P. James - Sabor a muerte
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– Pudo haberle despertado la sed, cosa que tal vez le llevó a la cocina en busca de un trago de agua, y de esta manera presenció el crimen. Parecía como si aquel tazón de porcelana fuese el suyo. El padre Barnes sabrá si pertenece a la iglesia, y, con un poco de suerte, tal vez haya huellas en él. También cabe que fuese al retrete, pero dudo que desde allí hubiera podido oír algo.
Y, pensó por su parte Dalgliesh, era improbable que después del retrete hubiera ido a la cocina para lavarse las manos. Probablemente, Massingham tenía razón. Harry se había instalado para pasar la noche allí y, en un momento dado, necesitó tomar unos sorbos de agua. A no ser por aquella sed fatal, todavía podría estar durmiendo apaciblemente.
En el pasillo, Ferris seguía caminando suavemente sobre las puntas de los pies, como el corredor que se prepara para emprender una carrera.
Massingham dijo:
– El secante, esa taza de loza esmaltada, la servilleta de té y el dietario son cosas que tienen todas ellas su importancia, y hay también, en la reja de la chimenea, lo que parece una cerilla encendida recientemente. Necesitamos todo eso. Pero necesitamos también todo lo que se encuentre en la chimenea y en los recodos de las tuberías del fregadero. Lo más probable es que el asesino se lavara en la cocina.
En realidad, nada de esto necesitaba ser expuesto, y menos para Charlie Ferris. Éste era el hombre más experto de la policía metropolitana, y el que Dalgliesh siempre esperaba que estuviera disponible cuando empezaba un caso nuevo. Era inevitable, dado su apellido, que se le apodara «Ferret» [1], aunque rara vez cuando la palabra podía llegar a sus oídos. Era bajito, con los cabellos de un color pajizo, facciones pronunciadas y un sentido del olfato tan bien desarrollado que, según se rumoreaba, había olfateado un suicidio en el bosque de Eppin, antes incluso de que los animales predadores llegaran al lugar del hecho. En sus momentos libres, cantaba en uno de los coros de aficionados más famosos de Londres. Dalgliesh, que le había oído cantar en un concierto organizado por la policía, nunca dejaba de sorprenderse ante la realidad de que un pecho tan estrecho y una estructura física tan frágil pudieran producir una voz de bajo tan profunda. El hombre era un fanático en su tarea e incluso se había procurado la indumentaria más apropiada para sus investigaciones: unos pantalones cortos blancos con una camiseta, un gorro de natación en tela plástica, perfectamente ajustado para impedir que los cabellos pudieran interferir en su búsqueda, guantes de goma tan finos como los de un cirujano, y zapatillas de baño, también de goma, en sus pies desnudos. Su dogma era el de que ningún asesino abandonaba nunca el escenario de un crimen sin dejar detrás de él alguna prueba de su delito. Y si la había, Ferris la encontraba.
Se oyeron voces en el pasillo. Habían llegado el fotógrafo y los expertos en huellas. Dalgliesh oyó la retumbante voz de George Matthew que maldecía el tráfico de la carretera de Harrow, y también la respuesta, más apacible, del sargento Robins. Alguien se rió. No se mostraban insensibles ni particularmente cínicos, pero tampoco eran sepultureros a los que se exigiera una reverencia profesional frente a la muerte. El biólogo forense todavía no había llegado. Algunos de los científicos más distinguidos del Laboratorio Metropolitano eran mujeres, y Dalgliesh, que se reconocía una sensibilidad anticuada que de ningún modo les hubiera confesado, siempre se alegraba cuando resultaba posible retirar los cadáveres más horripilantes antes de que ellas llegaran para investigar y fotografiar las manchas de sangre, y analizar la colección de muestras obtenidas. Puso en manos de Massingham la tarea de saludar a los recién llegados y comunicarles los detalles. Había llegado el momento de hablar con el padre Barnes, pero primero deseaba cambiar unas palabras con Darren antes de que se lo llevaran a su casa.
