobre. Bueno, tampoco es para extrañarse, ¿verdad?
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