P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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– Hechos a mano. Hay algunas rarezas que no pueden pasar por alto. Las punteras todavía están brillantes, pero los lados y los tacones están mates y ligeramente manchados. Parece como si hubieran sido lavados. Y todavía hay trazas de barro en los lados, así como debajo del tacón izquierdo. Probablemente, el laboratorio encontrará señales de que han sido raspados.

Pensó que difícilmente podían ser los zapatos que uno esperase encontrar en un hombre que había pasado el día en Londres, a no ser que hubiera paseado por los parques o a lo largo del camino de sirga del canal. Sin embargo, difícilmente hubiera podido llegar a pie a Saint Matthew siguiendo ese trayecto, y no había señales de que se hubiera limpiado los zapatos en algún lugar de la iglesia. Pero esto volvía a ser anticipar las teorías a los hechos. Cabía esperar que se enterasen más tarde del lugar donde Berowne había pasado su último día en la tierra.

Kate Miskin apareció en el umbral y dijo:

– Doc Kynaston ha terminado, señor. Está todo dispuesto para retirar los cadáveres.

X

Massingham suponía que Darren vivía en una de las viviendas de pisos construidas por el Ayuntamiento de Paddington, pero la dirección que finalmente, después de persuadirlo, le había dado, correspondía a una calle corta y estrecha cerca de Edgware Road, un enclave de cafés baratos y ordinarios, en su mayoría goaneses y griegos. Al entrar en ella, Massingham advirtió que no era un lugar que le resultara extraño, pues ya había estado antes allí. Era seguramente en aquella calle donde él y el viejo George Percival habían encontrado dos excelentes restaurantes vegetarianos, cuando ambos eran sargentos de detectives en la división. Incluso los nombres, exóticos y hasta el momento casi olvidados, acudieron a su memoria: Alu Ghobi y Sag Bhajee. Había cambiado poco desde entonces, y era una calle cuyos habitantes sólo atendían a sus negocios, principalmente el de suministrar a los de su raza comidas apreciables por su precio y su calidad. Aunque era la mañana y el momento más tranquilo del día, en el aire flotaba ya el intenso aroma del curry y las especias, recordando a Massingham que habían pasado varias horas desde el desayuno y que no tenía la menor certeza de dónde conseguiría almorzar.

Había sólo un pub, un edificio Victoriano alto y estrecho, comprimido entre un restaurante chino y un café tandoori , oscuro y poco acogedor, en cuyo escaparate unos letreros pintados a mano anunciaban en lenguaje retadoramente popular: «Salchichas con puré de patata», «Morcillas con verdura refrita» y «Rollos de salchicha en hojaldre». Entre el pub y el café, había una puerta pequeña con un solo timbre y una tarjeta con el único nombre de «Arlenne». Darren se detuvo, extrajo una llave de la caña de sus botas de lona y después, poniéndose de puntillas, la insertó en la cerradura. Massingham subió detrás de él por la estrecha escalera, carente de alfombra. Al llegar arriba, preguntó:

– ¿Dónde está tu madre?

Siempre en silencio, el niño señaló hacia la puerta de la izquierda. Massingham llamó suavemente y después, al no obtener respuesta, la abrió.

