P. James - Sabor a muerte
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– Creo que ella confía en ti. Ha sido una suerte que estuvierais juntos los dos cuando habéis encontrado los cadáveres. Para ella, debe de haber sido espantoso.
– Le ha dado un soponcio. No puede soportar ver la sangre, ¿comprende? Por eso no tiene televisión en color. Dice que no puede pagárselo, pero eso es una tontería. Al fin y al cabo, siempre está comprando flores para BVM.
– ¿BVM? -repitió Dalgliesh, mientras su mente buscaba una marca de coche desconocida.
– Esa estatua en la iglesia. Esa señora vestida de azul, con cirios delante. La llaman BVM. Ella siempre está poniendo flores allí, y encendiendo velas. Valen diez peniques cada una. Cinco peniques las pequeñas.
Sus ojos se desviaron como si se encontrara en un terreno peligroso y se apresuró a añadir:
– Creo que no quiere tener televisión en color porque no le gusta el color de la sangre.
Dalgliesh contestó:
– Creo que, probablemente, tienes razón. Nos has sido muy útil, Darren. ¿Verdad que estás seguro de que ninguno de los dos ha entrado en ese cuarto?
– No, ya lo he dicho. Siempre he estado detrás de ella.
Sin embargo, aquella pregunta no le había resultado grata y por primera vez pareció como si le abandonara una parte de su desparpajo. Se arrellanó en su asiento y, con una expresión enfurruñada, miró a través del parabrisas.
Dalgliesh regresó a la iglesia y buscó a Massingham.
– Quiero que acompañe a Darren a su casa. Tengo la sensación de que nos oculta algo. Tal vez no sea importante, pero será útil que se encuentre usted allí cuando él hable con sus padres. Usted ha tenido hermanos, y conoce a estos niños pequeños.
– ¿Quiere que vaya ahora, señor? -preguntó Massingham.
– Desde luego.
Dalgliesh sabía que esta orden no era grata. Massingham odiaba tener que abandonar el escenario de un crimen, aunque fuese temporalmente, mientras la víctima siguiera en él, y esta vez se alejaría todavía de peor gana porque Kate Miskin, que había regresado ya de Campden Hill Square, iba a quedarse allí. Pero si había de marcharse, lo haría solo. Ordenó al chófer que abandonara el coche, con una sequedad poco usual en él, y partió a una velocidad que sugería que Darren iba a disfrutar de un viaje especialmente emocionante.
Dalgliesh atravesó la puerta de la reja para adentrarse en la iglesia, pero se volvió para cerrarla suavemente tras de sí. A pesar de sus precauciones, el metal resonó intensamente en el silencio reinante y suscitó ecos a su alrededor, mientras caminaba ya por la nave. Detrás de él, fuera del alcance de su vista pero siempre presente en su mente, estaba todo el aparato propio de su oficio: luces, cámaras, equipos, y un silencio truncado por voces susurrantes y tranquilas en presencia de la muerte. Sin embargo, ahí, protegido por elegantes rejas de hierro forjado, había otro mundo todavía no contaminado. El aroma del incienso se intensificó y vio ante sí un resplandor dorado, allí donde el reluciente mosaico del ábside dominaba la atmósfera y la gran figura de un Cristo Glorioso, con sus manos perforadas extendidas, contemplaba toda la nave con ojos cavernosos. Se habían encendido otras dos luces en el templo, pero la iglesia todavía seguía oscurecida, comparada con el duro fulgor de los arcos voltaicos instalados en el escenario, y necesitó todo un minuto para localizar al padre Barnes, una silueta oscura en el extremo de la primera hilera de sillas bajo el púlpito. Avanzó hacia él, oyendo sus propias pisadas sobre el suelo de mosaico, y preguntándose si al sacerdote le parecerían tan impresionantes como se lo parecían a él.
