Y ahora estaba aquí; un anciano como cualquier otro, si es que algún anciano podía calificarse de forma tan neutra, no encorvado, sino sosteniéndose mediante un esfuerzo disciplinado, como si el aguante y el coraje pudieran superar con éxito los estragos del tiempo. La vejez puede producir una corpulencia fofa que borra el carácter transformándolo en arrugada nulidad o, como en este caso, descarnar el rostro de manera que los huesos destacan como un esqueleto provisionalmente revestido de una carne tan seca y delicada como el papel. Pero el cabello, aunque gris, era todavía vigoroso, y los ojos -que en aquel momento se fijaban en él con una mirada interrogativa e irónica- tan negros y penetrantes como Dalgliesh recordaba.
Dalgliesh apartó la silla de la mesa y la dejó junto a la puerta. Dauntsey se sentó.
– Subió usted con lord Stilgoe y el señor De Witt. ¿Vio algo en esta habitación que le llamara la atención, aparte de la presencia del cuerpo? -preguntó Dalgliesh.
– Al principio, no, aparte de un olor desagradable. Un cadáver semidesnudo y tan grotescamente adornado como éste lo estaba toma por asalto los sentidos. Al cabo de un minuto, quizá menos, advertí otras cosas, y con extraordinaria claridad. La habitación se me antojó distinta, extraña. Me pareció desnuda, aunque no lo estaba, desacostumbradamente limpia, más calurosa de lo habitual. El cuerpo parecía muy…, muy desordenado; la habitación, en cambio, muy ordenada. La silla estaba en su lugar exacto, las carpetas pulcramente dispuestas sobre la mesa. Naturalmente, me percaté de que faltaba la grabadora.
– ¿Estaban las carpetas como usted las había dejado?
– No, por lo que recuerdo. Las dos bandejas están cambiadas de sitio. La que tiene el menor número de carpetas debería estar a la izquierda. Yo había dejado dos montones, el de la derecha mayor que el de la izquierda. Trabajo de izquierda a derecha con varias carpetas a la vez, entre seis y diez según su tamaño. Cuando termino con una, la paso al montón de la derecha. Una vez revisadas las seis, las devuelvo a la sala de los archivos e inserto una regla en la última para que se vea hasta dónde he llegado.
– Hemos visto la regla en un hueco del estante inferior de la segunda hilera. ¿Significa eso que sólo ha completado una hilera?
– Es un trabajo muy lento. Tiendo a interesarme por las cartas antiguas, aunque no merezca la pena conservarlas. He encontrado bastantes que sí lo merecen: cartas de escritores del siglo xx y de otros que mantuvieron correspondencia con Henry Peverell o con su padre, aunque no los publicaba la empresa. Hay cartas de H. G. Wells, de Arnold Bennett, de miembros del grupo de Bloomsbury e incluso algunas más antiguas.
– ¿Qué sistema emplea?
– Dicto a la grabadora una descripción del contenido de cada carpeta y mi recomendación, ya sea «destruir», «dudosa», «conservar» o «importante». A continuación, una mecanógrafa pasa la lista a máquina y la junta la examina periódicamente. En la práctica, todavía no se ha eliminado nada. Nos pareció precipitado destruir cualquier cosa antes de conocer el futuro de la empresa.
– ¿Cuándo utilizó esta habitación por última vez?
– El lunes. Estuve trabajando aquí todo el día. La señora Demery asomó la cabeza hacia las diez de la mañana, pero dijo que no quería molestarme. Sólo viene a quitar el polvo una semana de cada cuatro, aproximadamente, y aun así lo hace de un modo superficial. Me hizo notar que el cordón de la ventana estaba muy raído y le contesté que se lo diría a George para que se encargara de cambiarlo. Todavía no he hablado con él.
– ¿Y usted no se había dado cuenta?
– Me temo que no. La ventana llevaba varias semanas abierta. Lo prefiero así. Supongo que al llegar el frío me habría dado cuenta.
– ¿Cómo calienta la habitación?
– Con una estufa eléctrica siempre. De hecho, es de mi propiedad. La prefiero a la estufa de gas. No quiero decir que la estufa de gas me pareciera peligrosa, pero, como no fumo, nunca llevo cerillas encima cuando las necesito. Era más fácil traer la estufa eléctrica de mi apartamento. Es muy ligera, de modo que al terminar la jornada me la vuelvo a llevar al número doce o la dejo aquí si tengo intención de seguir trabajando al día siguiente. El lunes me la llevé a casa.
