P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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Claudia Etienne cruzó los diez metros que separaban la puerta de la mesa de conferencias con soltura y confianza y se sentó como si estuviera otorgando un favor. Estaba muy pálida, pero guardaba bien la compostura, aunque él sospechaba que sus manos, hundidas en los bolsillos del cárdigan, habrían resultado más reveladoras que el rostro tenso y grave. Dalgliesh le expresó su condolencia con sencillez y, esperaba, con sinceridad, pero ella lo interrumpió en seco.

– ¿Ha venido por lord Stilgoe?

– No. He venido por la muerte de su hermano. Lord Stilgoe se puso indirectamente en contacto conmigo por mediación de un amigo mutuo. Había recibido un anónimo que causó un gran trastorno a su esposa; ella lo interpretaba como una amenaza contra su vida. Lord Stilgoe quería garantías oficiales de que la policía no sospechaba nada impropio en las tres muertes relacionadas con Innocent House, las de dos autores y la de Sonia Clements.

– Garantías que usted, naturalmente, pudo darle.

– Que los pertinentes departamentos de la policía pudieron darle. Debió de recibirlas hace unos tres días.

– Espero que quedara satisfecho. El egocentrismo de lord Stilgoe raya en la paranoia. Pero aun así, difícilmente puede suponer que la muerte de Gerard constituye un intento deliberado de sabotear sus preciosas memorias. Todavía me sorprende, comandante, que haya venido usted en persona, y con tan impresionante despliegue de fuerzas. ¿Trata usted la muerte de mi hermano como un asesinato?

– Como una muerte inexplicada y sospechosa. Por eso tengo que molestarla en estos momentos. Le quedaría reconocido si colaborara, no sólo conmigo personalmente, sino explicándole al personal que la invasión de su intimidad y la perturbación de su trabajo son hasta cierto punto inevitables.

– Creo que lo comprenderán.

– Tendremos que tomar huellas digitales con fines de exclusión. Las que no sean necesarias como prueba se destruirán cuando el caso se dé por resuelto.

– Para nosotros será una experiencia nueva. Si es necesario, desde luego, debemos aceptarlo. Supongo que nos pedirá a todos, y en particular a los socios, que le presentemos una coartada.

– Necesito saber qué hizo anoche, señorita Etienne, y con quién estuvo a partir de las seis.

Ella replicó:

– Tiene usted la poco envidiable tarea, comandante, de darme el pésame por la muerte de mi hermano al mismo tiempo que me pide una coartada que demuestre que no lo maté yo. Y lo hace con cierta elegancia. Le felicito; aunque, claro, tiene usted mucha práctica. Anoche estuve en el río con un amigo, Declan Cartwright. Cuando hable con él seguramente le dirá que soy su novia. Yo prefiero la palabra «amante». Salimos poco después de las seis y media, cuando la lancha regresó de transportar a algunos miembros del personal al muelle de Charing Cross. Estuvimos en el río hasta las diez y media aproximadamente, quizás un poco más; después volvimos aquí y fui con Declan en mi coche a su piso de Westbourne Grove. Vive encima de una tienda de antigüedades que él mismo lleva para su propietario. Le daré la dirección, por supuesto. Estuve con él hasta las dos de la madrugada y luego regresé al Barbican. Tengo un piso allí, debajo del de mi hermano.

– Mucho tiempo para pasarlo en el río una noche de octubre.

– Una hermosa noche de octubre. Navegamos río abajo para ver la barrera del Támesis y luego volvimos atrás y amarramos en el muelle de Greenwich. Cenamos en Le Papillon, en la calle de Greenwich Church. Habíamos reservado mesa para las ocho y calculo que permanecimos allí más o menos una hora y media. Luego remontamos el río hasta pasado el puente de Battersea y volvimos aquí, como le he dicho, poco después de las diez y media.

– ¿Les vio alguien, aparte, naturalmente, del personal del restaurante y los demás clientes?

