P. James - Sabor a muerte
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– ¡No quiero ir a un asilo municipal! ¡No iré, no iré!
– Deja de llorar -le ordenó Massingham, que odiaba las lágrimas y deseaba ante todo marcharse de allí.
¿Por qué puñeta le había metido en eso su jefe? ¿Por quién le tomaban, por un protector de la infancia? Dividido entre la compasión, la cólera y la impaciencia por volver de nuevo a lo que era su verdadero trabajo, ordenó con más aspereza:
– ¡Deja de llorar!
Debía de haber un tono de gran urgencia en su voz, pues los sollozos de Darren cesaron inmediatamente, aunque las lágrimas siguieran fluyendo. Entonces Massingham dijo con voz más suave:
– ¿Quién ha hablado aquí de asilos? Mira, lo que voy a hacer es telefonear a la Oficina de la Juventud. Vendrá alguien para ocuparse de ti. Será probablemente una asistenta social, y te caerá bien.
El rostro de Darren expresó un inmediato y vivo escepticismo que, en otras circunstancias, Massingham hubiera considerado cómico. El niño alzó la vista y preguntó:
– ¿Por qué no puedo ir a casa de la señorita Wharton?
¿Y por qué no?, pensó Massingham. Al parecer, el pobre chiquillo le tenía un gran aprecio. Dos náufragos ayudándose entre sí.
– En realidad, no creo que eso sea posible. Espérame aquí, vuelvo en seguida -contestó.
Miró su reloj. No le quedaba más remedio que esperar, claro, hasta que llegara la asistenta social, pero ésta no tardaría mucho y, al menos, el jefe tendría una respuesta para su pregunta. Sabía ahora lo que había estado preocupando a Darren, lo que había estado ocultando. Al menos, se había resuelto un pequeño misterio. El jefe podría relajarse y proseguir su investigación. Y, con un poco de suerte, también podría seguirla él.
XI
Tampoco el predecesor del padre Barnes, el padre Kendrick, había podido hacer gran cosa con la vicaría de Saint Matthew's Court, un bloque anodino de tres plantas, en ladrillo rojo, que flanqueaba la carretera de Harrow. Después de la guerra, la autoridad eclesiástica decidió finalmente que la gran casa victoriana existente resultaba antieconómica y poco práctica, y vendió el lugar a una inmobiliaria, con la condición de que se cediera a perpetuidad una vivienda en la planta baja y el primer piso para alojar al cura de la parroquia. Era la única vivienda de estas características en el bloque, pero por otra parte no se la distinguía de las demás, con sus ventanas angostas y sus habitaciones pequeñas y mal proporcionadas. Al principio, los pisos fueron alquilados a unos inquilinos cuidadosamente seleccionados, y se hizo un intento para conservar los modestos ornamentos del lugar: la franja de césped que bordeaba la calzada, los dos parterres con rosales y los tiestos colgantes en cada balcón. Sin embargo, aquel bloque de viviendas, como la mayoría de los de su clase, había tenido una historia accidentada. La primera compañía inmobiliaria había sido liquidada y vendida a una segunda empresa, y después a una tercera. Los alquileres se aumentaron, con el disgusto general de los inquilinos, pero todavía eran insuficientes para cubrir los costes de mantenimiento de un edificio de construcción muy deficiente, y se daban las usuales y agrias disputas entre los inquilinos y los propietarios. Sólo la vivienda parroquial estaba bien conservada y las blancas ventanas de sus dos plantas destacaban con una muestra incongruente de respetabilidad entre la pintura medio desprendida y las maderas en curso de desintegración de las otras ventanas.
Los primeros inquilinos habían sido sustituidos por personas procedentes de la ciudad, jóvenes que se mudaban a menudo y que compartían una habitación entre tres, madres solteras que vivían de la seguridad social, estudiantes extranjeros, en una mezcla racial que, como si fuese un caleidoscopio humano, se agitaba continuamente para producir nuevos y más brillantes colores. Los pocos que iban a la iglesia se encontraban más a sus anchas con el padre Donovan, de Saint Anthony, con sus bandas de instrumentos de metal, sus procesiones carnavalescas y su benevolencia general en la cuestión racial. Ninguno de ellos llamaba nunca a la puerta del padre Barnes. Veían con ojos atentos e inexpresivos sus idas y venidas casi furtivas. Pero él era, en Saint Matthew's Court, un anacronismo casi como el de la iglesia que representaba.
