El comandante Dalgliesh fue atendido por George Chandler-Powell durante media hora, y en cuanto aquél se marchó, el médico los convocó a todos en la biblioteca. Acudieron en silencio, con la expectativa compartida de que les iban a decir algo importante. Sharon no había sido detenida, esto era obvio, pero quizás había habido progresos, y en todo caso era preferible una noticia poco grata a esa perpetua incertidumbre. Para todos ellos la vida estaba en suspenso, y a veces llegaban a confiárselo unos a otros. Incluso las decisiones más simples -qué ropa ponerse por la mañana, qué órdenes dar a Dean y Kimberley- requerían una gran fuerza de voluntad. Chandler-Powell no les hizo esperar, aunque a Lettie le pareció que estaba inusitadamente inquieto. Al entrar en la biblioteca pareció dudar entre quedarse de pie o sentarse, pero tras un momento de vacilación, se colocó junto a la chimenea. Seguramente se consideraba un sospechoso, como el resto, pero ahora, con los expectantes ojos de todos fijos en él, parecía más un sucedáneo del comandante Dalgliesh, un papel que no deseaba y en el que no se sentía seguro.
– Lamento haber interrumpido lo que estabais haciendo -dijo-, pero el comandante Dalgliesh me da pedido que hablara con vosotros, y he considerado razonable citaros a todos para que oigáis lo que él tenía que deciros. Como sabéis, Sharon nos dejará en cuestión de días. En su pasado hubo un incidente en virtud del cual su desarrollo y su bienestar pasan a ser competencia del servicio de libertad vigilada, y han pensado que lo mejor es que abandone la Mansión. Tengo entendido que Sharon colaborará con los planes y preparativos que la afecten. Esto es todo lo que me han contado a mí y todo lo que cualquiera tiene derecho a saber. Os pido que no habléis de Sharon entre vosotros ni habléis con ella sobre su pasado ni su futuro; ni uno ni otro nos incumben.
– ¿Significa esto que Sharon ya no es considerada sospechosa, si alguna vez lo fue? -preguntó Marcus.
– Es de suponer.
Flavia tenía la cara colorada, la voz vacilante.
– ¿Podemos saber con exactitud cuál es su estatus aquí? Nos ha dicho que no piensa trabajar más. Entiendo que, como la Mansión se considera una escena del crimen, no podemos hacer venir del pueblo a nadie del personal de limpieza. Como en la Mansión no hay pacientes no hay mucho trabajo, pero el que hay alguien debe hacerlo.
– Kim y yo podemos echar una mano -dijo Dean-. Pero ¿qué pasa con la comida de Sharon? Normalmente come con nosotros en la cocina. Si ahora se queda arriba, ¿Kim ha de subirle las bandejas y atenderla? -El tono de su voz dejaba claro que esto no sería aceptable.
Helena echó una mirada a Chandler-Powell. Era evidente que a él se le estaba acabando la paciencia.
– Por supuesto que no -dijo Helena-. Sharon conoce el horario de las comidas. Si tiene hambre, ya bajará. Sólo serán uno o dos días. Si hay algún problema, decídmelo y yo hablaré con el comandante Dalgliesh. Entretanto seguiremos con la mayor normalidad posible.
Candace habló por primera vez.
– Como yo soy una de las que entrevistó a Sharon, supongo que debería asumir cierta responsabilidad. Quizá sería conveniente que se mudara a la Casa de Piedra conmigo y con Marcus, si el comandante Dalgliesh no tiene inconveniente. Tenemos sitio. Y podría echarme una mano con los libros de mi padre. No es bueno que esté sin hacer nada. Y ya es hora de que alguien le quite de la cabeza esta obsesión con Mary Keyte. El verano pasado le dio por dejar flores silvestres sobre la piedra central. Esto es morboso y enfermizo. Subiré ahora a ver si se ha calmado.
– Inténtalo, no faltaba más -dijo Chandler-Powell-. Como profesora, seguramente tienes más experiencia que los demás en el trato con los jóvenes recalcitrantes. El comandante Dalgliesh me ha asegurado que Sharon no requiere supervisión. Y si la requiere, es la policía y el servicio de libertad vigilada quienes han de proporcionarla, no nosotros. He cancelado mi viaje a América. Debo regresar a Londres el jueves y necesito que Marcus venga conmigo. Lamento que esto suene a deserción, pero tengo que ponerme al corriente de los pacientes del Servicio Nacional de Salud que debía haber operado esta semana. Como es lógico, hube de anular todas esas intervenciones. El equipo de seguridad estará aquí; lo arreglaré para que dos de ellos duerman en la casa.
