P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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»La última vez que vi a Gerard fue en el aseo de la planta baja. Está en la parte de atrás de la casa, al lado de las duchas. Las mujeres suelen utilizar el aseo del primer piso. Al entrar me crucé con Gerard. No nos dijimos nada, pero creo que me hizo un gesto con la cabeza o sonrió. Hubo una especie de saludo fugaz, nada más. No volví a verlo. Regresé a mi apartamento y me pasé las dos horas siguientes leyendo los poemas que había elegido para la reunión de la noche, pensando en ellos, tomando café. Escuché las noticias de las seis en la BBC. Poco después me llamó Frances Peverell para desearme buena suerte. Se había ofrecido a ir conmigo. Creo que consideraba que debía acompañarme alguien de la editorial. Hablamos de ello un par de días antes y conseguí disuadirla. Una de las poetisas que iba a leer era Marigold Riley. No es mala, pero gran parte de su obra es escatológica. Sabía que a Frances no le gustarían ni los poemas, ni la compañía, ni el ambiente. Le dije que prefería ir solo, que tenerla a mi lado me pondría nervioso, y no era del todo mentira. Hacía quince años que no leía mis versos. La mayoría de los asistentes debían de suponer que ya había muerto. Ya empezaba a desear no haber aceptado. La presencia de Frances haría que me preguntara si se encontraba a disgusto, hasta qué punto le desagradaba todo aquello, y sólo incrementaría mi desasosiego. Pedí un taxi por teléfono y me fui pasadas las siete y media.

Dalgliesh le interrumpió.

– ¿A qué hora, exactamente?

– Pedí que el taxi estuviera en el callejón a las ocho menos cuarto y supongo que lo hice esperar irnos minutos, no más. -Se detuvo otra vez y luego prosiguió-: Lo que ocurrió en el Connaught Arms no puede interesarle mucho. Había el número suficiente de personas para justificar mi presencia. Supongo que la lectura fue bastante mejor de lo que me figuraba, pero había demasiada gente y demasiado ruido. No era consciente de que la poesía se hubiera convertido en un deporte de masas. Se bebía y se fumaba mucho, y algunos de los poetas eran más bien dados al exceso. La cosa se prolongó en demasía. Quería pedirle al patrón que llamara un taxi por teléfono, pero estaba hablando con un grupo de gente y me marché sin que nadie me prestara demasiada atención. Esperaba encontrar un taxi al final de la calle, pero me asaltaron antes de llegar. Eran tres, me parece, dos negros y un blanco, pero no podría identificarlos. Sólo percibí unas figuras que arremetían contra mí, un fuerte empujón en la espalda, unas manos que me registraban los bolsillos. Fue un ataque gratuito. Si me hubieran pedido la cartera, se la habría dado. ¿Qué otra cosa podía hacer?

– ¿Se la llevaron?

– Sí, se la llevaron. Por lo menos ya no la tenía cuando miré. La caída me aturdió por irnos instantes. Cuando recobré la lucidez vi a un hombre y una mujer agachados junto a mí. Habían estado en la lectura y querían darme alcance. Al caer me di un golpe en la cabeza y estaba sangrando un poco. Saqué el pañuelo y lo apreté contra la herida. Les pedí que me llevaran a casa, pero dijeron que tenían que pasar por delante del hospital St. Thomas e insistieron en dejarme allí. Decían que debía hacerme una radiografía. Naturalmente, no pude empecinarme en que me llevaran a casa o me buscaran un taxi. Fueron muy amables, pero no creo que quisieran tomarse demasiadas molestias. En el hospital me hicieron esperar un buen rato. Había casos más urgentes que atender. Finalmente, una enfermera me vendó la herida y me anunció que debía quedarme a que me hicieran una radiografía. Otra espera. El resultado fue satisfactorio, pero querían tenerme toda la noche en observación. Les aseguré que en casa estaría bien atendido y les rogué que llamaran a Frances para explicarle lo ocurrido y que me pidieran un taxi. Pensé que seguramente estaría pendiente de mi llegada para saber qué tal había ido la lectura y que se preocuparía si a las once aún no había regresado. Debía de ser la una y media cuando llegué a casa, y enseguida la llamé por teléfono. Frances quería que subiera a su apartamento, pero le dije que me encontraba perfectamente y que lo que más necesitaba era un baño. Después de bañarme volví a llamar y bajó al momento.

