– Tres, si incluyes el vino.
– Sería la primera vez.
– En Franconia hay buenos vinos -dijo Von Sonnenberg-; si te gustan dulces, claro.
– Hay agentes provinciales de la Gestapo -dije- que son cualquier cosa menos dulces.
– No he visto que sus homólogos de la gran ciudad ayuden a las ancianitas a cruzar la calle.
– Mira, Erich, siento darte más chucrut, pero una carta de presentación tuya o una simple llamada telefónica a ese hombre de la Gestapo lo pondría firme y no se movería aunque le apretase los huevos.
Von Sonnenberg sonrió.
– Será un placer. No hay nada que me guste más que recortar la cola a esos cachorritos de la Gestapo.
– Creo que se me daría bien ese trabajo.
– Puede que seas la primera persona que disfruta de una estancia en Wurzburgo.
– Es una posibilidad.
Leí la carta en el tren a Wurzburgo.
Hotel Adlon, Unter den Linden, 1
Berlín
Mi queridísimo Bernie:
No hay palabras que puedan expresar el dolor que siento por no poder despedirme de ti personalmente, pero los de la oficina del jefe de policía de Potsdam me han dicho que no te soltarán hasta que me vaya de Alemania.
Parece que esto será para siempre, me temo (al menos, mientras los nazis sigan en el poder), porque el Ministerio de Exteriores me ha comunicado que no volverán a darme el visado.
Por si fuera poco, un funcionario del Ministerio de Propaganda me ha advertido que si publico el artículo que pensaba escribir y pido al Comité Olímpico de mi país que boicotee las Olimpiadas alemanas, podrían mandarte a un campo de concentración; puesto que no quiero exponerte a semejante amenaza, respira tranquilo, mi querido Bernie, porque el artículo no se publicará.
Quizá pienses que para mí es una tragedia, pero, aunque lamento que me hayan prohibido la posibilidad de oponerme al demonio del nacionalsocialismo de la mejor manera que sé, la mayor tragedia, tal como yo entiendo esa palabra, es la absoluta imposibilidad de volver a verte en el futuro próximo… ¡Ni nunca, quizá!
De haber tenido más tiempo, te habría hablado de amor y tal vez también tú a mí. Con lo tentador que es para una escritora poner palabras en boca ajena, esta carta la escribo yo y debo limitarme a las mías propias, que son: Te quiero, lo sé. Si ahora parece que haya puesto el punto final, es sólo porque la felicidad que podría haber sentido por haberme enamorado otra vez (para mí no es nada fácil) se mezcla con el profundo dolor de la partida y la separación.
Hay un cuadro de Caspar David Friedrich que condensa el estado de ánimo que tengo en estos momentos. Se titula El viajero ante un mar de niebla y, si alguna vez vas a Hamburgo, vete a verlo a la galería de arte de la ciudad. Si no conoces el cuadro, es un hombre solitario que contempla un paisaje de picos lejanos y peñas escabrosas desde la cima de una montaña. Imagíname en una posición parecida, en la popa del SSManhattan, que me devuelve a Nueva York, mirando todo el tiempo hacia una Alemania agreste, escabrosa y cada vez más lejana en la que te has quedado tú, mi amor.
Si quieres imaginarte mi corazón, piensa en otro cuadro de Friedrich. Se titula El mar de hielo y se ve un barco, bueno, casi no se ve, aplastado entre grandes placas de hielo, en un paisaje más desolador que la superficie de la Luna. No sé dónde está expuesto ese cuadro, porque yo sólo lo he visto en un libro. Sin embargo, representa muy bien la helada devastación en la que me encuentro ahora.
Me parece que no me sería difícil maldecir la suerte que me ha hecho enamorarme de ti; sin embargo, a pesar de todo, sé que no lo lamento ni un poquito, porque en adelante, cada vez que lea algo sobre las horribles hazañas o la política criminal de ese fanfarrón de uniforme estúpido, pensaré en ti, Bernie, y me acordaré de que hay muchos alemanes valiosos, valientes y de buen corazón (aunque creo que nadie pueda tenerlo tan valeroso y bueno como tú). Y eso está bien, porque si Hitler nos enseña algo, es la estupidez de juzgar a toda una raza como si fuera una sola persona. Hay judíos buenos y malos, igual que hay alemanes buenos y malos.
