P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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No había.

– No es ninguna sorpresa, señor -dijo Kate-. La nevera está vacía. Un cartón de leche, aun sin abrir, podría estar caducado a su regreso.

Kate bajó la cafetera eléctrica a la planta inferior a ponerle agua. Regresó con un vaso para los cepillos de dientes que enjuagó a fin de que sirviera como segunda taza, y de pronto notó cierto desasosiego, como si este pequeño acto, que no se podía considerar precisamente una violación de la intimidad de la señorita Gradwyn, fuera una impertinencia. Rhoda Gradwyn había sido muy exigente con su café, y en la bandeja con el molinillo había una lata de alubias. Kate, presa aún de un sentimiento irracional de culpa por estar cogiendo cosas de un muerto, puso en marcha el molinillo. El ruido fue tremendo y pareció interminable. Al rato, cuando la cafetera hubo dejado de gotear, llenó las dos tazas y las llevó al escritorio.

Mientras esperaba que el café se enfriara, él dijo:

– Si hay alguna otra cosa interesante, seguramente la encontraremos aquí. -Y abrió el cajón con una llave.

Dentro sólo había una carpeta beige de papel manila, el bolsillo interior lleno de papeles. Olvidándose de momento del café, apartaron las tazas a un lado y Kate acercó una silla junto a Dalgliesh. Los papeles consistían casi exclusivamente en copias de recortes de prensa, el primero de los cuales era un artículo de un periódico dominical con fecha de febrero de 1995. El encabezamiento era descarnado: «Asesinada por ser demasiado bonita.» Debajo, ocupando la mitad de la página, había la fotografía de una niña. Parecía una foto de la escuela. El pelo rubio había sido cuidadosamente cepillado y recogido en una coleta a un lado, y la blanca blusa de algodón, que parecía inmaculada, estaba desabrochada en el cuello y cubierta por un pichi azul oscuro. La niña era realmente bonita. Incluso con una pose simple y sin ningún artificio especial en la iluminación, la escueta foto transmitía algo de la confianza sincera, la apertura a la vida y la vulnerabilidad de la infancia. Mientras Kate la miraba fijamente, la imagen pareció desintegrarse en polvo y se convirtió en una mancha sin sentido, y acto seguido recobró la nitidez.

Debajo de la imagen, el periodista, absteniéndose de comentarios hiperbólicos y desaforados, se había contentado con dejar que la historia hablase por sí sola. «Hoy, en el tribunal de la corona, Shirley Beale, de doce años y ocho meses, ha sido declarada culpable del asesinato de su hermana Lucy, de nueve años. Shirley estranguló a Lucy con su corbata de la escuela, luego golpeó la cabeza que odiaba hasta volverla irreconocible. Lo único que ha dicho, tanto en el momento de la detención como posteriormente, es que lo hizo porque Lucy era demasiado bonita. Beale será enviada a un pabellón infantil de seguridad hasta que a los diecisiete años pueda ser trasladada a un reformatorio. Silford Green, un tranquilo barrio del este de Londres, se ha convertido en un lugar de horror. Informe completo en la página cinco. Sophie Langton escribe en la página 12: "¿Por qué matan los niños?"»

Dalgliesh dio la vuelta al recorte. Debajo, sujeta a una simple hoja de papel, había una fotografía. El mismo uniforme, la misma blusa blanca, pero esta vez con una corbata, la cara vuelta hacia la cámara con una mirada que Kate recordó de sus propias fotos escolares, rencorosa, algo nerviosa por participar en un pequeño rito anual de iniciación, de mala gana pero resignada. Era una cara extrañamente adulta, una cara que ellos conocían.

Dalgliesh volvió a coger la lupa, examinó la imagen y luego pasó la lente a Kate. Los rasgos característicos estaban ahí, la frente alta, los ojos ligeramente saltones, la boca pequeña y definida con el labio superior pronunciado, un rostro común y corriente que ahora era imposible considerar inocente o infantil. Los ojos miraban a la cámara tan inexpresivos como los puntos que formaban la imagen, el labio inferior más grueso ahora en la edad adulta pero con la misma insinuación de terquedad irritable. Mientras Kate miraba, su mente superpuso una imagen muy distinta: la cara de un niño aplastada y convertida en un amasijo sanguinolento de huesos rotos, el cabello rubio cubierto de sangre. No era un caso de la Met y con una declaración de culpabilidad no se había celebrado un juicio, pero el asesinato aún removía viejos recuerdos en ella y, pensó Kate, también en Dalgliesh.

