P. James - Sabor a muerte
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– No obstante, esto suscita menos objeciones que la primera teoría, la de que entró aquí medio desnudo y armado con una navaja, y, con todo, no hay signos evidentes de que Berowne opusiera la menor resistencia.
– Es posible que le sorprendiera. Quizá él esperaba que el visitante regresara atravesando la puerta que da a la cocina. Es posible que recorriera el pasillo de puntillas y entrase por la puerta principal. Esta es la teoría más probable, en vista de la posición del cuerpo.
Kynaston preguntó:
– Entonces, ¿usted supone premeditación? ¿Supone que el asesino sabía que encontraría una navaja a su disposición?
– Desde luego. Si Berowne fue asesinado, su muerte fue premeditada. Sin embargo, estoy elaborando teorías antes de conocer los hechos a fondo, lo que siempre es un pecado imperdonable. De todos modos, aquí se planeó algo, Miles. Es todo demasiado evidente, demasiado claro.
Kynaston dijo:
– Terminaré el examen preliminar y después podrá usted ordenar que se los lleven. Normalmente, yo procedería mañana a esta autopsia, en primer lugar, pero no me esperan en el hospital hasta el lunes y la sala de autopsias está ocupada hasta la tarde. Las tres y media será la hora más temprana posible. ¿Les va bien a ustedes?
– No sé qué dirán en el laboratorio; para nosotros, cuanto antes mejor.
Algo en su voz alertó a Kynaston, que inquirió:
– ¿Usted le conocía?
Era algo que se repetiría una y otra vez, pensó Dalgliesh. Usted le conocía. Está emocionalmente implicado. No quiere considerarle como un loco, un suicida, un asesino. Contestó:
– Sí, le conocía ligeramente, de sentarnos en la mesa de una comisión.
Estas palabras le parecieron poco generosas, casi como una pequeña traición. Repitió:
– Sí, le conocía.
– ¿Qué hacía él aquí?
– Había tenido en esta habitación una especie de experiencia religiosa, casi mística, y es posible que esperase repetirla. Habló con el párroco para que le dejara pasar la noche aquí. No le dio ninguna explicación.
– ¿Y Harry?
– Parece ser que Berowne le dejó entrar. Tal vez le encontró durmiendo en el pórtico. Al parecer, Harry no toleraba estar en contacto con otras personas. Hay pruebas suficientes que indican que se disponía a dormir más allá del pasillo, en la sacristía más grande.
Kynaston asintió con la cabeza y continuó su trabajo rutinario. Dalgliesh le dejó entregado a él y salió al pasillo. Contemplar esa violación de los orificios del cuerpo, preliminares de las brutalidades científicas que la sucederían, era algo que siempre le había hecho sentir tan violento como si fuera un voyeur. A menudo se preguntaba por qué consideraba ese examen más ofensivo y maligno que la propia autopsia. Tal vez fuese debido a la muerte reciente, al hecho de que a veces el cadáver apenas se hubiera enfriado. Un hombre supersticioso bien podía temer que el espíritu, liberado tan recientemente, siguiera merodeando por allí y se sintiera ultrajado ante ese insulto a la carne que había abandonado pero que todavía era vulnerable. Nada podía hacer él ahora, hasta que Kynaston hubiese terminado. Le sorprendió descubrir que estaba fatigado. Esperaba sentirse exhausto más tarde, en una investigación en la que trabajase dieciséis horas diarias, pero este primer cansancio, la sensación de que estaba ya agotado mental y corporalmente, le resultaba nuevo. Se preguntó si empezaba ya a envejecer, o bien si se trataba de un signo más de que ese caso iba a ser diferente.
Regresó a la iglesia, y se sentó en una silla delante de una estatua de la Virgen. La enorme nave estaba ahora vacía. El padre Barnes se había marchado, acompañado hasta su casa por un policía. Se había mostrado muy útil con respecto al tazón, identificándolo como uno que Harry solía llevar consigo cuando le encontraba durmiendo en el pórtico. Y también había tratado de resultar útil con el secante, observándolo con una intensidad casi dolorosa antes de decir que, según creía, las señales negras no estaban allí cuando vio por última vez el secante, el lunes por la tarde. Sin embargo, no podía estar seguro. Había utilizado una hoja de papel de carta del escritorio para tomar notas durante la reunión. Ese papel había cubierto el secante, de modo que en realidad sólo había visto éste durante breve tiempo. No obstante, si no le fallaba la memoria, las marcas negras eran nuevas.