– No había mucho tráfico en el río. Aun así, debió de vernos mucha gente, pero eso no quiere decir que se acuerden de nosotros. Yo estaba en el puente y Declan permaneció a mi lado la mayor parte del tiempo. Mientras navegábamos, vimos al menos dos lanchas de la policía. Me atrevería a decir que se fijaron en nosotros; ése es su trabajo, ¿no?

– ¿Les vio alguien al embarcar o cuando regresaron?

– No, que yo sepa. No vimos ni oímos a nadie.

– ¿Y no sabe de nadie que deseara la muerte de su hermano?

– Ya me lo preguntó antes.

– Se lo vuelvo a preguntar, ahora que hablamos en privado.

– ¿Es eso cierto? ¿Acaso nada de lo que se dice a un agente de policía es realmente privado? Mi respuesta es la misma. No sé de nadie que lo odiara tanto como para matarlo. Seguramente hay personas que no se entristecerán por su muerte. Ninguna muerte es universalmente lamentada. Toda muerte redunda en beneficio de alguien.

– ¿Quién se beneficiará de esta muerte?

– Yo. Soy la heredera de Gerard. Naturalmente, eso habría cambiado en cuanto se casara. Según están las cosas, heredo sus acciones de la empresa, el piso del Barbican y el importe de su seguro de vida. No lo conocía muy bien, no nos criamos como hermanos cariñosos. Fuimos a distintos colegios y a distintas universidades, y llevábamos distinta vida. Mi piso del Barbican está debajo del suyo, pero no teníamos la costumbre de visitarnos a menudo. Habría parecido una intrusión en la intimidad del otro. Pero me gustaba y lo respetaba. Estaba de su parte. Si lo han asesinado, espero que el asesino se pudra en la cárcel durante el resto de su vida. No ocurrirá, por supuesto. Nos damos mucha prisa en olvidar a los muertos y perdonar a los vivos. Tal vez necesitamos demostrar compasión porque somos incómodamente conscientes de que un día podemos necesitarla. A propósito, aquí están sus llaves. Había pedido usted un juego. He retirado las del coche y las del piso.

– Gracias -dijo Dalgliesh mientras las cogía-. No es necesario que le asegure que permanecerán en mi poder o bajo la custodia de algún miembro de mi equipo. ¿Sabe ya su padre que su hijo ha muerto?

– Todavía no. Pienso salir en mi coche hacia Bramwell-on-Sea a la caída de la tarde. Mi padre vive como un recluso y no recibe llamadas telefónicas. Y aunque no fuera así, preferiría decírselo cara a cara. ¿Quiere usted verlo?

– Es importante que lo vea. Le agradecería que le preguntara si estaría dispuesto a recibirme mañana a la hora que le resulte más cómoda.

– Se lo preguntaré, pero no sé si accederá. Es muy reacio a las visitas. Vive con una francesa entrada en años que cuida de él. El hijo de la mujer es su chófer. Está casado con una joven del lugar y supongo que cuando Estelle muera la sucederá. Ella, desde luego, no se retirará: considera un privilegio dedicar su vida a un héroe de Francia. Mi padre, como siempre, tiene bien organizada la vida. Le digo esto para que sepa con qué se va a encontrar. No creo que su petición sea bien recibida. ¿Es todo?

– También necesito ver a los parientes de Sonia Clements.

– ¿Sonia Clements? Pero ¿qué relación puede haber entre su suicidio y la muerte de Gerard?

– Ninguna que yo sepa en estos momentos. ¿Sabe si tenía parientes o si vivía con alguien?

– Sólo una hermana y, cuando se suicidó, hacía tres años que no vivían juntas. Es monja y forma parte de una comunidad en Kemptown, cerca de Brighton. Llevan una residencia para enfermos terminales. Creo que se llama Convento de St. Anne. Estoy segura de que la madre superiora le permitirá verla. Después de todo, los policías son como los inspectores de Hacienda, ¿verdad? Por desagradable o inoportuna que resulte su presencia, cuando llaman a la puerta hay que dejarlos entrar. ¿Desea alguna otra cosa de mí?

– El despachito de los archivos quedará precintado, y me gustaría cerrar también la sala de los archivos.

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