– ¿Y para las Olimpiadas?
– No, ese contrato no nos lo dieron, aunque ahora ya no importa. Es que vendo el negocio. A mis hijos no les interesa la cantera, están estudiando Derecho y yo sola no puedo hacerme cargo de la empresa. Otro empresario de aquí, de Wurzburgo, me ha hecho una buena oferta; voy a aceptarla y me convertiré en una viuda rica.
– Pero, ¿llegaron ustedes a hacer una oferta para el contrato olímpico?
– Naturalmente, por eso fue Heinrich a Berlín. Fue muchas veces, a decir verdad, a defender nuestra propuesta con Werner March, el arquitecto olímpico, y algunos otros representantes del Ministerio del Interior. La víspera de su muerte, me telefoneó desde el Adlon y me dijo que había perdido el contrato. Estaba muy alterado; tenía intención de aclarar el asunto con Walter March, me dijo, porque estaba muy interesado en nuestra piedra. Recuerdo que en ese momento le dije que tuviese cuidado con la presión arterial. Cuando se enfadaba por algo, se ponía muy colorado. Por tanto, cuando me dijeron que había muerto, naturalmente sospeché que sería por motivos de salud.
– ¿Sabe por qué podía tener Max Reles una propuesta de contrato de su empresa?
– ¿Es alguien del ministerio?
– Pues no; es un hombre de negocios estadounidense de origen alemán.
La mujer negó con un movimiento de cabeza.
Saqué la carta que había encontrado en la caja china y la desdoblé encima de la mesita auxiliar.
– Tenía sospechas de que Max Reles estaba sacando tajada de los contratos de los proveedores, una especie de cuota o comisión de servicios, pero, puesto que el contrato no fue para su esposo, no acabo de saber qué relación tendrían ni por qué le preocupaba a Max Reles que hiciese preguntas sobre su marido. No es que me pusiera a preguntar desde el principio, entiéndame, sólo a partir del momento en que una persona relacionó a Heinrich Rubusch con Isaac Deutsch, dando por supuesto que yo ya conocía esa relación -bostecé-, cuando en realidad no tenía ni idea. Lo siento, no entenderá usted nada de lo que le estoy contando. Creo que estoy cansado y, seguramente, un poco borracho.
Angelika Rubusch no me escuchaba y no es de extrañar. No sabía nada de Isaac Deutsch y probablemente no le importase. Yo estaba más incoherente que un equipo de fútbol ciego. Bernie Gunther daba tumbos en la oscuridad y patadas a un balón que ni siquiera existía. La mujer movía la cabeza sin parar, y ya me disponía a pedirle disculpas, cuando vi que estaba leyendo su documento de oferta.
– No lo entiendo -dijo.
– Pues ya somos dos. Hace rato que no entiendo nada. A mí, las cosas me pasan y ya está. No sé por qué. Menudo detective, ¿eh?
– ¿De dónde ha sacado esto?
– Lo tenía Max Reles. Al parecer, mete cuchara en muchos platos olímpicos. Encontré esa carta en un objeto que le pertenecía, una antigua caja china que se perdió durante unos días. Fue entonces cuando tuve la clara impresión de que Max Reles deseaba recuperarla verdaderamente.
– Creo que entiendo el motivo -dijo Angelika Rubusch-. Ésta no es la oferta que hicimos. El papel sí es nuestro, pero las cifras no son las mismas. Este precio es superior al que presupuestamos nosotros por la cantidad prevista de piedra caliza: el doble, aproximadamente. Ahora, al verlo, no me extraña que no nos dieran el contrato.
– ¿Está segura?
– Desde luego, la secretaria de mi marido era yo, por no arriesgarme a… bueno, ya sabe, pero ahora no tiene importancia. Toda la correspondencia de la empresa la escribía yo, incluido el original de la carta de nuestra oferta al Comité Olímpico, y le aseguro que esto no lo escribí yo. Hay faltas de ortografía. Para empezar, no se escribe «Wurzburgo», con «o».
– Ah, ¿no?
– Si eres de aquí, no, desde luego. Además, la letra «g» de esta máquina de escribir está un poco más alta que las demás. -Me enseñó la carta y señaló, con una uña bien cuidada, la «g» díscola-. ¿Lo ve?
