Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Dora Bauer dejó de hablar. Mejor, porque cada vez que abría la boca, me recordaba lo estúpido que había sido. Cogí el vaso de lavarse los dientes, lo fregué, me serví una dosis generosa de Korn y me senté en la taza del retrete. Con un trago y un cigarrillo, siempre se ve todo un poco mejor.

«Te has metido en un aprieto, Gunther -me dije-. Dentro de poco, entrará por esa puerta un hombre con una pistola y te matará aquí mismo o intentará sacarte del hotel y matarte en otra parte. También puede intentar darte un golpe en la cabeza, matarte después con el pincho ése y sacarte de aquí en una cesta de lavandería. Hace ya un tiempo que se aloja en el hotel, seguro que sabe dónde está todo.

»O, sencillamente, podría tirar tu cadáver por el hueco del ascensor. Ahí tardarían un tiempo en encontrarte. O puede que sólo llame a sus amigos de Potsdam y les pida que vengan a detenerte. Seguro que nadie pone objeciones. Últimamente, en Berlín, cada vez que detienen a alguien, todo el mundo desvía la mirada. Nadie quiere meterse en el asunto, nadie quiere ver nada.

»Aunque lo cierto es que no pueden arriesgarse a que hables delante de todo el mundo, cuando pretendan llevarte en volandas hasta la puerta. A Von Helldorf no le gustaría nada, ni a nuestro honorable presidente de la Oficina de Deportes, Von Tschammer und Osten.»

Bebí un poco más de Korn. No me alivió nada, pero me dio una idea. No muy brillante, aunque lo cierto es que tampoco era yo un gran detective. Eso estaba ya muy claro.

31

Pasaron un par de horas… y un par de tragos más. ¿Qué otra cosa podía hacer? Oí el ruido de la llave en mi cerradura y me levanté. Se abrió la puerta, pero en vez de ver a Max Reles me encontré cara a cara con Gerhard Krempel, diferencia que echó por tierra la idea que me había hecho. Krempel no era muy espabilado y yo no sabía qué decir para salir del aprieto, si era a él a quien tenía que convencer. Llevaba un 32 en una mano y un cojín en la otra.

– Ya veo que ha estado divirtiéndose -dijo.

– Tengo que hablar con el señor Reles.

– Lástima, porque no está aquí.

– Tengo un trato que proponerle y seguro que lo quiere oír, se lo garantizo.

Krempel sonrió macabramente.

– ¿De qué se trata?

– No quiero estropearle la sorpresa. Digamos, sencillamente, que tiene que ver con la policía.

– Sí, pero, ¿qué policía? ¿El policía insignificante que era usted, Gunther, o los que conoce mi jefe y saben hacer desaparecer los problemas? Ha tirado tres cartas y ahora quiere subir la apuesta. A eso lo llamo yo un farol. No me importa lo que tenga usted que decir, pero escúcheme a mí. Hay dos formas de salir de este cuarto de baño: muerto o completamente borracho. Lo que prefiera. Cualquiera de ellas es un inconveniente para mí, pero una tal vez no lo sea tanto para usted. Sobre todo teniendo en cuenta que ha sido previsor y se ha traído una botella y, por lo que veo, se me ha adelantado un poco.

– ¿Y después?

– Eso depende de Reles, pero no le dejaré salir de este hotel a menos que esté incapacitado por el motivo que sea. Si está borracho, puede pegarse un tiro en la boca o lo que quiera, porque nadie va a prestar mucha atención a un don nadie como usted. Ni siquiera aquí. Es más, aquí, menos que en cualquier otra parte. En el Adlon no nos gustan los borrachos. Asustan a las señoras. Si nos encontramos con cualquiera que lo conozca, diremos que no es usted más que un ex poli que no sabe soltar la botella. Igual que el otro beodo que trabajaba aquí, Fritz Muller.

Krempel se encogió de hombros.

– De todos modos, podría pegarle un tiro aquí y ahora, sabueso. Si envuelvo este pequeño 32 en este cojín, el ruido no parecerá más que el petardeo de un coche. Después tiro su cadáver por la ventana. Eso tampoco hace mucho ruido, no hay más que un piso, hasta la calle. Con la que está cayendo, antes de que alguien lo descubra en la oscuridad, ya lo habré metido en los asientos traseros del coche con destino al río.