El padre Barnes estaba sentado muy erguido, con los ojos fijos en la resplandeciente curva del ábside, su cuerpo tenso y contraído, como el de un paciente que esperase sentir dolor y se dispusiera a resistirlo. No volvió la cabeza al aproximarse Dalgliesh. Evidentemente, acababan de convocarle. Iba sin afeitar y las manos, rígidamente unidas sobre su regazo, parecían sucias, como si se hubiera acostado sin lavárselas. La sotana, cuyo largo y negro perfil realzaba todavía más su magro cuerpo, era vieja y estaba llena de manchas de lo que parecía ser alguna salsa. Una de ellas parecía haber sido limpiada sin grandes resultados. Sus zapatos negros carecían de lustre y el cuero se resquebrajaba en los lados, mientras que la parte delantera tenía una tonalidad grisácea. Despedía un olor, en parte rancio y en parte desagradablemente dulzón, a ropas viejas e incienso, mezclado con un tufo de sudor acumulado, un olor que era una penosa amalgama de fracaso y temor. Cuando Dalgliesh descansó sus largas piernas al ocupar una silla contigua y apoyó un brazo en el respaldo, le pareció como si su cuerpo acompañara y, con su tranquila presencia, aliviara discretamente un cúmulo de miedo y tensión en su vecino, tan intenso que casi resultaba palpable. Sintió un repentino remordimiento. Desde luego, aquel hombre se había presentado en ayunas para la primera misa del día. Debía de estar anhelando café caliente y algún alimento. En otras circunstancias, alguien hubiera estado preparando té allí cerca, pero Dalgliesh no tenía la menor intención de utilizar la cocina, ni siquiera para poner una tetera a hervir, hasta que el especialista hubiera realizado su tarea.
– No le entretendré mucho tiempo, padre -dijo-. Se trata tan sólo de unas pocas preguntas y después le acompañaremos a la vicaría. Todo esto debe de haber sido un golpe muy duro para usted.
El padre Barnes seguía sin mirarle, pero contestó en voz baja:
– ¿Un golpe? Sí, ha sido un golpe. Nunca hubiera debido permitirle tener la llave. En realidad, no sé por qué lo hice. No es fácil explicarlo.
Su voz resultaba inesperada. Era una voz baja, un tanto ronca y con indicios de una energía mayor de lo que pudiera sugerir aquel cuerpo tan frágil; no era una voz educada, sino una voz en la que la educación había impuesto una disciplina que no había borrado del todo el acento provinciano, probablemente de East Anglia, de la infancia. Finalmente se volvió hacia Dalgliesh y dijo:
– Dirán que yo soy el responsable. No hubiera debido permitir que tuviese la llave. Soy culpable de ello.
Dalgliesh repuso:
– No es usted responsable de ello. Usted lo sabe perfectamente y también lo saben ellos.
Aquellos «ellos», ubicuos, atemorizadores y capaces de juzgar. Pensó, aunque no lo dijera, que un asesinato representaba una intensa emoción para aquellos que no tenían que llevar luto por nadie y ni siquiera se veían implicados directamente, y que en general la gente solía mostrarse indulgente con aquellos que facilitaban esta nueva emoción. El padre Barnes quedaría sorprendido -agradablemente o tal vez no- por el número de asistentes a su misa el domingo siguiente.
– ¿Podemos empezar desde el principio? -dijo-. ¿Cuándo vio por primera vez a sir Paul Berowne?
– El lunes pasado, hace poco más de una semana. Vino a la vicaría a eso de las dos y media, y preguntó si podía visitar la iglesia. Había venido primero aquí y había descubierto que no podía entrar. Nos gustaría tener la iglesia abierta en todo momento, pero ya sabe usted lo que ocurre hoy. Hay toda clase de vándalos, personas que tratan de abrir la caja de las limosnas, que roban los cirios. En el pórtico norte hay una nota en la que se dice que la llave se encuentra en la vicaría.
– ¿Supongo que no dijo qué estaba haciendo en Paddington?
– Sí, en realidad lo dijo. Dijo que un viejo amigo suyo se encontraba en el Hospital Saint Mary, y que deseaba visitarlo. Sin embargo, el paciente estaba sometido a un tratamiento y no se admitían visitantes, por lo que disponía de una hora libre Dijo que siempre había deseado visitar la iglesia de Saint Matthew.
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