Fue escoltado hasta la vicaría por un agente de paisano, no el que había estado trabajando junto al comandante Dalgliesh, sino un hombre de más edad, de anchos hombros, estólido y del que emanaba una calma tranquilizadora, que le habló con un leve acento rural que el cura no supo reconocer pero tuvo la certeza de que no era local. El agente dijo que pertenecía a la comisaría de Harrow Road, pero que había sido trasladado recientemente a ella desde West Central. Esperó mientras el padre Barnes abría la puerta principal y después le siguió y se ofreció para prepararle una taza de té, el específico británico contra el desastre, el dolor y los sustos. Si le sorprendió la suciedad de la mal equipada cocina de la vicaría, supo ocultarlo. Había preparado té en lugares peores. Cuando el padre Barnes reiteró que se encontraba perfectamente y que la señora McBride, que atendía su casa, llegaría a las diez y media, no insistió en quedarse. Antes de marcharse, entregó al padre Barnes una tarjeta con un número en ella.
– Éste es el número al que el comandante Dalgliesh dijo que podía llamar si necesitaba algo. Si tiene alguna preocupación, o si le ocurre alguna novedad, basta con telefonear. No hay ningún problema. Y cuando lleguen los de la prensa, dígales tan sólo lo mínimo que considere necesario. Nada de especulaciones. Especular no sirve de nada, ¿no cree? Dígales solamente cómo ocurrió todo. Una señora de su feligresía y un niño descubrieron los cadáveres y el niño vino a buscarle a usted. Es mejor que no dé ningún nombre, si no se ve obligado a ello. Vio usted que estaban muertos y llamó a la policía. No necesita decir nada más. Eso bastará.
Esta afirmación, que simplificaba las cosas de una manera asombrosa, abrió un nuevo abismo ante los ojos horrorizados del padre Barnes. Había olvidado a la prensa. ¿Cuándo llegarían? ¿Desearían sacar fotografías? ¿Debería convocar una reunión urgente del Consejo Parroquial? ¿Qué diría el obispo? ¿Debería telefonear inmediatamente al archidiácono y dejar el asunto en sus manos? Sí, ese sería el mejor plan. El archidiácono sabría lo que debía hacerse. El archidiácono era capaz de enfrentarse a la prensa, al obispo, a la policía y al Consejo Parroquial. Sin embargo, a pesar de todo temía que Saint Matthew estuviera condenado a convertirse en el centro de una desagradable atención.
Siempre celebraba la misa en ayunas y, por primera vez aquella mañana, se sintió débil, e incluso, paradójicamente, un poco mareado. Se dejó caer en una de las dos sillas de madera ante la mesa de la cocina, y contempló con una sensación de impotencia aquella tarjeta con sus siete cifras claramente escritas, y después miró a su alrededor, como si buscara inspiración para guardarla en algún lugar seguro. Finalmente, buscó su cartera en el bolsillo de la sotana y la deslizó en ella, junto con su tarjeta bancaria y su única tarjeta de crédito. Después dejó vagar sus ojos alrededor de la cocina, viéndola como debía de haberla visto aquel amable policía, en un estado de total abandono. El plato en el que había comido sus hamburguesas y sus guisantes congelados, que habían constituido su cena la última noche, todavía sin lavar en el fregadero; las manchas grasientas en la vieja cocina de gas; la viscosa capa de mugre que cubría el estrecho espacio entre los fogones y la alacena; la manchada y maloliente toalla colgada de un gancho al lado del fregadero; el calendario del año pasado, torcido en el clavo que lo sujetaba a la pared; los dos estantes llenos de un conglomerado de paquetes de cereales medio vacíos, botes de mermelada rancia, cuencos desportillados y paquetes de detergente; la mesa, barata e inestable, con sus dos sillas, cuyos respaldos mostraban las huellas de numerosas manos; el linóleo, curvado junto a la pared, donde se había despegado del suelo; todo aquel ambiente general de incomodidad, descuido, negligencia y suciedad. Y el resto del piso no estaba mucho mejor. La señora McBride no se esmeraba demasiado, puesto que no había allí nada en lo que esmerarse. No se esmeraba porque tampoco lo hacía él. Como él, lo más probable era que ella hubiera dejado de advertir también la lenta acumulación de polvo sobre sus vidas.
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