– Tengo que hacerles algunas preguntas -dijo-. Las dos han sufrido un shock tremendo. ¿Están en condiciones de hablar?
Mirándole fijamente, Candace dijo:
– Sí, descuide. Gracias.
Lettie murmuró su consentimiento.
– Entonces quizá mejor que vayan a la otra estancia. Estaré con ustedes enseguida.
La inspectora Miskin las siguió hasta la sala de estar. O sea que no va a dejarnos solas hasta haber oído nuestra historia , pensó, y luego se preguntó si estaba siendo perspicaz o excesivamente suspicaz. Si Candace y ella hubieran querido ponerse de acuerdo para urdir una determinada versión de sus acciones, habrían tenido tiempo suficiente antes de que llegara la policía.
Tomaron asiento en el banco de madera de roble, y la inspectora Miskin acercó dos sillas que colocó delante de ellas. Sin sentarse, dijo:
– ¿Desean algo? Té, café…, si la señorita Westhall me dice dónde están las cosas.
La voz de Candace fue implacablemente áspera.
– Nada, gracias. Lo único que queremos es salir de aquí.
– El comandante Dalgliesh no tardará.
Y así fue. Apenas hubo Kate terminado de hablar, Dalgliesh apareció y se sentó en una de las sillas. La inspectora Miskin ocupó la otra. La cara de Dalgliesh, a escasos centímetros de las suyas, estaba pálida como la de Candace, si bien era imposible adivinar qué pasaba detrás de aquella enigmática máscara esculpida. Su voz era dulce, casi compasiva, pero Lettie estaba convencida de que las ideas que la mente del comandante estaba procesando con afán tenían poco que ver con la compasión.
– ¿Por qué han venido las dos esta mañana a la Casa de Piedra? -preguntó. Fue Candace quien respondió.
– Buscábamos a Robin. Su socio ha llamado a la oficina a eso de las diez menos veinte para decir que no había podido ponerse en contacto con Robin desde ayer por la mañana y estaba preocupado. La señora Frensham ha venido primero y ha visto los restos de una comida en la mesa de la cocina, el coche en el camino de entrada, y que al parecer no había dormido en su cama. Así que luego hemos venido las dos para hacer un registro a fondo.
– ¿Alguna de las dos sabía o sospechaba que encontrarían a Robin Boyton en el congelador?
Dalgliesh no tuvo ningún reparo en formular la pregunta, que era casi crudamente explícita. Lettie esperaba que Candace no perdiera la calma. Ella se limitó a pronunciar un tranquilo «no», y, mirando a Dalgliesh a los ojos, pensó que éste la había creído.
Candace permaneció en silencio unos instantes mientras Dalgliesh esperaba.
– Está claro que no, de lo contrario habríamos mirado en el congelador enseguida. Buscábamos a un hombre vivo, no un cadáver. Yo creía que Robin aparecería pronto, pero su ausencia era desconcertante, pues no es dado a pasear por el campo; supongo que esperábamos hallar una pista que explicara adonde podía haber ido.
– ¿Cuál de las dos ha abierto el congelador?
– Yo -dijo Lettie-. La vieja despensa, que es la habitación de al lado, ha sido el último sitio en el que hemos buscado. Candace volvía de mirar allí, y yo he levantado la tapa del congelador movida por un impulso, casi sin pensar. Habíamos mirado en los armarios del Chalet Rosa, en los de aquí y en los cobertizos de los jardines, por lo que imagino que mirar en el congelador era algo normal.
Dalgliesh no dijo nada. Hará notar que es un tanto ilógico buscar a un hombre vivo en armarios o congeladores, pensó Lettie. De todos modos, ella le había dado una explicación. No estaba segura de si había sonado convincente incluso para ella misma, pero era la verdad y no tenía nada más que añadir. Ahora era Candace quien intentaba explicar.
– En ningún momento se me había ocurrido que Robin pudiera estar muerto, y ninguna de las dos ha mencionado esa posibilidad. He tomado la iniciativa, y tan pronto hemos comenzado a mirar en armarios y roperos y a hacer un registro minucioso, supongo que lo más lógico era seguir adelante, como ha dicho Lettie. Quizás en lo más recóndito de mi mente rondaba la posibilidad de un accidente, pero ninguna de las dos ha pronunciado la palabra.