Tú eres un buen alemán, Bernie. Te proteges con una gruesa coraza de cinismo, pero sé que en el fondo eres un hombre bueno. Sin embargo, temo por todos los alemanes buenos y no sé qué decisiones horribles tendrás y tendréis que tomar en adelante ni qué compromisos espantosos os veréis obligados a aceptar.
Por eso ahora quiero ayudarte a que ayudes a los demás de la única manera que me permiten.
Habrás encontrado ya el cheque adjunto y, seguramente, lo primero que pienses, al ver que es mucho más de lo acordado, es que no lo presentarás para cobrarlo. Sería un error. Considero que debes aceptarlo como regalo mío y poner en marcha la agencia de detective privado de la que me hablaste, por una buena razón: en una sociedad fundada en mentiras, cada vez será más importante descubrir la verdad. Probablemente te cause problemas, pero, conociéndote, sospecho que sabrás arreglártelas a tu manera. Y por encima de todo, espero que puedas acudir en ayuda de otros que necesiten tu ayuda, como hiciste conmigo, y que hagas lo que no deberías porque es peligroso pero correcto al mismo tiempo.
No sé si me he expresado con claridad. Aunque hable bien alemán, apenas tengo práctica en escribirlo. Espero que esta carta no resulte muy formal. Dicen que el emperador Carlos V hablaba con Dios en español, en italiano con las mujeres, en francés con los hombres y en alemán con su caballo. Sin embargo, ¿sabes una cosa? Creo que ese caballo debió de ser lo que más amaba en el mundo, un ser valiente y brioso, igual que tú, y no se me ocurre ningún otro idioma más acorde con tu temperamento, Bernie. Desde luego, el inglés no, ¡con tantos matices de significado! Nunca he conocido a un hombre tan directo como tú y ése es uno de los motivos por los que te quiero tanto.
Corren tiempos peligrosos, tendrás que ir a sitios peligrosos y relacionarte con gente que se ha vuelto peligrosa, pero tú eres mi caballero celestial, mi Galahad, y estoy convencida de que sabrás superar todas las pruebas sin volverte peligroso tú también. Y nunca dejes de pensar que lo que haces no es en balde, aunque a veces te lo parezca.
Un beso. Noreen. xx
Wurzburgo no era feo, aunque los francos habían hecho todo lo posible por convertir su capital en un auténtico templo del nazismo y habían conseguido afear una ciudad medieval de tejados rojos, asentada en un agradable y espacioso valle fluvial. Prácticamente todos los escaparates lucían una fotografía de Hitler o un cartel de aviso a los judíos -que no se acercaran o se atuviesen a las consecuencias-, o ambas cosas, en algunos casos. A su lado, Berlín parecía un modelo de verdadera democracia representativa.
La antigua ciudadela de Marienberg dominaba el paisaje de la orilla izquierda del río; la habían mandado construir los príncipes obispos de Wurzburgo, paladines de la Contrarreforma en otra época peligrosa de la historia del país, pero resultaba igual de fácil imaginarse ahora el imponente castillo blanco habitado por científicos perversos que ejercían una influencia poderosa y maligna sobre Wurzburgo, desencadenando entre los confiados campesinos unos poderes elementales que los convertían en monstruos. Los habitantes eran, en general, personas normales, aunque había alguno que otro con la frente cuadrada, prominentes cicatrices quirúrgicas y abrigo poco adecuado, que habría dado que pensar hasta al más acérrimo seguidor del galvanismo. Yo mismo tenía la sensación de no ser humano y me fui andando hacia el sur desde la estación de tren hasta Adolf-Hitler Strasse con las piernas entumecidas y el paso torpe, como un muerto, aunque también podía deberse a las secuelas de la carta de Noreen.
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