P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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Dalgliesh recordó que en cierta ocasión un cirujano le había dicho que Miles Kynaston prometía convertirse en un diagnosticador brillante, pero que había abandonado la medicina general para dedicarse a la legal porque no podía soportar el sufrimiento humano. El cirujano lo explicaba con una nota de humorística condescendencia, como si estuviera delatando la infortunada debilidad de un colega, algo que un hombre más prudente hubiera debido detectar antes de comenzar su carrera de medicina o que, al menos, hubiera tenido que solventar antes de terminar su segundo curso. Dalgliesh pensó que tal vez fuera verdad. Kynaston había cumplido lo que prometía, pero ahora aplicaba sus brillantes diagnósticos a unos difuntos silenciosos, cuyos ojos no podían implorarle que ofreciera alguna esperanza, y cuyas bocas ya no podían gritar. Desde luego, tenía cierta afición a la muerte. En ella, nada le desconcertaba, ni sus aspectos más desagradables, ni su olor, ni sus revelaciones más extrañas. A diferencia de la mayoría de los médicos, no la contemplaba como el enemigo final, sino como un enigma fascinante, y clavaba en cada cadáver la misma mirada intensa que en otro tiempo hubiese dedicado a sus pacientes vivos, considerándolo como una nueva prueba que, debidamente interpretada, podía aproximarlo más a su misterio esencial.

Dalgliesh le respetaba más que a cualquier otro de los forenses con los que había trabajado. Acudía presto cuando se le llamaba y era igualmente diligente cuando se trataba de informar sobre una autopsia. No hacía gala del cruel humor que algunos de sus colegas juzgaban necesario para reforzar su amor propio en la sociedad, y los que compartían con él alguna pena podían considerarse a salvo de las desagradables anécdotas tan frecuentes sobre los cuchillos empleados o la historia de los riñones perdidos. Y, muy en especial, era un testigo excelente en los juicios, demasiado incluso para ciertas personas. Dalgliesh recordaba el agrio comentario de un abogado defensor después de emitirse un veredicto de culpabilidad: «Kynaston está adquiriendo una infalibilidad peligrosa con los jurados. No necesitamos a otro Spilsbury».

Nunca perdía el tiempo. Mientras saludaba a Dalgiesh, se estaba quitando ya la americana y poniendo sus finos guantes de goma en aquellas manos de dedos gruesos, que mostraban una blancura poco natural, casi como si no circulara la sangre por ellas. Era alto y robusto, y daba una impresión de desordenada torpeza hasta que se le veía trabajar en un espacio limitado, donde parecía contraerse físicamente y volverse sólido, aunque grácil, moviéndose alrededor del cadáver con la rapidez y la precisión de un gato. Su cara era carnosa y sus espesos cabellos dejaban libre una frente alta y pecosa; su largo labio superior tenía la curvatura de un arco, y los ojos, oscuros y muy brillantes, bajo unos párpados gruesos, conferían a su rostro una expresión de sardónica y humorística inteligencia.

Ahora se agazapaba, como una rana, junto al cuerpo de Berowne, con las manos inertes ante él, pálidamente incorpóreas. Observaba las heridas de la garganta con una concentración extraordinaria, pero sin hacer el menor gesto para tocar el cuerpo, excepto el roce ligero de una mano sobre la parte posterior de la cabeza, como una caricia. Después preguntó:

– ¿Quiénes son?

– Sir Paul Berowne, ex diputado y ministro, y un tal Harry Mack, un vagabundo.

– A primera vista, asesinato seguido por suicidio. Los cortes son de libro de texto; dos de ellos bastante superficiales de izquierda a derecha, y después uno encima, rápido, profundo, que ha seccionado la arteria. Y la navaja al alcance de la mano. Como digo, a primera vista es obvio. ¿Demasiado obvio, tal vez?

– Así lo he pensado yo -respondió Dalgliesh.

Kynaston avanzó sobre la alfombra en dirección a Harry, caminando de puntillas como un bailarín inexperto.