Dalgliesh y la inspectora Miskin se pusieron en pie.
– Gracias a las dos -dijo él-. Deben irse de aquí. Por ahora no voy a molestarlas más. -Entonces se dirigió a Candace-. Me temo que de momento, y tal vez durante algunos días, la Casa de Piedra tendrá que estar cerrada.
– ¿Como escenario de un crimen? -dijo Candace.
– Como escenario de una muerte inexplicada. Según el señor Chandler-Powell, en la Mansión hay habitaciones para usted y su hermano. Lamento las molestias, pero seguro que entiende la necesidad de todo ello. Vendrán también un patólogo forense y agentes técnicos, pero pondrán todo el cuidado en no causar ningún desperfecto.
– Puede demolerla, si quiere -dijo Candace-. Yo ya he terminado con ella.
El prosiguió como si no la hubiera oído.
– La inspectora Miskin la acompañará a recoger todo lo que tenga que llevarse a la Mansión.
Así que las iban a escoltar, pensó Lettie. ¿De qué tenía miedo Dalgliesh? ¿De que huyeran? Pero se dijo a sí misma que estaba siendo injusta. Él había sido cortés y educado, en grado sumo. Pero claro, ¿qué ganaría siendo lo contrario?
Candace se levantó.
– Yo cogeré lo que necesite. Mi hermano puede hacer lo propio por sí mismo, bajo supervisión, desde luego. No tengo intención alguna de rebuscar en su habitación.
– Le comunicaré cuándo podrá venir él por sus cosas -dijo Dalgliesh con calma-. Ahora la inspectora Miskin la ayudará.
Encabezadas por Candace, las tres subieron las escaleras, Lettie contenta de tener una excusa para alejarse de la vieja despensa. En su dormitorio, Candace sacó una maleta del ropero, pero fue la inspectora Miskin quien la puso sobre la cama. La señorita Westhall empezó a sacar ropa de los cajones y del armario, que doblaba con rapidez y metía con mano experta en la maleta: cálidos jerséis, pantalones, blusas, ropa interior, ropa de dormir y zapatos. Fue al cuarto de baño y volvió con su neceser. Sin una mirada atrás, estaban ya todas listas para irse.
El comandante Dalgliesh y el sargento Benton-Smith se encontraban en la vieja despensa, esperando a todas luces que ellas se marcharan. La tapa del congelador estaba cerrada. Candace entregó las llaves de la casa. El sargento Benton-Smith garabateó algo en un papel, y la puerta de la casa se cerró tras ellas. Lettie, que estaba escuchando, creyó oír el ruido de una llave al girar.
Caminando en silencio, con la inspectora Miskin entre las dos, regresaron a la Mansión con ritmo acompasado mientras aspiraban hondo el aire húmedo y fragante de la mañana.
Mientras se acercaban a la puerta principal de la Mansión, la inspectora Miskin se apartó un poco y con mucho tacto se fue alejando como si quisiera poner de manifiesto que no habían regresado bajo escolta policial. Esto dio a Candace tiempo para un rápido susurro mientras Lettie abría la puerta.
– No analices lo que ha pasado. Cuenta sólo los hechos.
Lettie estuvo a punto de decir que no tenía intención de hacer otra cosa, pero sólo tuvo tiempo para murmurar «desde luego».
Lettie advirtió que Candace eludía inmediatamente el riesgo de hablar de nada diciendo que quería ver dónde dormiría. Helena acudió enseguida, y las dos desaparecieron en el ala este, que, como Flavia ya dormía ahí dado que tenía prohibido el paso al corredor de los pacientes, pronto estaría incómodamente abarrotada. Tras llamar a Dalgliesh para obtener su consentimiento, Marcus fue a la Casa de Piedra a recoger la ropa y los libros que necesitaba, y luego se reunió con su hermana en el ala este. Todos se mostraban discretamente solícitos. No se hacían preguntas inoportunas, pero a medida que transcurría la mañana el ambiente parecía hervir de comentarios no verbalizados, el principal de los cuales era por qué Lettie había levantado la tapa del congelador. Como al final seguramente alguien lo diría en voz alta, Lettie sentía cada vez más la necesidad de romper su silencio pese a lo que ella y Candace habían acordado.
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