Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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– ¿Por dinero?

– No. Le mandan con cuentagotas objetos de arte oriental que formaban parte de la colección que un viejo judío había donado al Museo Etnológico de Berlín.

Asentí con agradecimiento.

– Como ya le he dicho, capitán, ha trabajado usted mucho. Es impresionante la cantidad de información que ha reunido. Francamente, creo que al subcomisario también le impresionará mucho. Con su talento, puede que tenga usted que pensar en una carrera policial de verdad. En la KRIPO.

– ¿La KRIPO? -Weinberger sacudió la cabeza-. No, gracias -dijo-. La policía del futuro es la Gestapo. Tal como lo veo yo, a la larga, la Gestapo y las SS absorberán la KRIPO. No, no, le agradezco el cumplido, pero, desde el punto de vista de mi carrera, tengo que seguir en la Gestapo, y preferiblemente en Berlín, claro está.

– Claro.

– Dígame, Herr Gunther, no le parecerá que queremos enmendar la plana a los de la capital, ¿verdad? Quiero decir, ese Reles puede ser judío y gangster, pero tiene amigos muy importantes en Berlín.

– Ya he hablado con Frau Rubusch sobre la exhumación del cadáver de su marido, con lo cual demostraremos que fue un homicidio. Creo que hasta incluso podré hacerme con el arma del delito. A Reles, como a muchos Amis, le gusta tomar el alcohol con hielo. En el aparador de su habitación del hotel hay un picahielo que da miedo. Por si fuera poco, además es judío, como ha dicho usted. Me gustaría saber lo que opinan de eso sus importantes amigos del Partido. No me gusta mucho esta partida de dómino, pero es posible que, al final, no haya otra forma de pillar a ese cabrón. A Liebermann von Sonnenberg lo nombró Hermann Goering personalmente. Puede que tengamos que presentarle a él todos los hechos principales. Puesto que Goering no está en el Comité Olímpico, no me imagino que quiera pasar por alto la corrupción entre los miembros del comité, aunque lo quieran otros.

– Más vale que esté bien seguro de todas las pruebas antes de dar el paso. ¿Cómo dice el dicho? Quien da la cara, paga.

– Supongo que eso lo aprendió en la escuela preparatoria de la Gestapo. No, no voy a hacer nada hasta que tenga todas las pruebas. Sé nadar y guardar la ropa.

Weinberger asintió.

– Tengo que ir a ver a la viuda y necesito que me firme un permiso para exhumar el cadáver. Probablemente tendré que movilizar también a toda la KRIPO de Wurzburgo, tal como están las cosas, y a un magistrado. Todo eso llevará un tiempo; una semana al menos, tal vez más.

– Heinrich Rubusch dispone de todo el tiempo del mundo, pero debe resucitar de entre los muertos y empezar a hablar, si queremos que este caso llegue a alguna parte. Una cosa es hacer la vista gorda con un mafioso de la construcción y otra muy distinta dejar impune el homicidio de un prominente ciudadano alemán. Sobre todo, siendo debidamente ario. Es usted un poco pueblerino para mi gusto, Weinberger, pero lo convertiremos en un policía de primera categoría. En el Alex, cuando yo era policía, teníamos un dicho propio: el hueso no va al perro, sino el perro al hueso.

29

El tren de pasajeros tardó tres horas en llegar a Frankfurt. Íbamos parando prácticamente en todos los pueblos del valle del Main y, cuando no me entretenía mirando por la ventana, escribía una carta. La repetí de varias maneras distintas. Nunca había redactado algo así y no me alegraba de tener que hacerlo, pero era necesario y no sé cómo, pero logré convencerme de que era una forma de protegerme.

No debería haber pensado en otras mujeres, pero lo hice. En Frankfurt, seguí por el andén a una que tenía un tipo como un violoncelo Stradivarius, pero me llevé una buena decepción cuando se subió al compartimiento de mujeres y me dejó en un vagón de primera para fumadores, al lado de un tipo profesional que tenía una pipa como un saxofón tenor y de un jefe de las SA aficionado a unos puros de tamaño Zeppelin que olían peor que la locomotora. En las ocho horas que duró el trayecto hasta Berlín hicimos mucho humo… casi tanto como la propia Borsig de vapor.