Hablaba con calma y aplomo, como si matarme no fuera a producirle ninguna noche de insomnio. Envolvió el revólver en el cojín, con toda intención.

– Mejor bébaselo todo -dijo-. Ya no tengo más que decir.

Llené el vaso y me lo bebí de un trago.

Krempel sacudió la cabeza.

– Olvidemos que estamos en el Adlon, ¿de acuerdo? Beba a morro, si no le importa. No tengo toda la noche.

– ¿No quiere beber conmigo?

Dio un paso adelante y me sacudió un bofetón. No fue con intención de hacerme caer, sólo de pararme las cuerdas vocales.

– Corte el rollo y beba.

Me puse la botella de piedra en la boca y bebí a caño como si fuese agua. Una parte quiso volver a salir, pero apreté los dientes y no la dejé. No parecía que Krempel tuviera paciencia suficiente para esperar a que vomitase. Me senté en el borde de la bañera, respiré hondo y bebí otro poco. Después, un poco más. Cuando levanté la botella por tercera vez, se me cayó el sombrero a la bañera, aunque bien habría podido ser la cabeza. Rodó hasta debajo del grifo, que goteaba, y se quedó sobre la coronilla, como un gran escarabajo marrón panza arriba. Me agaché a recogerlo, calculé mal la profundidad de la bañera y me caí dentro, pero sin derramar una gota de schnapps. Creo que, si la hubiese roto, Krempel me habría disparado allí mismo. Le di otro trago sólo por demostrarle que todavía quedaba mucho, cogí el sombrero y me lo aplasté otra vez en la cabeza, que ya me daba vueltas.

Krempel me miraba con menos cariño que a una esponja seca de lufa; se sentó en la tapa del retrete. Tenía los ojos como dos rendijas hinchadas, como si se los hubiera picado una serpiente. Encendió un cigarrillo, cruzó sus largas piernas y soltó un largo suspiro con sabor a tabaco.

Pasaron unos minutos, ociosos para él, pero cada vez más peligrosos y tóxicos para mí. La priva me estaba debilitando con mano de hierro.

– Gerhard, ¿le gustaría hacerse con una fortuna? Una verdadera fortuna, quiero decir. Miles de marcos.

– Conque miles, ¿eh? -Soltó una risa burlona que le retorció el cuerpo-. Y me lo dice usted, Gunther. Un hombre con las suelas agujereadas que va a casa en autobús, cuando puede pagárselo.

– En eso le doy la razón, amigo mío.

Con la espalda en el fondo de la honda bañera y las Salamander en el aire, creí ser Bobby Leach navegando por el Niágara en un barril. Cada dos por tres, tenía la sensación de que el estómago se me quedaba atrás, debajo de mí. Tenía la cara llena de sudor, abrí el grifo y me eché un poco de agua.

– Sin embargo, hay mucha pasta ahí mismo al alcance de cualquiera, amigo mío. Mucha pasta. Detrás de usted hay una loseta atornillada a la cisterna del retrete. Si la desmonta, verá una bolsa escondida. Con billetes. De varias monedas distintas. Una metralleta Thompson y oro suizo suficiente para montar una tienda de chocolate.

– Todavía falta mucho para Navidad -dijo Krempel. Chasqueó la lengua con fuerza-. Además, no he dejado una bota en la chimenea.

– El año pasado, a mí me echaron carbón en la mía. Pero está ahí, de verdad. La pasta, quiero decir. Me imagino que la ha escondido Reles, porque, claro, una Thompson no se puede guardar en la caja fuerte del hotel. Ni siquiera en éste.

– No me haga obligarlo a dejar de beber -gruñó Krempel; se inclinó hacia adelante y me dio unos golpecitos en la suela del zapato, el del agujero, con el cañón de la pistola.

Me llené la boca con el aborrecible líquido, tragué con esfuerzo y solté un eructo profundo y nauseabundo.

– La encontré. Cuando registré esta habitación. Hace un rato.

– ¿Y la dejó ahí, sin más?

– Soy muchas cosas, Gerhard, pero no un ladrón. Es la ventaja que tengo. Nuestro querido Max tiene un destornillador por ahí, en alguna parte. Para desmontar la cubierta. Estoy seguro. Hace un ratito lo estuve buscando, para recibirlo a usted con la bolsa cuando apareciese con la Princips en la mano. No es nada personal, entiéndame, pero a una Thompson se la saluda con un golpe de tacones y el brazo en alto en todos los idiomas.

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