P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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– Pudo haberla utilizado para quemar el dietario. Pero, en ese caso, ¿dónde está la caja? Eche un vistazo a los bolsillos de la americana, John.

Massingham se dirigió hacia la americana de Berowne, colgada de un gancho detrás de la puerta, y palpó los dos bolsillos exteriores y uno interior.

– Una cartera, señor, una estilográfica Parker y unas llaves con su llavero -dijo-. No hay encendedor ni cerillas.

Y tampoco las había en la habitación, al menos a la vista.

Con una excitación que iba en aumento pero que ninguno de los dos mostraba, se trasladaron a la mesa y examinaron atentamente el secante. También aquello debía de haber estado allí durante años. El rosado papel secante, ya desgastado en sus bordes, estaba marcado por una maraña de diferentes tintas y con borrones ya difuminados. Ello no era sorprendente, pensó Dalgliesh, ya que hoy en día eran mayoría los que utilizaban bolígrafos en vez de tinta. Sin embargo, al examinarlo con mayor atención, pudo ver que alguien había estado escribiendo recientemente con una pluma estilográfica. Sobre las señales más antiguas había trazos más recientes, una serie de líneas interrumpidas y semicurvas, en tinta negra, que cubrían una longitud de unos doce centímetros en el papel secante. Su carácter reciente era obvio. Se acercó a la chaqueta de Berowne y sacó la pluma estilográfica. Era un modelo estilizado y elegante, uno de los más recientes, y vio que estaba cargada con tinta negra. El laboratorio podría identificar la tinta, aunque las letras no pudieran ser descifradas. Sin embargo, si Berowne había estado escribiendo y había secado el papel en el escritorio, ¿dónde estaba ahora ese papel? ¿Se habría deshecho de él, lo habría roto, lo habría arrojado al retrete, o tal vez quemado entre los restos de las páginas del dietario? ¿O tal vez lo había encontrado otra persona, que acaso hubiera venido incluso con el único propósito de encontrarlo, y que después lo había destruido o se lo había llevado consigo?

Finalmente, él y Massingham atravesaron la puerta abierta, a la derecha de la chimenea, procurando no rozar el cadáver de Harry, y exploraron la cocina. Había un fogón de gas, relativamente moderno, montado sobre un fregadero de porcelana profundo y cuadrado, muy manchado, y con una servilleta de té, limpia pero arrugada, colgada de un gancho junto a él. Dalgliesh se quitó los guantes y tocó la servilleta. Estaba ligeramente húmeda, pero lo estaba toda ella, como si la hubieran empapado en agua, escurrido después y dejado que se secara durante la noche. La entregó a Massingham, que se quitó a su vez los guantes y la tocó. Dijo:

– Aunque el asesino estuviera desnudo, o semidesnudo, necesitó lavarse las manos y los brazos. Tal vez utilizó esto. La toalla de Berowne es, presumiblemente, la colgada en la silla, y me parece totalmente seca.

Salió para comprobarlo, mientras Dalgliesh proseguía su exploración. A la derecha había una alacena con la superficie de formica, llena de manchas de té, y sobre la cual se encontraban una tetera de gran tamaño, otra más pequeña y más moderna, y dos latas de té. Había también una taza de porcelana desportillada, con su interior manchado hasta el punto de parecer negro, y que olía a alcohol. Al abrir la alacena, vio que contenía una serie de tazas y platos de loza, ninguno de los cuales hacía juego, y dos servilletas de té limpias y dobladas, ambas secas; en el estante inferior encontró un surtido de jarrones para flores, así como un maltrecho cesto de mimbre que contenía trapos para el polvo y botes de productos de limpieza para metales y muebles. Al parecer, era allí donde la señorita Wharton y sus ayudantes arreglaban las flores, lavaban sus trapos y se reconfortaban con un té.

Unida a la tubería del fogón de gas por una cadenilla de latón había una caja de cerillas con un soporte metálico, similar a la encadenada al candelabro, y el soporte tenía una bisagra en la parte superior para permitir la inserción de una nueva caja. Había visto un dispositivo similar, con cadena, en el despacho parroquial de la iglesia de su padre en Norfolk, pero desde entonces no recordaba haber encontrado otro. Su uso era complicado y la superficie para raspar la cerilla apenas resultaba adecuada. Era difícil creer que las cajas hubieran sido extraídas y después colocadas de nuevo y todavía más difícil pensar que una cerilla de una de aquellas cajas encadenadas hubiera sido encendida y seguidamente trasladada, sin que se apagara, hasta la sacristía pequeña, para utilizarla en la incineración del dietario.

