– No se preocupen por Stephen Collinsby -dijo-. Nos ocuparemos de Sharon y le procuraremos la ayuda que necesite, y él no sufrirá ningún daño.
Candace Westhall entró en la sala delantera de la Vieja Casa de la Policía llevando chaqueta y bufanda y sus guantes de jardinería. Tomó asiento, se quitó los guantes y los dejó, grandes y cubiertos de barro endurecido, sobre la mesa que había entre ella y Dalgliesh, todo un desafío alegórico. El gesto, bien que burdo, estaba claro. La habían interrumpido de nuevo en su trabajo necesario para hacerle responder preguntas innecesarias.
Su hostilidad era palpable, y Dalgliesh supo que era compartida, aunque menos abiertamente, por la mayoría de los sospechosos. No le había sorprendido y lo entendía en parte. Al principio él y su equipo fueron esperados y recibidos con alivio. Se emprenderían las acciones oportunas, se resolvería el caso, se disiparía el horror que también era turbación, se rehabilitaría a los inocentes, se detendría al culpable…, probablemente un desconocido cuya suerte no originaría preocupación alguna. La ley, la razón y el orden sustituirían al contaminador trastorno del asesinato. Sin embargo, no se había producido ninguna detención ni se veían señales de que fuera inminente. Estaban todavía al principio, y el pequeño grupo de la Mansión no preveía el final de la presencia y los interrogatorios de Dalgliesh. Este comprendía el resentimiento creciente, pues lo había experimentado en una ocasión, al descubrir el cadáver de una mujer asesinada en una playa de Suffolk. El crimen no se había producido en su territorio, por lo que se encargó de la investigación otro agente.
Quedaba descartada la condición de sospechoso de Dealgliesh, pero el interrogatorio policial había sido detallado, repetitivo y, a su juicio, indiscreto sin necesidad. Un interrogatorio se parecía inquietantemente a una violación mental.
– En el año 2002 -dijo-, Rhoda Gradwyn escribió en la Paternoster Review un artículo sobre el plagio en el que criticaba a una escritora joven, Annabel Skelton, que posteriormente se suicidó. ¿Cuál era su relación con Annabel Skelton?
Candace Westhall lo miró directamente a los ojos, los suyos fríos, llenos de aversión y, pensó él, desdén. Hubo un breve silencio en el que la hostilidad de Candace chisporroteó como la corriente eléctrica. Sin alterar la mirada, dijo:
– Annabel Skelton era una gran amiga. Diría que la amaba, pero no quiero que malinterprete una relación que seguramente no sería capaz de hacerle entender. Actualmente, todas las relaciones parecen definirse en función de la sexualidad. Era alumna mía, pero tenía talento para escribir, no para estudiar Clásicas. La animé a terminar su primera novela y a buscar editor.
– ¿Sabía usted entonces que partes de la misma habían sido plagiadas de una obra anterior?
– ¿Me está preguntando si ella me lo dijo, comandante?
– No, señorita Westhall, le estoy preguntando si lo sabía.
– No, lo supe cuando leí el artículo de Gradwyn.
– Esto le sorprendería y le afectaría -intervino Kate.
– Sí, inspectora, ambas cosas.
– ¿Tomó usted alguna medida, por ejemplo, ver a Rhoda Gradwyn o escribir una carta de protesta, a ella o a la Paternóster Review? -preguntó Dalgliesh.
– Vi a Gradwyn. Nos vimos un momento en la oficina de su agente a petición suya. Fue un error. No se arrepentía de nada, desde luego. Prefiero no entrar en detalles sobre el encuentro. En aquel momento yo no sabía que Annabel ya estaba muerta. Se ahorcó tres días después de que apareciera el artículo.
– Entonces, ¿usted no tuvo la oportunidad de verla, de pedirle explicaciones? Lamento que esto le resulte doloroso.