La verdad es que se me nublaba la vista un poco, pero asentí de todos modos.
Alzó la carta a la luz.
– ¿Y sabe otra cosa? Este papel en realidad no es el nuestro; se le parece, pero la marca de agua es distinta.
– Ya veo -y sí lo veía, en realidad.
– Claro -dije-, seguro que Max Reles ha falsificado ofertas. Creo que la cosa funciona así: uno presenta su propio presupuesto y después hace lo necesario para que los de la competencia presenten unos precios absurdamente hinchados, o bien, ahuyenta a los competidores como sea. Si esta oferta es falsa, Max Reles anda tras la empresa que haya conseguido el contrato para el suministro de piedra. Seguramente fuese un presupuesto elevado, también, pero no tanto como el de su marido. Por cierto, ¿a quién se lo dieron?
– A Calizas del Jura Würzburg -dijo ella sin entusiasmo-. Es nuestro principal competidor y la empresa a la que voy a vender la mía.
– De acuerdo. Puede que Reles pidiese a Heinrich que subiera el precio, de modo que el gobierno hiciera la concesión a su competidor. Si su marido se avenía, cobraría una comisión e incluso quizá terminara por suministrar él la piedra del Jura, con la ventaja de que así cobraría dos veces.
– Aunque Heinrich me engañase como marido -dijo ella-, en los negocios no actuaba así.
– En tal caso, Max Reles debió de intentar apretarle las clavijas, pero no lo consiguió. O, sencillamente, falsificó la oferta de la empresa de su marido. E incluso las dos cosas. Sea como fuere, Heinrich lo descubrió y Max Reles se deshizo de él con rapidez y discreción, pero definitivamente. Ahora sí que encajan las cosas. La primera vez que vi a su marido fue en una cena que ofreció Reles a muchos hombres de negocios; tuvieron una discusión. Algunos invitados se marcharon enfurecidos. Quizá les pidiese que inflasen los presupuestos de alguna otra partida.
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Mañana por la mañana tengo una cita con la Gestapo de la ciudad. Al parecer, no soy el único que se interesa por Max Reles. Quizá me cuenten lo que saben o quizá se lo cuente yo y, así, es posible que entre todos encontremos la manera de seguir adelante. Pero me temo que se imponga la necesidad de otra autopsia. Es evidente que el forense de Berlín pasó algún detalle por alto. Es lo normal, en los tiempos que corren. El rigor de los forenses ya no es lo que era, como todo lo demás.
Se sube hasta una puerta vigilada por dos hombres de casco blanco, uniforme negro y guantes blancos. No estoy seguro del motivo de los guantes blancos. ¿Son para convencernos a los demás de la pureza de obras e intenciones de las SS? En tal caso, a mí no me convencen: son las milicias que se cargaron a Ernst Röhm y Dios sabrá a cuántos hombres más de las SA.
Al otro lado de una pesada puerta de madera y cristal se abren un vestíbulo con el suelo de piedra y unas escaleras de mármol. Cerca del mostrador hay una bandera nazi y un retrato de Adolf Hitler de cuerpo entero. Atiende el mostrador un hombre de uniforme negro, con la actitud de poca disposición a ayudar que tanto se ha generalizado en Alemania. Es la cara de la burocracia y la oficialidad totalitarias, una cara que no desea servir al público. No le importa si vives o mueres, no te considera un ciudadano, sino un objeto al que hay que procesar: o mandarlo arriba o echarlo a la calle. Es el vivo retrato del hombre que deja de comportarse como ser humano y se convierte en robot.
Obediencia ciega. Órdenes que cumplir sin pensarlo un momento. Eso es lo que quieren: prietas filas de autómatas con casco de acero, una tras otra.
Se comprueba mi cita en una lista pulcramente mecanografiada que se encuentra en el pulido mostrador. He llegado temprano. No debo llegar temprano ni tarde. Ahora tendré que esperar y el robot no sabe qué hacer con una persona que ha llegado temprano y tiene que esperar. Al lado del hueco del ascensor hay una silla de madera desocupada. Por lo general, ahí se sienta un guardia, me dicen, pero puedo ocuparla hasta la hora convenida.
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