P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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Hubiera podido añadir: «Y menos con usted», y le pareció como si estas palabras, aunque no pronunciadas, flotaran en el aire entre los dos. Por unos momentos, él guardó silencio como si las calibrase, aceptando la justicia que contenían. Después dijo:

– Desde luego, yo la hubiera visitado más tarde, aunque no me hubiese telefoneado. Pero es que no tenía la seguridad de que deseara ver a alguien tan pronto. ¿Recibió mi carta?

Debió de haberla escrito apenas Barbara le comunicó la noticia y la había enviado por mediación de una de sus enfermeras, que, en su apresuramiento por regresar a casa después de una noche de guardia, ni siquiera se había detenido para entregarla en mano, y se había limitado a introducirla en el buzón. En ella, él había empleado todos los adjetivos de costumbre. No había necesitado un diccionario de sinónimos para decidir la respuesta apropiada. Después de todo, el asesinato era algo espantoso, terrible, horrendo, increíble, un verdadero ultraje. Pero la carta, una obligación social cumplimentada con excesivo apresuramiento, carecía de convicción.

Y, por otra parte, hubiera debido saber que no resultaba procedente hacer que su secretaria la pasara a máquina. Sin embargo, pensó ella, eso era típico. Eliminando aquella pátina tan cuidadosamente adquirida de éxito profesional, prestigio, modales ortodoxos, el hombre auténtico quedaba a la vista: ambicioso, algo vulgar, sensible tan sólo cuando se le pagaba ostensiblemente. Pero sabía que gran parte de esto era prejuicio, y que el prejuicio era peligroso. Debía procurar delatarse lo menos posible si la entrevista había de transcurrir como ella deseaba. Y no era justo criticar la carta. Dictar un pésame a la madre de un marido asesinado al que uno le había estado poniendo cuernos durante los últimos tres años, era algo que hubiera exigido mucho más que el limitado vocabulario social que él pudiera poseer.

No le había visto desde hacía casi tres meses y de nuevo le impresionó su buen aspecto.

Había sido un joven atractivo, alto, un tanto desaliñado y con una espesa cabellera negra, pero ahora aquella figura desaliñada había sido pulida y perfeccionada por el éxito; ofrecía su alta figura con una fácil seguridad y sus ojos grises -que, como ella sabía, utilizaba tan certeramente- reflejaban una solidez fundamental. Su cabello, escarchado ahora por algunas canas, todavía era espeso, con un desorden que los peluqueros más caros aún no habían disciplinado por completo. Era un detalle que contribuía a su atractivo, indicando una individualidad indomable, muy distante del modelo tedioso y convencional de apostura masculina.

Se inclinó hacia adelante y la miró fijamente, con sus ojos grises ablandados por la compasión. Ella se indignó ante aquella fácil adquisición de la preocupación profesional, pero tuvo que reconocer que la adoptaba muy bien. Casi esperó que él le dijera: «Hicimos todo lo posible, todo lo humanamente posible». Después se dijo a sí misma que aquel pesar podía ser auténtico. Había de resistir a la tentación de menoscabar sus facultades, de clasificarlo como el apuesto y experimentado seductor de los seriales baratos. Fuera lo que fuese, aquel hombre no era tan sencillo de calibrar. Ningún ser humano lo es. Y estaba, al fin y al cabo, reconocido como un buen ginecólogo. Trabajaba de firme y conocía su oficio.

Cuando Hugo estudiaba en Balliol, Stephen Lampart fue su amigo más íntimo; en aquel tiempo, ella le apreciaba y parte de este aprecio todavía persistía, mezclado con resentimiento y sólo reconocido a medias, pero vinculado a recuerdos de paseos bajo el sol en Port Meadow, almuerzos y risas en las habitaciones de Hugo, con años de esperanza y promesa. Fue el muchacho inteligente, guapo y ambicioso procedente de un hogar de clase media baja, simpático, divertido, capaz de conseguir la compañía que deseara gracias a su aspecto y a su ingenio, astuto al ocultar la ambición que hervía en él. Hugo fue el privilegiado, con una madre hija de un conde, un padre baronet y distinguido militar, poseedor del nombre Berowne, heredero de lo que quedara de la fortuna de los Berowne. Por primera vez, se preguntó si él no se habría sentido antagonista, no sólo de Hugo, sino de toda su familia, y si su traición subsiguiente no tendría unas largas raíces en el terreno de una antiquísima envidia. Dijo:

– Hay dos cosas que debemos discutir, y tal vez no haya mucho tiempo ni tampoco otra oportunidad. Acaso deba decir, en primer lugar, que no he solicitado su presencia aquí para criticar la infidelidad de mi nuera. No estoy en condiciones de criticar la vida sexual de nadie.