– Seguro que no lo lamenta tanto, comandante. Seamos sinceros. Usted sólo está haciendo su desagradable trabajo, como Rhoda Gradwyn. Intenté ponerme en contacto con ella, pero no quería ver a nadie, la puerta estaba cerrada, el teléfono desconectado. Yo había perdido el tiempo con Gradwyn cuando ver a Annabel habría surtido más efecto. El día después de su muerte recibí una postal. Había sólo siete palabras y no iba firmada. «Lo siento. Por favor, perdóname. Te quiero.» -Hubo un breve silencio; luego añadió-: El plagio era la parte menos importante de una novela que mostraba signos muy prometedores. No obstante, creo que Annabel se dio cuenta de que nunca volvería a escribir otra, y para ella eso era la muerte. Y luego estaba la humillación. También esto fue más de lo que podía soportar.
– ¿Responsabiliza usted a Rhoda Gradwyn de lo sucedido?
– Ella fue la responsable. Mató a mi amiga. Como supongo que no era su intención, no hay ninguna posibilidad de reparación legal. Pero no me he vengado personalmente al cabo de cinco años. El odio no desaparece, pero pierde parte de su poder. Es como una infección en la sangre, nunca se elimina del todo, es propensa a recrudecerse de improviso, pero su fiebre es cada vez menos debilitante, menos dolorosa con el paso de los años. Me ha quedado la pena y una tristeza profunda. No maté a Rhoda Gradwyn, pero no he lamentado en ningún momento que esté muerta. ¿Responde esto a la pregunta que iba a formularme, comandante?
– Señorita Westhall, dice usted que no mató a Rhoda Gradwyn. ¿Sabe quién lo hizo?
– No, comandante. Y si lo supiera, creo que no se lo diría.
Se puso en pie para irse. Ni Dalgliesh ni Kate hicieron nada por impedírselo.
En los tres días posteriores a la muerte de Rhoda Gradwyn, a Lettie le sorprendió lo poco que se permite a la muerte entorpecer la vida. A los muertos, por más muertos que estén, se les recoge con una rapidez decorosa y se les lleva a su lugar designado, un contenedor en la morgue de un hospital, la sala de embalsamamiento de la funeraria, la mesa del patólogo. El médico quizá no venga; el de la funeraria viene siempre. Se prepara comida, aunque sea escasa y poco convencional, llega el correo, suenan los teléfonos, se pagan facturas, se rellenan formularios oficiales. Los que lloran una pérdida, como hizo ella en su momento, se mueven como autómatas en un mundo en el que nada es real ni conocido ni parece que vaya a serlo nunca más. Pero aun así hablan, intentan dormir, se llevan a la boca comida que no les sabe a nada, siguen adelante como de memoria, representando su papel asignado en un drama en el que todos los demás personajes parecen estar familiarizados con su función.
En la Mansión nadie fingía llorar la pérdida de Rhoda Gradwyn. Su muerte había sido una conmoción agravada por el misterio y el miedo, pero la rutina de la casa no se interrumpió. Dean siguió preparando sus excelentes platos, aunque cierta sencillez de los menús sugería que acaso estuviera rindiendo un tributo inconsciente a la muerte. Kim seguía atendiéndoles, si bien el apetito y el disfrute sincero parecían revelar una flagrante falta de sensibilidad, lo que cohibía la conversación. Sólo el ir y venir de la policía y la presencia de coches del equipo de seguridad y la caravana, en la que comían y dormían, aparcada frente a la entrada principal, eran un constante recordatorio de que nada era normal. Hubo un súbito interés y una esperanza algo vergonzosa cuando la inspectora Miskin llamó a Sharon y se la llevó a la Vieja Casa de la Policía para ser interrogada. Sharon regresó para decir escuetamente que el comandante Dalgliesh estaba preparándolo todo para que ella abandonara la Mansión y que en el plazo de tres días un amigo pasaría a buscarla. Entretanto, no tenía intención de realizar ninguna otra tarea. En lo que a ella respectaba, su trabajo había terminado y que se lo metieran donde les cupiese. Estaba cansada y fastidiada y se moría de jodidas ganas de irse de aquella jodida Mansión. Y que se iba a su habitación. Nunca habían oído a Sharon decir una obscenidad, y sus palabras fueron tan chocantes como si hubieran salido de la boca de Lettie.
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