– Sharon Bateman -dijo Dalgliesh-. Me pregunto cómo consiguió esto Gradwyn. Es raro que se pudiera publicar. Debieron de levantar las restricciones.

No era lo único que Rhoda había conseguido. Con toda evidencia, su investigación había comenzado a partir de su primera visita a la Mansión, y había sido meticulosa. El primer recorte iba seguido de otros. Los antiguos vecinos habían sido locuaces, tanto para expresar su horror como para revelar información sobre la familia. Había imágenes de una pequeña casa adosada en la que las niñas habían vivido con su madre y su abuela. En la época del asesinato, los padres estaban divorciados, él se había marchado dos años antes. Los vecinos que aún vivían en la calle explicaban que el matrimonio había sido turbulento, pero que con las niñas no había habido ningún problema, ni policía ni asistentes sociales, ni nada parecido, rondando por la casa. Lucy era la bonita, sin duda, pero las dos parecían llevarse bien. Shirley era la más tranquila, algo hosca, no exactamente una niña simpática. Los recuerdos de la gente, lógicamente influidos por el horror de lo sucedido, daban a entender que Shirley siempre había sido la excluida. Hablaban de ruido de peleas, gritos y golpes ocasionales antes de la separación de los padres, pero al parecer las niñas recibían la atención debida. La abuela se encargaba de eso. Desde la marcha del padre habían tenido una serie de inquilinos, algunos obviamente novios de la madre, aunque esto se decía con tacto, y uno o dos estudiantes que buscaban alojamiento barato, ninguno de los cuales se quedó mucho tiempo.

De un modo u otro, Rhoda Gradwyn se había hecho con el informe de la autopsia. La muerte se había producido por estrangulación, y las heridas de la cara, que le habían destrozado los ojos y roto la nariz, habían sido causadas después de la muerte. Gradwyn también había localizado y entrevistado a uno de los agentes de la policía encargados del caso. No había ningún misterio. La muerte se había producido a eso de las tres y media de un sábado por la tarde, mientras la abuela, que entonces contaba sesenta y nueve años, se encontraba en un salón de actos local jugando al bingo. No era algo inhabitual que las niñas se quedaran solas. El crimen fue descubierto a las seis, cuando la abuela regresó a casa. El cuerpo de Lucy se hallaba en el suelo de la cocina, donde se desarrollaba casi toda la vida familiar, y Shirley estaba arriba, durmiendo en su cama. No había hecho intento alguno de quitarse la sangre de su hermana de las manos y los brazos. Sus huellas estaban en el arma, una vieja plancha de hierro que se usaba como tope de la puerta, y ella admitió haberla matado con la misma emoción con la que hubiera confesado que la había dejado sola un rato.

Kate y Dalgliesh se quedaron unos momentos en silencio. Kate sabía que los pensamientos de uno y otro eran análogos. Este descubrimiento era una complicación que influiría no sólo en su percepción de Sharon como sospechosa -cómo no-, sino también en la conducción de la investigación. Ahora Kate lo veía todo lleno de escollos de procedimiento. Ambas víctimas habían sido estranguladas; el hecho podría resultar irrelevante, pero no dejaba de ser un hecho. Sharon Bateman -y seguirían utilizando ese nombre- no estaría viviendo en la comunidad si las autoridades no hubieran considerado que ya no suponía una amenaza. Llegados a ese punto, ¿no merecía Sharon que se la considerase sospechosa, con las mismas probabilidades de ser culpable que cualquiera de los demás? ¿Y quién más lo sabía? ¿Estaba enterado Chandler-Powell? ¿Confió Sharon eso a alguien de la Mansión, y en ese caso a quién? ¿Sospechó Rhoda Gradwyn de la identidad de Sharon desde el principio y fue por eso por lo que se quedó? ¿Amenazó con hacerlo público? Y en ese caso, ¿Sharon o tal vez alguien más que supiera la verdad tomó medidas para impedírselo? Si detenían a otra persona, ¿la mera presencia de una asesina convicta en la Mansión no influiría en la fiscalía a la hora de decidir si el tribunal debía estimar o no la demanda? Los pensamientos se agitaban en su cabeza, pero no los expresó en voz alta. Con Dalgliesh siempre procuraba no manifestar lo evidente.

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