P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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Y ahora, sin personal doméstico a tiempo parcial, y con la sección de los pacientes precintada, el teléfono a menudo con el contestador puesto, y la presencia policial como un recordatorio cotidiano de esa presencia difunta que, en la imaginación, seguía encerrada en el silencio de la muerte tras aquella puerta sellada, para Lettie y, sospechaba ésta, para Candace era un consuelo que siempre hubiera trabajo que hacer. El martes por la mañana, poco después de las nueve, cada una estaba sentada a su mesa, Lettie revisando una serie de facturas de la carnicería y el colmado, y Candace frente al ordenador. Sonó el teléfono de la mesa de al lado.

– No contestes -dijo Candace.

Demasiado tarde. Lettie ya había cogido el auricular. Se lo pasó.

– Es un hombre. No he entendido el nombre. Parece nervioso. Pregunta por ti.

Candace cogió el auricular, se quedó callada unos instantes y luego dijo:

– Aquí en la oficina estamos ocupadas y, para serle franca, no tenemos tiempo de ir en busca de Robin Boyton. Ya sé que es nuestro primo, pero esto no nos convierte en sus cuidadoras. ¿Cuánto tiempo lleva intentando dar con él…? Muy bien, alguien se acercará al chalet de los huéspedes y si está le diremos que le llame… Sí, si no hay suerte le diré algo. ¿Cuál es su número?

Cogió una hoja de papel, apuntó el número, colgó y se dirigió a Lettie.

– Jeremy Coxon, el socio de Robin. Por lo visto, le ha fallado uno de sus profesores y quiere que Robin regrese con urgencia. Llamó anoche a última hora, pero no obtuvo respuesta y dejó un mensaje, y lo ha estado intentando una y otra vez esta mañana. El móvil de Robin suena, pero no contesta nadie.

– Quizá Robin ha venido aquí para huir de llamadas telefónicas y las exigencias de su negocio -señaló Lettie-. Pero entonces, ¿por qué no apaga el móvil? Será mejor que alguien vaya a echar un vistazo.

– Cuando esta mañana he salido de la Casa de Piedra -dijo Candace-, el coche seguía allí y las cortinas estaban corridas. Tal vez aún dormía y había dejado el móvil tan lejos que no podía oírlo. Podría acercarse Dean si no está muy ocupado. Irá más rápido que Mog.

Lettie se puso en pie.

– Iré yo. Me vendrá bien un soplo de aire fresco.

– Entonces mejor que cojas una copia de la llave. Si está durmiendo la mona, quizá no oiga el timbre. Es un fastidio que siga aquí. Dalgliesh no puede retenerle sin motivo, y lo lógico sería que él se alegrase de poder regresar a Londres, aunque sólo fuera para divertirse difundiendo el chismorreo.

Lettie se puso a ordenar los papeles en los que estaba trabajando.

– ¿No te gusta él, verdad? Parece inofensivo, pero incluso Helena suspira cuando le hace la reserva.

– Es un parásito que se siente agraviado. Seguramente con toda la legitimidad del mundo. Su madre se quedó embarazada y después se casó con un descarado cazafortunas, con gran indignación del abuelo Theodore. En todo caso, ella fue abandonada más, sospecho, por estúpida e ingenua que por el embarazo. A Robin le gusta aparecer de vez en cuando para recordarnos lo que para él es una discriminación injusta, y francamente su persistencia nos parece ya una pesadez. A veces le damos alguna que otra cantidad. El coge el dinero, pero creo que lo considera humillante. De hecho, es humillante para todos.

Esta revelación sincera de asuntos familiares sorprendió a Lettie. Era muy distinta de la reservada Candace que conocía, o, se dijo a sí misma, pensaba que conocía.

Cogió la chaqueta del respaldo de la silla. Al salir, dijo:

– ¿No sería menos fastidio si le dieras una suma moderada de la fortuna de tu padre poniendo fin así a su oportunismo? Eso si crees que hay aquí de veras una injusticia.

– Me ha pasado por la cabeza. El problema es que Robin siempre querría más. Dudo mucho que nos pusiéramos de acuerdo en lo que constituye una suma moderada.

Lettie se fue, cerró la puerta a su espalda, y Candace volvió a centrar la atención en el ordenador y en las cifras de noviembre. El ala oeste volvía a dar beneficios, pero por poco. Los salarios pagados cubrían el mantenimiento general de la casa y los jardines así como los costes médicos y quirúrgicos, pero los ingresos fluctuaban y los gastos aumentaban. Seguro que las cifras del mes siguiente serían desastrosas. Chandler-Powell no había dicho nada, pero su cara, tensa por la ansiedad y una especie de resolución desesperada, hablaba por sí sola. ¿A cuántos pacientes les gustaría ocupar una habitación del ala oeste con su mente llena de imágenes de muerte y, peor aún, la muerte de una paciente? La clínica, lejos de ser un filón, era ahora una responsabilidad pecuniaria. Le daba menos de un mes de vida.