– ¿Y la policía? -dijo Marcus-. ¿Cuándo calcula Dalgliesh que se marchará?
– No me he atrevido a preguntarlo. Llevan aquí sólo tres días; a no ser que practiquen una detención, imagino que deberemos aguantar cierta presencia policial durante un tiempo.
– Deberemos aguantarla nosotros, mejor dicho -dijo Flavia-. Tú estarás tranquilamente en Londres. ¿Está conforme la policía con que te vayas?
Chandler-Powell la miró con frialdad.
– ¿Qué poder legal supones que tiene el comandante Dalgliesh para retenerme?
Y se fue; y en el pequeño grupo quedó la impresión de que, de algún modo, todos se habían comportado de forma poco razonable. Se miraban unos a otros en un silencio incómodo. Lo rompió Candace.
– Bueno, será mejor que me ocupe de Sharon. Helena, quizá deberías hablar a solas con George. Ya sé que estoy en la otra casa y no me afecta como a los demás, pero sí trabajo aquí y preferiría que el equipo de seguridad durmiera fuera de la Mansión. Ya es bastante desagradable ver su caravana aparcada frente a la verja y a ellos deambular por ahí; sólo falta que además estén dentro.
Y también se fue. Mog, que se había sentado en una de las butacas más impresionantes, había mirado imperturbable todo el rato a Chandler-Powell pero sin abrir la boca. Se levantó con esfuerzo y se marchó. El resto del grupo aguardaba el regreso de Candace, pero al cabo de media hora en la que la orden de Chandler-Powell de no hablar de Sharon había inhibido la conversación, se dispersaron y cerraron firmemente la puerta de la biblioteca tras ellos.
Los tres días en que no hubo pacientes y George Chandler Powell estuvo en Londres brindaron a Candace y Lettie tiempo para trabajar en la contabilidad, ocuparse de algún problema económico con los trabajadores temporales y pagar las facturas de la comida suplementaria necesaria para alimentar al anestesista, los técnicos y el personal de enfermería no residente. El cambio en el ambiente de la Mansión entre el principio y el final de la semana fue tan espectacular como grato para las dos mujeres. Pese a la aparente calma de los días de operaciones, la mera presencia de George Chandler-Powell y su equipo parecía impregnar toda la atmósfera. Sin embargo, los días previos a su marcha a Londres hubo períodos de calma casi total. El Chandler-Powell cirujano distinguido y con exceso de trabajo se convertía en un hacendado, satisfecho con una rutina doméstica que no criticaba nunca y en la que no intentaba influir, un hombre que respiraba soledad como si fuera aire vivificante.
No obstante, ahora, martes por la mañana, cuatro días después del asesinato, su lista de Londres había sido aplazada y él evidentemente se debatía entre su responsabilidad para con sus pacientes de Saint Ángela y la necesidad de apoyar al personal que quedaba en la Mansión. Sin embargo, el jueves él y Marcus se habrían ido. Cierto es que estarían de vuelta el domingo por la mañana, pero las reacciones a una ausencia siquiera temporal fueron diversas. La gente ya dormía con las puertas cerradas con llave, aunque Candace y Helena habían disuadido a Chandler-Powell de organizar patrullas nocturnas a cargo de la policía o del equipo de seguridad. La mayoría de los residentes se habían convencido a sí mismos de que un intruso, seguramente el propietario del coche aparcado, había asesinado a la señorita Gradwyn, y parecía improbable que tuviera interés en alguna otra víctima. Sin embargo, cabía suponer que aún tuviera las llaves de la puerta oeste, un pensamiento alarmante. El señor Chandler-Powell no suponía una garantía de seguridad, pero era el propietario de la Mansión, su intermediario con la policía, una presencia tranquilizadora. Por otro lado, estaba obviamente irritado por el tiempo perdido e impaciente por reanudar su trabajo. La Mansión estaría más tranquila sin sus pasos inquietos, sus esporádicos raptos de malhumor. La policía seguía guardando silencio sobre los progresos de la investigación, caso de haber alguno. Lógicamente, la noticia de la muerte de la señorita Gradwyn había salido en los periódicos, pero, para alivio de todos, los reportajes habían sido sorprendentemente breves y ambiguos gracias a la competencia de un escándalo político y el divorcio especialmente enconado de una estrella del pop. Lettie se preguntó si los medios habían recibido alguna presión. De todos modos, el comedimiento no duraría mucho, y si se realizaba alguna detención, el dique se rompería y todos se verían arrastrados por las contaminadas aguas.
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