Se calló, tenía la cara colorada, y miró a Dalgliesh. Él sabía lo que ella estaba pensando. Kate había hablado movida por la compasión y la indignación, pero al revelar estos sentimientos había actuado de forma poco profesional. No hay que hacer creer a ningún sospechoso de asesinato que los agentes investigadores están de su parte. Dalgliesh se dirigió a Collinsby.
– Me gustaría que hiciera una declaración exponiendo los hechos tal como ha hecho aquí. Casi seguro que deberemos hablar de nuevo cuando hayamos interrogado a Sharon Bateman. Hasta ahora ella no nos ha contado nada, ni siquiera ha dado su verdadera identidad. Y si ha pasado menos de cuatro años viviendo en la comunidad tras ser excarcelada, aún estará bajo supervisión. Por favor, escriba su dirección particular en la declaración, tenemos que saber cómo localizarlo. -Abrió el maletín y sacó un impreso oficial que le entregó.
– Lo haré en el escritorio -dijo Collinsby-, la luz ahí es mejor. -Y se sentó dándoles la espalda. Luego se volvió y dijo-: Perdón, no les he ofrecido café ni té. Si la inspectora Miskin quiere prepararlo, en la puerta de al lado hay todo lo necesario. Puedo tardar un poco.
– Ya me encargo yo -dijo Dalgliesh, que se dirigió a la estancia contigua dejando la puerta abierta. Se oyó un tintineo de porcelana, el sonido de una tetera al llenarse. Kate esperó un par de minutos, y fue a reunirse con él en busca de la leche en la pequeña nevera. Dalgliesh llevó la bandeja con tres tazas y platillos y dejó una de las tazas, con el azucarero y la jarrita de leche, junto a Collinsby. Éste seguía escribiendo, y de pronto, sin mirarlos, alargó la mano y se acercó la taza. No se sirvió leche ni azúcar, y Kate llevó ambos ingredientes a la mesa donde ella y Dalgliesh permanecían sentados en silencio. Se sentía cansadísima, pero no sucumbió a la tentación de recostarse en la silla.
Al cabo de treinta minutos, Collinsby se volvió y entregó las hojas a Dalgliesh.
– Ahí tiene -dijo-. He procurado atenerme a los hechos. No he intentado justificar nada, pues no hay por qué. ¿Necesita ver cómo firmo?
Dalgliesh se acercó, y Collinsby estampó la firma en el documento. Tras coger los abrigos, Dalgliesh y Kate se dispusieron a marcharse. Como si fueran padres que hubieran venido a hablar de los progresos de sus hijos, Collinsby habló con tono ceremonioso:
– Qué bien que hayan venido a la escuela. Los acompañaré a la puerta. Cuando quieran hablar conmigo otra vez, llámenme sin dudarlo.
Abrió la puerta delantera y fue con ellos hasta la verja. Lo último que vieron de él fue su cara tensa y pálida mirándolos desde detrás de unos barrotes, como un hombre encarcelado. Luego cerró la verja, se dio la vuelta, anduvo con paso firme hasta la puerta de la escuela y entró sin mirar atrás.
En el coche, Dalgliesh encendió la luz de lectura y cogió el mapa.
– Parece que lo mejor sería ir por la MI hacia el sur y luego tomar la M25 y la M3. Debes de tener hambre. Los dos necesitamos comer, y éste no parece un sitio especialmente prometedor.
Kate notó que se moría de ganas de alejarse de la escuela, de la ciudad, del recuerdo de la última hora.
– ¿Por qué no paramos en la autopista? -dijo-. No forzosamente para sentarnos a comer; podríamos comprar unos bocadillos. -Ahora la lluvia había cesado, salvo por algunas gotas gruesas que caían sobre el capó, viscosas como el aceite. Cuando por fin estuvieron en la autopista, añadió-: Lamento haber dicho eso al señor Collinsby. Sé que no es profesional compadecerse de un sospechoso. -Quería seguir hablando, pero se le ahogó la voz y simplemente repitió-: Lo siento, señor.
Dalgliesh no la miró.
– Has hablado movida por la compasión -dijo-. Sentir mucha compasión puede ser peligroso en la investigación de un asesinato, pero no tan peligroso como perder la capacidad de sentirla. No ha tenido malas consecuencias.