Llovía a cántaros cuando finalmente llegamos a Berlín y, con un agujero que se me había hecho en la suela del zapato, tuve que esperar un taxi en la cola de la estación. La lluvia aporreaba el gran techo de cristal como varillas sujeta-alfombras y goteaba sobre los primeros de la cola. Los taxistas no veían la gran cantidad de agua que caía y, por tanto, siempre se paraban en el mismo sitio y el siguiente tenía que darse una ducha para poder subirse al coche, como en las películas del Gordo y el Flaco. Cuando me llegó el turno, me tapé la cabeza con el abrigo y me metí en el taxi; conseguí lavarme toda la manga de la camisa sin necesidad de ir a la lavandería, pero, al menos, acababa de empezar el invierno y todavía era pronto para la nieve. En Berlín, cada vez que nieva, se acuerda uno de que está al menos doscientos kilómetros más cerca de Moscú que de Madrid.

Las tiendas estaban cerradas. No tenía priva en casa y no quería ir a un bar. Me acordé de que en el escritorio del despacho había dejado media botella de Bismarck -la que había confiscado a Fritz Muller- y pedí al taxista que me llevase al Adlon. Tenía intención de tomar sólo lo necesario para entrar en reacción y, en caso de que Max Reles no anduviera por allí, armarme de valor e ir a probar mi habilidad mecanográfica en su Torpedo.

Había actividad en el hotel: una fiesta en el Salón Raphael; sin duda, los numerosos comensales estarían contemplando el panegírico de Tiépolo que decoraba el techo, aunque sólo fuera por recordar cómo es realmente un cielo azul sin nubes. Por la puerta de la sala de lectura salían suavemente nubecillas de espeso humo blanco de tabaco, como un edredón del lecho de Freyja en Asgard. Un borracho con frac y corbata blanca, apuntalado contra el mostrador de recepción, se quejaba en voz alta a Pieck, el subdirector, de que la pornografía de su habitación no funcionaba. Me llegaba su aliento desde la otra punta del vestíbulo, pero, cuando me disponía a ir a echar una mano, el hombre se cayó de espaldas como si le hubiesen serrado los tobillos. Tuvo la suerte de caerse encima de una alfombra más gruesa que su cabeza, la cual rebotó un poco y después se quedó quieta. Fue casi una representación perfecta de un combate que había visto en un noticiario, cuando una noche, en el Madcap de San Francisco, Maxie Baer tumbó a Frankie Campbell.

Pieck salió a toda prisa de detrás del mostrador, así como un par de botones y, con la confusión, pude coger la llave de la 114 y metérmela en el bolsillo antes de arrodillarme al lado del hombre inconsciente. Le tomé el pulso.

– Gracias al cielo que está usted aquí, Herr Gunther -dijo Pieck.

– ¿Dónde está Stahlecker -pregunté-, el tipo que tenía que sustituirme?

– Hace un rato se produjo un incidente en las cocinas. Dos hombres de la brigada empezaron a pelearse. El rotisseur quería acuchillar al chef repostero. Herr Stahlecker fue a separarlos.

En el Adlon, llamaban «la brigada» al personal de cocinas.

– Sobrevivirá -dije y solté el cuello del borracho-. Sólo se ha desmayado. Huele como la academia de schnapps de Oberkirch. Precisamente por eso, seguro que no se ha hecho daño al caer. Va tan cargado que no se enteraría de nada aunque le clavase una aguja. A ver, déjenme un poco de sitio; me lo llevo a su habitación a dormir la mona.

Lo agarré por la parte de atrás del cuello del abrigo y lo arrastré hasta el ascensor.

– ¿No le parece que debería subirlo en el de servicio? -objetó Pieck-. A lo mejor lo ve algún huésped.

– ¿Quiere llevarlo usted hasta allí?

– Pues… no. Creo que no.

Detrás de mí vino un botones con la llave de la habitación del cliente. A cambio, le di la carta que había escrito en el tren.

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