Los ojos grises mostraron cautela.

– Es muy prudente por su parte. Pocos estamos en condiciones de hacerlo.

– Sin embargo, mi hijo ha sido asesinado. La policía pronto lo sabrá, si no lo sabe ya. Y yo ya lo sé ahora.

Él repuso:

– Perdone, pero ¿puede estar segura de ello? Todo lo que Barbara pudo decirme al telefonear esta mañana era que la policía había encontrado el cadáver de Paul y el de un vagabundo… -hizo una pausa- con heridas en sus gargantas.

– Los dos tenían la garganta cortada. Los dos habían sido degollados. Y, a juzgar por el tacto exquisito con el que se comunicó la noticia, supongo que el arma fue una de las navajas de Paul. Supongo que Paul pudo haber sido capaz de matarse. La mayoría somos capaces, si atravesamos situaciones lo suficientemente penosas. Pero de lo que no era capaz era de matar a ese vagabundo. Mi hijo fue asesinado, y esto significa que hay ciertos hechos que la policía se obstinará en descubrir.

Él preguntó, con toda calma:

– ¿Qué hechos, lady Ursula?

– Que usted y Barbara se entienden.

Las manos unidas flojamente sobre el regazo de él se contrajeron, para relajarse inmediatamente. Sin embargo, se mostró incapaz de enfrentarse a la mirada de ella.

– Comprendo. ¿Fue Paul o Barbara quien se lo explicó?

– Ninguno de los dos. Pero durante cuatro años he vivido en la misma casa con mi nuera. Soy una mujer. Puedo estar imposibilitada, pero todavía conservo el uso de mis ojos y de mi inteligencia.

– ¿Cómo se encuentra ella, lady Ursula?

– No lo sé. Pero, antes de que se marche, le sugiero que procure averiguarlo. Desde que recibí la noticia, sólo he visto a mi nuera durante tres minutos. Al parecer, está demasiado disgustada para hablar con las visitas. Todo parece indicar que a mí se me considera una visita.

– ¿Es justo lo que dice? A veces, resulta más difícil hacer frente al dolor de los demás que al de uno mismo.

– ¿Sobre todo si el de uno mismo no es muy intenso?

Él se inclinó hacia adelante y habló con suavidad:

– No creo que tengamos derecho a suponer eso. Es posible que los sentimientos de Barbara no sean intensos, pero Paul era su marido. Ella se preocupaba por él, probablemente más de lo que usted y yo podamos comprender. Se trata de un acontecimiento espantoso para ella, para todos nosotros. Veamos, ¿hemos de hablar de esto ahora? Tanto usted como yo estamos bajo una fuerte impresión.

– Hemos de hablar y no hay mucho tiempo. El comandante Adam Dalgliesh vendrá a verme tan pronto como hayan terminado con lo que estén haciendo en la iglesia. Es de suponer que deseará hablar también con Barbara. Con el tiempo, probablemente antes de lo que quepa suponer, también acudirán a usted. Yo he de saber lo que usted se dispone a decirles.

– ¿No es ese Adam Dalgliesh una especie de poeta? ¡Extraña afición para un policía!

– Si es tan buen detective como poeta, es un hombre peligroso. No subestime a la policía por lo que lea en los periódicos.

Él repuso:

– No subestimo a la policía, pero no tengo motivo para temerla. Sé que combinan un entusiasmo machista por la violencia selectiva con una rígida adhesión a la moralidad de la clase media, pero no creo que usted pueda sugerir seriamente que sospechen que yo le corté la garganta a Paul por el hecho de acostarme con su esposa. Es posible que estén alejados de la realidad social, pero, con toda seguridad, no pueden estarlo tanto.

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