Pero las lágrimas llegaron igual, y él la dejó llorar tranquilamente, los ojos fijos en la carretera. La autopista se iba revelando ante ellos en una fantasmagoría de luz, la procesión de luces cortas en la derecha, la línea reptante del tráfico hacia el sur, los negros setos y árboles tapados por enormes formas de camiones, los rugidos y chirridos de un mundo de viajeros incognoscibles atrapados en la misma compulsión extraordinaria. Cuando vio un letrero que ponía «Área de servicio», Dalgliesh se desplazó al carril izquierdo y luego tomó la vía de salida. Encontró sitio en el extremo del aparcamiento y apagó el motor.
Entraron en un edificio resplandeciente de luz y color. Todos los restaurantes y tiendas tenían colgados adornos navideños, y en un rincón, un pequeño coro de aficionados, al que pocos hacían caso, cantaba villancicos y recogía dinero para obras benéficas. Fueron al lavabo, compraron bocadillos y dos tazas grandes de plástico llenas de café y regresaron con todo al coche. Mientras comían, Dalgliesh llamó por teléfono a Benton para ponerle al corriente y al cabo de veinte minutos ya estaban de nuevo en marcha.
Mirando la cara de Kate, tensa por la estoica resolución de ocultar su cansancio, dijo:
– Ha sido un día largo y aún no ha terminado. ¿Por qué no reclinas el asiento y duermes un poco?
– Estoy bien, señor.
– No hace falta que estemos despiertos los dos. En el asiento de atrás hay una manta de viaje, ¿la alcanzas? Te despertaré a tiempo.
Cuando conducía, aguantaba el cansancio manteniendo la calefacción baja. Si dormía, Kate precisaría la manta. Ella echó el asiento hacia atrás y se acomodó, la manta subida hasta el cuello, la cara vuelta hacia él. Se quedó dormida casi al instante. Dormía tan en silencio que Dalgliesh apenas alcanzaba a oír su suave respiración, menos cuando Kate emitía un débil gruñido de satisfacción como un niño y se acurrucaba más en la manta. Tras mirarle el rostro, del que toda la ansiedad había sido suprimida por la bendición de esa pequeña apariencia de muerte en vida, Dalgliesh pensó que era una cara atractiva, no hermosa, desde luego tampoco bonita en el sentido tradicional, pero sí atractiva, sincera, abierta, agradable de mirar, una cara que persistiría. Durante años, cuando trabajaba en un caso, ella solía recogerse el cabello castaño claro en una trenza gruesa; ahora lo llevaba corto y le caía suavemente sobre las mejillas. Dalgliesh sabía que lo que Kate necesitaba de él era más de lo que él podía darle, pero sabía que ella valoraba lo que le daba: amistad, confianza, respeto y afecto. Sin embargo, Kate merecía mucho más. Unos seis meses atrás él pensaba que ella lo había encontrado. Ahora ya no estaba tan seguro.
Dalgliesh sabía que la Brigada de Investigaciones Especiales pronto entraría en liquidación o sería absorbida por otro departamento. El tomaría su propia decisión sobre el futuro. Kate conseguiría su merecido ascenso a inspectora jefe. Pero entonces, ¿qué sería de ella? Últimamente, tenía la sensación de que Kate estaba cansada de viajar sola. Se detuvo en la siguiente estación de servicio y apagó el motor. Ella no se movió. El arropó con la manta el dormido cuerpo y se puso cómodo para un breve descanso. Diez minutos después, se deslizó nuevamente en el torrente de vehículos y condujo hacia el sudoeste a través de la noche.
Pese al agotamiento y al trauma del día anterior, Kate se despertó temprano y como nueva. La víspera, cuando ella y Dalgliesh regresaron de Droughton, la habitual revisión de los progresos del equipo había sido concienzuda pero breve, un intercambio de información más que un análisis prolongado de sus consecuencias. A última hora de la tarde había llegado el resultado de la autopsia de Rhoda Gradwyn. Los informes de la doctora Glenister eran siempre exhaustivos, pero éste era sencillo y nada sorprendente. La señorita Gradwyn había sido una mujer sana con todas las esperanzas y satisfacciones que esto suponía. Habían sido sus dos decisiones fatales -quitarse la cicatriz y que la intervención se llevara a cabo en la Mansión Cheverell- las que habían originado esas siete palabras escuetas y concluyentes: «Muerte por asfixia causada por estrangulación manual.» Al leer el informe con Dalgliesh y Benton, a Kate le invadió una oleada de ira y compasión ante la gratuita capacidad destructiva del asesinato.
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