– ¿Y cerró la puerta con llave al marcharse?
– No, nunca la cierro. La llave está en la cerradura, generalmente de este lado, pero no la he utilizado nunca.
Dalgliesh observó:
– La cerradura parece relativamente nueva. ¿Quién la hizo instalar?
– Henry Peverell. Le gustaba trabajar aquí arriba de vez en cuando. No sé por qué, pero era un hombre solitario. Supongo que la cerradura debía de proporcionarle una mayor sensación de seguridad. Pero en realidad no es nueva; mucho más nueva que la puerta, eso sí, pero creo que debe de llevar ahí al menos cinco años.
– Pero no lleva cinco años sin ser utilizada -dijo Dalgliesh-. Está bien engrasada, la llave gira con facilidad.
– ¿Ah, sí? Yo no la utilizo, así que no me había fijado. Pero es curioso que esté engrasada. Puede que lo haya hecho la señora Demery, aunque me parece poco probable.
Dalgliesh inquirió:
– ¿Le gustaba Gerard Etienne?
– No, pero lo respetaba. No porque tuviera cualidades necesariamente merecedoras de respeto; lo respetaba porque era muy distinto a mí. Su virtud procedía en parte de sus defectos. Y era joven. No podía atribuirse ningún mérito ni responsabilidad por serlo, pero eso le confería un entusiasmo que la mayoría de los demás ya no tenemos y que, en mi opinión, la empresa necesita. Quizá nos quejáramos de lo que hacía o nos disgustara lo que se proponía hacer, pero al menos sabía adónde se dirigía. Sospecho que sin él nos sentiremos a la deriva.
– ¿Quién ocupará ahora el cargo de director gerente?
– Oh, su hermana, Claudia Etienne. El cargo le corresponde al poseedor del mayor número de acciones y, por lo que yo sé, Claudia heredará las de él. Eso le proporcionará la mayoría absoluta.
– ¿Para hacer qué? -quiso saber Dalgliesh.
– No lo sé. Tendrá que preguntárselo a ella. Dudo que ella misma lo sepa. Acaba de perder a su hermano. No creo que haya dedicado mucho tiempo a pensar en el futuro de la Peverell Press.
A continuación Dalgliesh le preguntó cómo había pasado el día y la noche anteriores. Dauntsey bajó la vista y esbozó una leve sonrisa burlona. Era demasiado inteligente para no comprender que lo que le estaba pidiendo era su coartada. Permaneció un breve rato en silencio, como si estuviera ordenando sus pensamientos. Al fin respondió.
– Estuve en la reunión de los socios desde las diez hasta las once y media. A Gerard le gustaba acabar en dos horas, pero ayer terminamos antes que de costumbre. Después de la reunión, mientras bajábamos de la sala de juntas, cambié unas palabras con él acerca del futuro de la colección de poesía. Creo que, además, intentaba obtener mi apoyo a sus planes de vender Innocent House y trasladar la empresa a Docklands.
– ¿Y usted lo consideraba deseable?
– Lo consideraba necesario. -Hizo una pausa y añadió-: Por desgracia.
Tras una nueva pausa siguió hablando de forma lenta y pausada, pero con escaso énfasis, deteniéndose de vez en cuando como para elegir una palabra antes que otra, frunciendo la frente de vez en cuando como si el recuerdo fuera doloroso o incierto. Los demás escucharon su monólogo en silencio.
– Luego salí de Innocent House y me dirigí a mi apartamento para arreglarme, pues debía salir. Cuando digo arreglarme, me refiero sencillamente a pasarme un peine por el cabello y lavarme las manos. No estuve mucho tiempo en casa. Había invitado a un poeta joven, Damien Smith, a almorzar en el Ivy. Gerard solía decir que James de Witt y yo gastábamos el dinero agasajando a autores en proporción inversa a su importancia para la empresa. Me pareció que al muchacho le gustaría ir al Ivy. Estábamos citados allí a la una. Fui en lancha hasta el puente de Londres y una vez allí tomé un taxi hasta el restaurante. El almuerzo duró en total unas dos horas; a las tres y media estaba de vuelta a mi apartamento. Me preparé un té y a las cuatro volví a mi despacho. Estuve trabajando alrededor de una hora y media.
Читать дальше