Dalgliesh agradeció aquellos minutos de tranquila contemplación. El aroma del incienso parecía haberse intensificado, pero le parecía mezclado con un olor enfermizo, más siniestro, y el silencio no era absoluto. A su espalda, oía el rumor de pasos, alguna voz que se alzaba ocasionalmente, tranquila, mientras unos profesionales invisibles efectuaban su tarea detrás de la reja. Los ruidos parecían muy distantes y sin embargo claros, y tuvo la sensación de un secreto y siniestro susurro, como si rebulleran unos ratones detrás del arrimadero. Sabía que los dos cadáveres pronto serían pulcramente envueltos en bolsas de plástico. La alfombra sería cuidadosamente doblada para preservar las manchas de sangre y, en particular, aquella significativa mancha de sangre seca. Las pruebas en el escenario del crimen, empaquetadas y etiquetadas, serían trasladadas al coche policial: la navaja, las migas de pan y de queso procedentes de aquella habitación más espaciosa, las fibras de la ropa de Harry, y aquella cerilla apagada. De momento, él conservaría en su poder el dietario. Necesitaba llevarlo consigo cuando fuese a Campden Hill Square.
Al pie de la estatua de la Virgen y el Niño, había un candelabro de hierro forjado con su triple hilera de cavidades para las velillas, cuyas mechas quedaban hundidas en sus rebordes de cera. Siguiendo un impulso, buscó en su bolsillo una moneda de diez peniques y la depositó en la caja. El ruido que hizo al caer fue extrañamente intenso. Casi esperó oír a Kate o Massingham situarse detrás de él para mirar, sin decir palabra pero con ojos llenos de interés, aquel acto atípico de extravagancia sentimental. Había una caja de cerillas en un soporte de latón sujeto con una cadenilla al pie del candelabro, similar al que había visto en la parte posterior de la iglesia. Cogió una de las velas más pequeñas y, encendiendo una cerilla, aplicó la llama a la mecha. Le pareció como si pasara un tiempo inusitadamente largo antes de que ésta prendiera. Después, la llama brilló intensamente, con un resplandor límpido e inalterado. Colocó la vela en una de las cavidades y después se sentó para contemplar la llama, permitiendo que ésta le hipnotizara y le hiciera retroceder en el recuerdo.
IX
Hacía poco más de un año, pero parecía que hubiera transcurrido más tiempo. Los dos habían asistido a un seminario sobre sentencias judiciales en una universidad del norte, Berowne para inaugurarlo formalmente con un breve discurso, y Dalgliesh en representación de la policía, y después habían viajado juntos en tren, en el mismo compartimiento de primera clase. Durante la primera hora, Berowne, al que acompañaba su secretario privado, hojeó papeles oficiales, mientras Dalgliesh, tras una última revisión de la agenda, se disponía a releer The Way We Live Now de Trollope. Una vez guardada la última carpeta en su cartera de mano, Berowne le miró, dando la impresión de que deseaba hablar. El joven secretario, con un tacto que parecía asegurarle una brillante carrera, sugirió que él podía almorzar primero, si el ministro estaba conforme, y seguidamente desapareció. Y durante un par de horas, los dos hombres hablaron.
Al recordarlo ahora, Dalgliesh seguía sorprendido de que Berowne se hubiera mostrado tan franco. Era como si el propio viaje en tren, aquel anticuado pero acogedor compartimiento en el que los dos se encontraban, la ausencia de interrupciones y de la tiranía del teléfono, la sensación de un tiempo que volaba visiblemente, aniquilado bajo las ruedas traqueteantes, un tiempo que ya no contaba, los hubiesen liberado a los dos de una cautela que había llegado a formar parte tan integrante de sus vidas que ya no advertían su peso hasta que éste se desprendía de sus hombros. Eran los dos hombres muy reservados. Ni el uno ni el otro necesitaban la camaradería masculina del club o del campo de golf, del pub o del coto de caza que tantos de sus colegas juzgaban necesarios para solazarse o para sostener sus vidas excesivamente atareadas.
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