P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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Ella pensó: «Esto ya encaja más, éste es el hombre auténtico». Contestó con perfecta tranquilidad:

– Yo no digo que la policía sospeche de usted. No dudo de que podrá presentar una coartada satisfactoria para la noche pasada. Sin embargo, causarán menos problemas si ni usted ni ella mienten sobre su asunto. Yo prefiero, por mi parte, no tener que mentir al respecto. Como es natural, tampoco brindaré gratuitamente esta información, pero es muy posible que me lo pregunten.

– ¿Y por qué deberían hacerlo, lady Ursula?

– Porque el comandante Dalgliesh trabajará en estrecha relación con la Sección Especial. Mi hijo fue ministro de la Corona, aunque fuese por poco tiempo. ¿Supone que en la vida privada de un ministro, en particular un ministro de ese Ministerio, puede haber algo que desconozcan aquellas personas cuya tarea consiste en descubrir y documentar este tipo de escándalo potencial? ¿En qué clase de mundo cree usted que vivimos?

Él se levantó y empezó a caminar lentamente de un lado a otro, ante ella. Finalmente dijo:

– Supongo que tendría que haber pensado en esto. Y lo habría hecho, si hubiera dispuesto de más tiempo. Pero la muerte de Paul ha sido un golpe abrumador. No creo que mi mente trabaje todavía como es debido.

– Entonces, le sugiero que empiece ya a trabajar. Usted y Barbara han de coincidir en sus historias. Mejor dicho, han de coincidir en decir la verdad. Tengo entendido que Barbara era ya su amante cuando usted se la presentó a Hugo, y que siguió siéndolo después de morir Hugo y casarse ella con Paul.

Él se detuvo y se volvió hacia ella.

– Créame, lady Ursula, no fue nada planeado; las cosas no ocurrieron así.

– ¿Irá a decirme que ella y usted decidieron generosamente abstenerse de su relación sexual, al menos hasta que terminara la luna de miel?

Él se detuvo ante ella y la miró fijamente.

– Creo que hay algo que debería decir, pero me temo que no sea muy… propio de un caballero.

Sin decir una palabra, ella pensó: «Ese término carece ya de todo significado. Contigo, probablemente nunca lo tuvo. Antes de 1914, cabía hablar así sin que las palabras sonaran falsas o ridículas, pero ahora no. Esa palabra y el mundo que representaba, han desaparecido para siempre, pisoteados en los fangos de Flandes». Dijo:

– Mi hijo ha sido degollado. Ante semejante brutalidad, no creo que debamos preocuparnos por cuestiones de dignidad, sean o no falsas. Estoy hablando de Barbara, desde luego.

– Sí. Hay algo que usted debiera comprender, si no lo ha comprendido todavía. Yo puedo ser su amante, pero ella no me ama. Desde luego, no desea casarse conmigo. Se siente tan satisfecha conmigo como podría estarlo con cualquier hombre. Por eso yo comprendo sus necesidades y no planteo exigencias. Al menos, no muchas exigencias. Todos presentamos alguna. Y, desde luego, yo la quiero a ella, tanto como pueda yo querer a alguien. A ella, esto le es necesario, y se siente segura conmigo. Pero nunca desearía librarse de un excelente marido y de un título para casarse conmigo. No mediante el divorcio, y, desde luego, menos contribuyendo a un asesinato. Tiene usted que creer esto, si es que usted y ella han de seguir viviendo juntas.

Ella replicó:

– Al menos, ha hablado con franqueza. Parece que están cortados a la medida el uno para el otro.

Él aceptó el sutil insulto que había detrás de esa ironía.

– Ya lo creo -contestó con tristeza-, estamos cortados a la medida. -Y añadió-: Sospecho que ella ni siquiera se siente particularmente culpable. En todo caso, menos que yo, por extraño que esto pueda parecer. Es difícil tomarse el adulterio en serio si la persona no obtiene de él un excesivo placer.

– Su papel debe ser agotador y escasamente satisfactorio. Le admiro por su capacidad de sacrificio.

La sonrisa de él, aunque discreta, era evocadora.