Lettie regresó al cabo de un cuarto de hora.

– No está. No hay rastro de él en la casa ni en el jardín. He encontrado el móvil sobre la mesa de la cocina, entre los restos de lo que pudo ser su almuerzo o su cena, un plato con salsa de tomate congelada y unos cuantos espaguetis y un paquete de plástico con dos pastelitos de chocolate. Cuando estaba abriendo la puerta, ha sonado el móvil. Era otra vez Jeremy Coxon. Le he dicho que estábamos buscando a Robin. Daba la impresión de que no había dormido en su cama, y, como has dicho tú, el coche está fuera, por lo que evidentemente no se ha marchado. No puede haber ido muy lejos. No parece de los que dan largos paseos por el campo.

– No, eso sí que no. Supongo que deberíamos organizar una búsqueda general, pero ¿por dónde empezamos? Podría estar en cualquier parte, incluso, me imagino, haberse quedado dormido en la cama de otro, en cuyo caso es difícil que él acepte de buen grado una búsqueda general. Esperemos otra hora o así.

– ¿Es esto lo más sensato? -dijo Lettie-. Porque es como si se hubiera ido desde hace ya un buen rato.

Candace meditó sobre ello.

– Es un adulto y tiene derecho a ir a donde quiera y con quien quiera. Pero es extraño. Jeremy Coxon parecía tan preocupado como irritado. Quizá deberíamos al menos asegurarnos de que no está en la Mansión ni por los jardines. Tal vez esté enfermo o haya sufrido un accidente, aunque parece improbable. Mejor que vaya a mirar en la Casa de Piedra. A veces me olvido de cerrar la puerta lateral; después de irme yo, Robin podría haber entrado a escondidas a ver si encontraba algo. Tienes razón. Si no está en las casas ni aquí, hemos de decírselo a la policía. Si es una búsqueda en serio, supongo que corresponderá a la policía local. Mira a ver si localizas al sargento Benton-Smith o al agente Warren. Me llevaré a Sharon conmigo. Parece que la mayor parte del tiempo anda rondando por ahí sin hacer nada.

Lettie, todavía de pie, reflexionó un momento y luego dijo:

– Creo que no tenemos que involucrar a Sharon. Desde que ayer el comandante Dalgliesh la mandó llamar está de un humor extraño, unas veces enfurruñada y retraída, otras muy ufana, casi triunfante. Y si Robin ha desaparecido de veras, mejor mantenerla al margen. Si quieres seguir buscando, voy contigo. La verdad, si no está aquí ni en ninguna otra casa, no sé dónde más podemos mirar. Mejor avisar a la policía.

Candace cogió su chaqueta de la percha de la puerta.

– Seguramente tienes razón en cuanto a Sharon. No dejó la Mansión para ir a la Casa de Piedra, y, francamente, mejor así, pues no fue una idea demasiado sensata por mi parte. No obstante, accedió a ayudarme un par de horas al día con los libros de mi padre, probablemente porque querría una excusa para no estar en la cocina. Ella y los Bostock nunca han congeniado. Aparentaba pasárselo bien con los libros. Le he prestado uno o dos en los que parecía interesada.

Lettie volvió a sorprenderse. Prestar libros a Sharon era un detalle que no habría esperado de Candace, cuya actitud hacia la chica había sido más de mezquina tolerancia que de interés benévolo. Pero Candace era al fin y al cabo una profesora. Y, en cualquier amante de la lectura, seguramente era un impulso natural prestar un libro a una persona joven que mostrara curiosidad. Ella habría hecho lo mismo. Andando al lado de Candace, notó una pequeña punzada de pena. Trabajaban juntas de forma cordial, igual que hacían ambas con Helena, pero nunca habían estado muy unidas, y más que amigas eran colegas. En todo caso, Candace era útil en la Mansión. Los tres días que había estado de visita en Toronto, un par de semanas atrás, lo habían puesto de manifiesto. Quizás era por el hecho de vivir en la Casa de Piedra, Candace y Marcus a veces parecían estar emocional y físicamente distanciados de la vida en la Mansión. Se imaginaba muy bien lo que habían sido los dos últimos años para una mujer inteligente, con su empleo en peligro, y ahora, o eso se rumoreaba, ya definitivamente perdido, dedicada a atender noche y día a un viejo dominante y quejoso, el hermano desesperado por irse. Bueno, en este momento no habría tantas pegas. La clínica difícilmente continuaría tras el asesinato de la señorita Gradwyn. Ahora mismo sólo ingresarían en la Mansión pacientes con una fascinación patológicamente morbosa por el horror y la muerte.

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