– Un tajo. Suficiente. De nuevo, de izquierda a derecha. Lo que significa que Berowne, si es que fue Berowne, se encontraba detrás de él.

– Entonces, ¿por qué no está manchada de sangre la manga derecha de la camisa de Berowne? De acuerdo, hay manchas de sangre, la suya o la de Harry, o la de ambos. Pero si él mató a Harry, ¿no cabría esperar mayor cantidad de sangre en la manga?

– No, si se subió primero la manga de la camisa y sorprendió al otro por detrás.

– ¿Y volvió a bajarla antes de rajarse su propia garganta? Lo creo bastante improbable.

Kynaston dijo:

– Los analistas podrán identificar la sangre de Harry, o lo que puede ser sangre de Harry en la manga de la camisa, así como la de Berowne. Al parecer, no hay manchas visibles entre los cadáveres.

Dalgliesh repuso:

– Los biólogos forenses han examinado la alfombra con la lámpara de fibras ópticas. Es posible que consigan algo. Y hay una pequeña pero visible traza debajo de la chaqueta de Harry, y otra de lo que parece ser sangre en el forro de la chaqueta, justo encima de la primera.

Levantó la esquina de la alfombra y los dos observaron en silencio la mancha visible en la misma. Después, Dalgliesh dijo:

– Estaba debajo de la chaqueta cuando la encontramos. Esto quiere decir que ya estaba allí antes de que Harry se desplomara. Y si resulta ser sangre de Berowne, entonces éste fue el primero en morir, a no ser que, claro está, avanzara hacia Harry después de haberse hecho uno o más de los cortes superficiales en su propia garganta. Como teoría, me parece bastante absurda. Si estaba entregado a la tarea de rajarse la garganta, ¿cómo podía habérselo impedido Harry? Por consiguiente, ¿por qué molestarse en matarlo? Pero ¿es posible, médicamente posible?

Kynaston le miró fijamente. Los dos sabían la importancia de esta pregunta. Contestó:

– Después del primer corte superficial, yo diría que sí.

– Pero ¿pudo tener todavía la fuerza necesaria para matar a Harry?

– ¿Estando él medio degollado? De nuevo, después de hacerse ese primer corte superficial, no creo que sea posible descartar la posibilidad. Recordemos que debía de encontrarse en un estado de gran excitación. Es sorprendente la fuerza que demuestran a veces ciertas personas. Después de todo, estamos suponiendo que se le interrumpió en el momento de suicidarse. Difícilmente un momento en que un hombre se muestre racional. No obstante, no puedo estar seguro. Nadie puede estarlo. Me está pidiendo un imposible, Adam.

– Ya me lo temía. Pero es que parece demasiado claro.

– O tal vez quiera usted creer que es demasiado claro. ¿Cómo lo ve usted?

– Por la posición del cuerpo, creo que pudo haber estado sentado en el borde de la cama. Suponiendo que fuese asesinado, suponiendo que el asesino entrase primero en la cocina, entonces pudo haber regresado silenciosamente y atacado a Berowne por detrás. Un golpe, una cuerda alrededor del cuello. O bien agarrarle por el pelo, echarle atrás la cabeza, hacer el primer corte profundo. Los otros, los destinados a dar la impresión de un intento, pudieron haberse hecho después. Por consiguiente, hay que buscar cualquier marca además de los cortes, o tal vez un chichón en la parte posterior de la cabeza.

Kynaston dijo:

– Hay un chichón, pero es pequeño. Pudo haber sido causado al caerse. Sin embargo, sabremos algo más con la autopsia.

– Una teoría alternativa sería la de que el asesino le dejó primero sin sentido, después entró en el baño para desnudarse y regresó para proceder al degüello final, antes de que Berowne tuviera la oportunidad de volver en sí. Sin embargo, esto suscita unas objeciones obvias. Hubiera tenido que calcular con gran precisión la fuerza del golpe, y cabría esperar que éste hubiera dejado algo más que un ligero chichón.

Kynaston repuso:

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