Las cortinas estaban corridas, pero eran de tela fina y sin ningún adorno, y, a pesar de la luz difusa, Massingham pudo ver que la habitación estaba espectacularmente desordenada. Una mujer yacía en la cama. Avanzó y, extendiendo la mano, encontró el interruptor de la luz junto a la cama. Al encenderse, ella emitió un leve gruñido, pero no se movió. Yacía boca arriba, desnuda excepto por una bata corta de la que había escapado un pecho surcado por venas azules, parecido a una medusa viva sobre el satén rosa de la bata. Una fina línea de lápiz de labios perfilaba la boca húmeda y abierta, de la que caía un hilillo de espesa saliva. Roncaba suavemente, con un rumor bajo y gutural, como si se hubiera acumulado flema en su garganta. Las cejas habían sido depiladas al estilo de los años treinta: delgados arcos situados muy por encima de la línea natural del arco ciliar. Incluso en su sueño, conferían a la cara una expresión de cómica sorpresa, como la de un payaso, realzada por unos círculos rojos en ambas mejillas. Sobre una silla colocada junto a la cama había un tarro de vaselina, con la tapa abierta y una mosca pegada al borde. El respaldo de la silla y el suelo estaban cubiertos de prendas de vestir, y la superficie de una cómoda que servía también como tocador, bajo un espejo ovalado, estaba atiborrada de botellas, vasos sucios, potes de cosméticos y paquetes de toallitas de papel. Plantado incongruentemente en medio de aquel desorden, había un frasco de cristal para mermelada, con un ramo de fresias, todavía sujeto por una banda elástica, y el delicado y dulce aroma de las flores se perdía entre el hedor de sexo, perfume y whisky. Massingham preguntó:

– ¿Ésta es tu madre?

Tenía ganas de preguntar si ofrecía a menudo aquel aspecto, pero se limitó a llevarse al niño de allí y cerrar la puerta. Nunca le había agradado interrogar a un niño con respecto a sus padres, y no pensaba hacerlo ahora. Era una tragedia más que corriente, pero la tarea correspondía al Departamento de la Juventud y no a él, y, cuanto antes llegara allí uno de sus funcionarios, tanto mejor. Le irritaba pensar en Kate, que habría vuelto ya al escenario del crimen, y experimentó cierto rencor contra Dalgliesh, que le había encomendado aquella gestión desagradable.

– ¿Dónde duermes tú, Darren? -preguntó.

El niño indicó un cuarto en la parte posterior, y Massingham, suavemente, hizo que le acompañara allí.

Era una habitación muy pequeña, poco más que un cuarto trastero, con una sola ventana situada muy alta. Debajo de ella había una cama estrecha, cubierta con una manta marrón del ejército, y al lado una silla con una colección de objetos bien ordenados. Había un modelo de coche de bomberos, una esfera de cristal que al sacudirla producía una tormenta de nieve en miniatura, dos modelos de coches de carreras, tres grandes canicas jaspeadas, y otro frasco de mermelada, éste con un ramo de rosas, que ya se estaban doblando sobre sus altos tallos desprovistos de espinas. Sólo había otro mueble, una vieja cómoda sobre la que se amontonaba una incongruente colección de objetos: camisas metidas todavía en sus envases de plástico transparente, ropa interior de mujer, pañuelos de seda para el cuello, latas de salmón, de alubias y de sopa, una lata de jamón y otra de lengua, tres juegos de piezas para construir barcos, un par de tubos de pintura de labios, una caja de soldados y tres botellas de perfume barato.

Massingham llevaba demasiado tiempo en la policía para emocionarse con facilidad. Ciertos delitos, como la crueldad con los niños o animales, la agresión violenta contra personas ancianas y débiles, todavía podían producir un estallido del temperamento espectacular de los Massingham, que había llevado a más de uno de sus antepasados a un desafío o ante un consejo de guerra. Pero hasta esto había aprendido a controlar con la disciplina. Pero ahora, al contemplar con ojos llenos de indignación aquella habitación infantil, con su patético orden, aquellas muestras de cierta autosuficiencia, aquel recipiente con flores, que, según suponía él, había arreglado el propio niño, sintió que se apoderaba de él una ira impotente contra la ramera borracha que dormía en la habitación contigua. Preguntó:

– ¿Robaste estas cosas, Darren?

Darren no contestó de momento, pero después asintió con la cabeza.

– Muchacho, te has metido en un mal fregado.

El niño se sentó en el borde de la cama. Dos lágrimas descendían por sus mejillas, y fueron seguidas por sollozos comprimidos y la palpitación de aquel pecho estrecho. De pronto gritó:

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