VI
Dijo el sargento Robins:
– Se ha marchado ya, señor, pero ese diablillo nos ha estado tomando el pelo. No conseguimos arrancarle la dirección de su casa, y cuando finalmente nos dio una, era falsa, ya que se trataba de una calle que no existe. Nos hizo perder miserablemente el tiempo. Creo que ahora nos dice la verdad, pero para conseguirlo tuve que amenazarlo con el Departamento de Menores, la Asistencia Social y Dios sabe cuántas cosas, antes de que hablase. E incluso entonces, trató de burlarnos y evadirse. Tuve la suerte de poder alcanzarlo.
La señorita Wharton había sido conducida ya a Crowhurst Gardens por una agente de la policía, sin duda para verse rodeada allí por un ambiente de conmiseración y reconfortada con una taza de té. Había realizado meritorios esfuerzos para recuperar su integridad, pero, a pesar de todo, se mostró confusa acerca de la secuencia exacta de los acontecimientos antes de llegar a la iglesia y hasta el momento en que había abierto la puerta de la sacristía pequeña. Lo importante para la policía era si ella o Darren habían entrado en aquella habitación, lo que suponía el riesgo de que el escenario hubiese sido alterado. Ambos aseguraron que no había sido así. Aparte de esto, poco era lo que pudiera decir la buena mujer, por lo que Dalgliesh había escuchado brevemente su historia y había permitido que se marchara.
Sin embargo, no dejaba de resultar irritante que Darren se encontrase todavía allí. Si era necesario proceder a un nuevo interrogatorio, lo correcto era que el niño estuviera en su casa y con sus padres presentes. Dalgliesh sabía que la aparente indiferencia en la expresión del niño no garantizaba que aquel horror no le hubiese afectado. No siempre era un trauma evidente lo que más trastornaba a un niño, y no dejaba de ser curioso que éste se mostrara tan poco dispuesto a permitir que se le devolviera a su casa. Normalmente, un trayecto en coche, aunque fuera un coche de la policía, tenía su emoción para un niño, sobre todo en unos momentos en que empezaba a reunirse cierto gentío capaz de atestiguar su notorio papel en el asunto, un gentío atraído por los metros de cinta blanca que sellaban toda la parte sur de la iglesia, por los coches policiales y por el inconfundible furgón mortuorio, negro y siniestro, aparcado entre el muro de la iglesia y el canal. Dalgliesh se encaminó hacia el coche de la policía y abrió la puerta; después dijo:
– Soy el comandante Dalgliesh. Y es hora de que regreses a casa, Darren. Tu madre estará preocupada.
Y, seguramente, el niño debería estar en la escuela. El curso debía de haber empezado ya. Pero eso, gracias a Dios, era un problema que no le incumbía a él.
Darren, pequeño y con un aspecto extremadamente desaliñado, se había acomodado en la parte izquierda del asiento delantero. Era un niño de aspecto extraño, con una carita de mono, pálida bajo un sembrado de pecas, con nariz chata y ojos vivarachos detrás de unas pestañas rizadas y casi incoloras. Era evidente que él y el sargento Robins se habían estado midiendo su mutua paciencia casi más allá de todo límite, pero se animó al ver a Dalgliesh y preguntó con una infantil beligerancia:
– ¿Es usted el jefe aquí?
Un tanto desconcertado, Dalgliesh contestó con cautela.
– Más o menos, así es.
Darren miró a su alrededor con ojos brillantes y suspicaces, y después manifestó:
– Ella no ha sido. Quiero decir la señorita Wharton. Ella es inocente.
Muy serio, Dalgliesh repuso:
– No, no creemos que haya sido ella. Como tú sabes, se necesitó más fuerza de la que pudieran tener una señora de cierta edad y un niño. Tú y ella estáis fuera de toda sospecha.
– Vale, entonces todo va bien.
Dalgliesh le preguntó:
– ¿Te cae bien?
– Es una buena mujer. Pero necesita que se ocupen de ella. Es bastante boba. No sabe valerse por sí misma. De todas maneras, yo me ocupo de ella.
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