Massingham volvía a estar detrás de él y dijo:

– La toalla del otro cuarto está perfectamente seca y apenas sucia. Parece como si Berowne se hubiera lavado las manos al llegar y esto es todo. Es extraño que no la dejara aquí, excepto que no veo nada adecuado para colgarla. Sin embargo, todavía es más extraño que el asesino, suponiendo que hubiera un asesino, no la emplease para secarse, en vez de usar aquella servilleta pequeña.

Dalgliesh repuso:

– Tal vez no pensó en llevarla consigo a la cocina. Y si no lo hizo, difícilmente podía volver para buscarla. Demasiada sangre, demasiado riesgo de dejar una pista. Era mejor utilizar lo que encontrase más a mano.

Era evidente que la cocina era la única habitación con agua y un fregadero; lavarse las manos, así como lavarse en general, debía de hacerse allí, cuando se hacía. Sobre el fregadero había un espejo formado por piezas de cristal fijadas a la pared, y debajo de él un sencillo estante de vidrio. Sobre él, había una bolsa de goma espuma, con la cremallera abierta, que contenía un cepillo de dientes y un tubo de pasta, una toallita seca para la cara y una pastilla de jabón ya usada. Debajo, apareció un hallazgo más interesante: un estrecho estuche de cuero con las iniciales PSB grabadas en oro mate. Con las manos enguantadas, Dalgliesh levantó la tapa y encontró lo que ya esperaba: la gemela de la navaja asesina que se encontraba tan incriminadoramente cercana a la mano derecha de Berowne. En el forro de satén de la tapa había un adhesivo con el nombre del fabricante impreso con un tipo de letra anticuado, P. J. Bellingham, y su dirección en Jermyn Street. Bellingham, el barbero más caro y prestigioso de Londres, y todavía el suministrador de navajas a aquellos clientes que nunca se habían acomodado a los hábitos del siglo XX en cuestión de afeitado.

No había nada de aparente interés en el retrete y se dirigieron hacia la sacristía. Era obvio que allí era donde Harry Mack se había acomodado para pasar la noche. Lo que parecía una vieja manta del ejército, deshilachada en los bordes y más que mugrienta, había sido extendida de cualquier manera en una esquina, y su tufillo se mezclaba con el olor del incienso, produciendo una amalgama incongruente de piedad y pobreza. Junto a ella había una botella, un trozo de cuerda sucia y una hoja de periódico sobre la que se encontraba una rebanada de pan moreno, el corazón de una manzana y unas cuantas migas de queso. Massingham las recogió, las frotó entre sus palmas y sus pulgares, y las olió. Después, anunció:

– Roquefort, señor. No creo que Harry se procurase esta clase de queso.

No había señales de que Berowne hubiera comenzado su cena -esto podría servir de ayuda para decidir la hora aproximada de la muerte-, pero, al parecer, o bien había inducido a Harry a entrar en la iglesia con la promesa de darle de comer, o, lo que era más probable, había contribuido a satisfacer una necesidad obvia e inmediata, antes de disponerse a consumir su parte de aquella cena.

La sacristía le resultaba tan familiar, a partir de sus recuerdos de infancia, que Dalgliesh hubiera podido echarle un rápido vistazo, cerrar los ojos y enunciar en voz alta un inventario de objetos eclesiales: los paquetes de incienso en el estante superior del armario; el incensario y el receptáculo del incienso; el crucifijo y, detrás de la rajada cortina de sarga roja, las casullas bordadas y los roquetes cortos y almidonados de los niños del coro. Pero ahora su mente estaba fija en Harry Mack. ¿Qué le había despertado en su sopor de borrachera: un grito, el fragor de una pelea, el ruido de un cuerpo que se desplomaba? Sin embargo, ¿pudo haberlo oído desde esa habitación? Como si se hiciera eco de sus pensamientos, Massingham dijo:

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