Dalgliesh preguntó:

– ¿Y no insistió en bajar a su apartamento en cuanto usted llegó?

– No. Frances nunca se entromete si cree que alguien desea estar a solas, y lo cierto es que yo deseaba estar a solas, siquiera por un rato. No me sentía con ánimos para dar explicaciones ni escuchar expresiones de condolencia. Lo que necesitaba era una copa y un baño. Bebí, me bañé y luego la llamé por teléfono. Sabía que estaba inquieta y no quería hacerla esperar hasta la mañana siguiente para saber qué había ocurrido. Creí que el whisky me sentaría bien, pero en realidad me dejó bastante mareado. Supongo que sufrí una especie de conmoción tardía. Cuando llamó a la puerta, no me encontraba demasiado bien. Estuvimos un ratito hablando y enseguida insistió en que debía acostarme. Dijo que se quedaría en mi apartamento por si acaso yo necesitaba algo durante la noche. Creo que temía que estuviera mucho peor de lo que le aseguraba y quería estar a mi lado para llamar a un médico si mi estado empeoraba. No intenté disuadirla, aunque sabía que lo único que me hacía falta era una noche de reposo. Pensé que se acostaría en la habitación libre, pero creo que se envolvió en una manta y pasó toda la noche en la sala, junto a mi puerta. Cuando desperté por la mañana estaba vestida y me había preparado una taza de té. Trató de convencerme para que me quedara en casa, pero cuando terminé de vestirme me encontraba mucho mejor y decidí ir a Innocent House. Llegamos juntos a recepción justo cuando acababa de llegar la primera lancha del día. Fue entonces cuando nos dijeron que Gerard había desaparecido.

– ¿Y ésa fue la primera noticia que tuvo del asunto? -quiso saber Dalgliesh.

– Sí. Gerard tenía la costumbre de quedarse a trabajar hasta más tarde que la mayoría de nosotros, en especial los jueves. También solía llegar más tarde por la mañana, excepto los días en que teníamos reunión de socios, pues le gustaba que empezaran a las diez en punto. Naturalmente, cuando salí para dar la lectura suponía que ya se había marchado a casa.

– Entonces, ¿no lo vio cuando salió hacia el Connaught Arms?

– No, no lo vi.

– ¿Ni vio entrar a nadie en Innocent House?

– A nadie. No vi a nadie.

– Y cuando les dijeron que lo habían encontrado muerto, ¿subieron los tres al despachito de los archivos?

– Sí, subimos juntos Stilgoe, De Witt y yo. Fue una reacción natural a la noticia, supongo, la necesidad de comprobarlo por uno mismo. James llegó el primero. Stilgoe y yo no podíamos seguir su paso. Cuando llegamos, Claudia todavía estaba arrodillada junto al cuerpo de su hermano. Al vernos, se levantó y extendió un brazo hacia nosotros. Fue un ademán curioso, como si quisiera exponer aquella atrocidad a la vista pública.

– ¿Y cuánto tiempo permanecieron en el cuarto?

– No pudo llegar a un minuto. Pero me pareció más. Estábamos agrupados justo en la puerta, mirando sin creer lo que veíamos, consternados. Creo que no habló nadie.

Sé que yo no lo hice. Todo lo de la habitación era sumamente vivido. Fue como si la conmoción hubiera prestado a mis ojos una extraordinaria nitidez de percepción. Vi todos los detalles del cuerpo de Gerard y de la habitación en sí con una claridad extraordinaria. Entonces habló lord Stilgoe. Dijo: «Voy a llamar a la policía. Aquí no podemos hacer nada. Esta habitación debe cerrarse inmediatamente y yo guardaré la llave.» Se hizo cargo de la situación. Salimos todos juntos y Claudia cerró la puerta. Stilgoe se quedó la llave. El resto ya lo conoce.

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