– ¡Es tan hermosa! Se trata de un rasgo absoluto, ¿no cree? Ni siquiera depende de si ella se encuentra bien o contenta, o de si no está cansada o de lo que lleve puesto. Es algo que siempre está presente. No puede usted culparme por haber intentado hacerla feliz.

– Ya lo creo que sí -contestó ella-, puedo hacerlo y lo hago.

Pero sabía que con estas palabras distaba de ser sincera. Durante toda su vida se había sentido cautivada por la belleza física en hombres y en mujeres. Había sido la meta fija en su vida. Cuando, en 1918, con su hermano y su prometido muertos, ella, la hija de un conde, llegó a la edad propia de desafiar la tradición, ¿qué otra cosa tenía para ofrecer? Pensó, con ruda sinceridad, que no podía ofrecer un gran talento dramático. De modo casi casual e instintivo, exigió belleza física en sus amantes y nunca sintió celos de la de sus amigas, sino que se mostró excesivamente indulgente en este aspecto. Todos se sorprendieron, cuando a la edad de treinta y dos años se casó con sir Henry Berowne, aparentemente por unas cualidades menos obvias, y le dio dos hijos. Pensó ahora en su nuera, tal como la había visto muchas veces, de pie e inmóvil frente al espejo del vestíbulo. Barbara era incapaz de pasar ante un espejo sin aquel momento de inmovilidad narcisista, aquella mirada tranquila y profunda. ¿Qué podía mirar? Aquel primer pliegue junto a los ojos, aquel tono azul apagado, una reseca arruga en la piel, las primeras marcas en el cuello que mostraran cuan transitoria podía ser aquella perfección tan preciada.

Él seguía paseando de un lado a otro, sin dejar de hablar.

– A Barbara le gusta ver que se le presta atención. Hay que admitirlo en lo que se refiere al acto sexual. Desde luego, se presta una atención, específica e intensa. Ella necesita hombres que la deseen. En realidad, ni siquiera quiere que lleguen a tocarla. Si ella pensara que yo intervine en la muerte de Paul, no me daría las gracias. No creo que llegara a perdonarme y, desde luego, no me protegería. Lo siento. He hablado con excesiva franqueza. Pero creo que todo esto había que decirlo.

– Sí, había de decirlo. ¿A quién protegería ella?

– A su hermano, tal vez, pero no creo que por mucho tiempo, y no, desde luego, si ello implicara algún riesgo para ella. Nunca han estado muy unidos.

Ella contestó secamente:

– No se le exigirá ninguna lealtad fraternal. Dominic Swayne estuvo en esta casa con Mattie durante toda la velada de ayer.

– ¿Eso lo dice él o ella?

– ¿Es que le acusa a él de tener algo que ver con la muerte de mi hijo?

– Desde luego que no. La idea es ridícula. Y si Mattie dice que estaba con ella, no dudo de que así fue. Todos sabemos que Mattie es un modelo de rectitud. Usted me ha preguntado si había alguien a quien Barbara pudiera proteger. No se me ocurre pensar en nadie más.

Había dejado de pasearse y volvió a sentarse frente a ella. Después dijo:

– ¿Y sus razones para telefonearme? Me ha dicho que había dos cosas que teníamos que comentar.

– Sí. Debo estar segura de que el hijo que Barbara lleva en su vientre es mi nieto, no el bastardo de usted.

Los hombros de él se envararon. Por un momento, que pudo ser tan sólo un segundo, permaneció rígido, mirando sus manos cruzadas. En aquel silencio, ella pudo oír el tictac del reloj de pared. Después, él levantó la vista. Mantenía la calma, pero ella pensó que su rostro había palidecido.

– ¡Bien, sobre eso no puede haber ninguna duda! ¡Ni la menor duda! Hace tres años me sometí a una vasectomía. No me va lo de la paternidad y no tengo ningún deseo de quedar en ridículo por demandas judiciales en ese sentido. Puedo darle el nombre de mi cirujano, si desea una prueba. Probablemente, esto será más sencillo que confiar en unos análisis de sangre cuando nazca el pequeño.

– ¿El pequeño?

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