– Por favor, señor -dijo en voz baja-, ¿estaba usted prisionero ahí dentro?
Volví a frotarme la barbilla.
– ¿Tanto se nota?
– ¿No se habrá cruzado por casualidad con otro hombre llamado Dettmann, Ludwig Dettmann? Soy su mujer.
Negué con un movimiento de cabeza.
– Lo siento, Frau Dettmann, no, no he visto a nadie, pero, ¿por qué cree que está ahí?
La mujer sacudió la cabeza con pesadumbre.
– No, ya no lo creo, pero cuando lo detuvieron, lo trajeron aquí. Eso al menos lo sé seguro. -Se encogió de hombros-. Pero después, ¿quién sabe? Nadie se acuerda de decir nada a la familia. Puede estar en cualquier parte, no lo sé. He ido varias veces a esa comisaría a pedir información sobre mi Ludwig, pero no quieren decirme qué le ha pasado. Incluso me han amenazado con detenerme a mí, si vuelvo.
– Podría ser una forma de averiguarlo -dije con poca sinceridad.
– Usted no lo entiende. Tengo tres hijos, ¿y qué va a ser de ellos ahora, eh? ¿Qué será de ellos si me detienen también a mí? -Sacudió la cabeza-. Nadie lo entiende. Nadie quiere entenderlo.
Asentí. La mujer tenía razón, naturalmente. Yo no lo entendía, como tampoco el motivo de que Helldorf hubiera ordenado que me pusieran en libertad.
Seguí andando hasta el Lustgarten. Frente al castillo, un puente cruzaba el Havel y desembocaba en la isla de la estación de Teltower Tor, donde cogí un tren a Berlín.
Lavado, afeitado y vestido con ropa limpia, entré en el Adlon una vez más y me recibieron con sorpresa y alegría, por no hablar también de cierto recelo. No era raro que el personal se tomase unos días de asueto por su cuenta y luego volviera con excusas parecidas a la mía. A veces incluso era verdad. Behlert me saludó como a un gato aventurero que volviera a casa tras una ausencia de varios días con sus noches: entre contento y desdeñoso.
– ¿Dónde se había metido? -dijo como regañándome-. Estábamos muy preocupados por usted, Herr Gunther. Gracias a Dios, el sargento de investigación Stahlecker ha podido hacerse cargo de algunos de sus deberes.
– Bien, me alegro.
– Pero ni él pudo averiguar lo que le había pasado a usted. En la comisaría de Alexanderplatz nadie sabía nada, tampoco. No es propio de usted desaparecer sin más. ¿Qué le ha pasado?
– He estado en otro hotel, Georg -le dije-, el que lleva la policía en Potsdam. No me gustó nada, ni pizca. Estoy pensando en acercarme a la agencia de viajes MER de Unter den Linden a decirles que lo borren de la lista de alojamientos recomendados de Potsdam. Se duerme mucho mejor en el río y la verdad es que casi termino en el agua.
Behlert, incómodo, echó una mirada al monumental vestíbulo.
– Por favor, Herr Gunther, baje la voz, que pueden oírnos y entonces, los dos tendríamos problemas con la policía.
– No me habría pasado nada de no haber sido por la contribución de uno de nuestros clientes, Georg.
– ¿A quién se refiere?
Podía haberle dicho el nombre de Max Reles, pero no vi motivo para explicarle todo con pelos y señales. Como la mayoría de los berlineses que acataban la ley, Behlert prefería saber lo menos posible sobre las cosas que podían acarrearle problemas y yo se lo respetaba hasta cierto punto. Teniendo en cuenta mis últimas experiencias, probablemente fuese lo más prudente, conque respondí:
– A Frau Charalambides, por supuesto. Ya sabe que ha contratado mis servicios, para que la ayude a escribir su artículo.
– Sí, lo sabía, aunque no puedo decir que me parezca bien. En mi opinión, Frau Adlon no debió pedírselo, lo puso a usted en un verdadero compromiso.
Me encogí de hombros.
– Eso no tiene remedio, ya no. ¿Está ella en el hotel?
– No. -Me miró de una manera rara-. Creo que sería mejor que hablase usted con Frau Adlon. Por cierto, esta misma mañana ha preguntado por usted. Creo que está arriba, en su apartamento.
– ¿Le ha pasado algo a Frau Charalambides?
– Está bien, se lo aseguro. ¿Llamo a Frau Adlon y le propongo una cita con usted?
Ya me había ido a toda prisa escaleras arriba con la sensación de que pasaba algo malo.
Llamé a la puerta del apartamento de Hedda y, al oír su voz, giré el pomo y la abrí. Estaba sentada en el sofá, fumando y leyendo un ejemplar de la revista Fortune, cosa muy apropiada, puesto que la suya era considerable. Al verme, tiró la Fortune al suelo y se levantó. Parecía que se le había quitado un peso de encima.
– Gracias a Dios que está usted bien -dijo-. Nos tenía muy preocupados.
Cerré la puerta.
– ¿Dónde está ella?
– No hace falta que se ponga así, Bernie, las cosas no son así ni mucho menos. Se ha ido de Alemania y ha prometido no escribir el artículo sobre las Olimpiadas. Es el precio que ha pagado por sacarlo de la cárcel y, posiblemente, también por que no vuelvan a encerrarlo.
– Ya. -Me acerqué al aparador y cogí una licorera-. ¿Le importa? He tenido una semana… de aúpa.
– Por favor. Sírvase usted mismo.
Hedda fue a su escritorio y levantó la tapa.
Me serví un vaso bastante generoso… de lo que fuese, no me importaba, y me lo bebí como una medicina prescrita por mí mismo. Sabía fatal, por eso me prescribí otra dosis y me la llevé al sofá.
– Le ha dejado esto.
Hedda me pasó un sobre del Adlon y me lo guardé en el bolsillo.
– Se ha metido usted en este lío por mi culpa.
Negué con un movimiento de cabeza.
– Yo sabía lo que hacía, incluso sabía a ciencia cierta que era una imprudencia.
– Noreen siempre ha producido ese efecto en la gente -dijo Hedda-. Cuando éramos jóvenes, casi siempre me pillaban a mí, cada vez que nos saltábamos el reglamento de la escuela, pero ella se libraba, aunque no me importaba y siempre estaba dispuesta a volver a las andadas. Tenía que haberlo avisado, tal vez, no lo sé; puede que sí. Sigo teniendo la sensación de que me toca a mí quedarme atrás a recoger los platos rotos y a pedir perdón.
– Yo sabía dónde me metía -repetí sin entusiasmo.
– Noreen bebe demasiado -dijo, a modo de explicación-. Y Nick, su marido, también: los dos. Supongo que le contó lo de su marido.
– Algo.
– Noreen bebe, pero parece que no le haga ningún efecto. Bebe todo el mundo que la rodea y a todos les afecta mucho. Eso es lo que le ha pasado al pobre Nick. ¡Dios! No bebía una gota hasta que la conoció.
– Es una mujer muy embriagadora. -Intenté sonreír, pero no me salió bien-. Supongo que, para superarlo, primero tendré que pasar la resaca.
Hedda asintió.
– Tómese unos días de vacaciones, ¿no le apetece? El resto de la semana, si lo desea. Seguro que después de pasar cinco noches en la cárcel le conviene un descanso. Lo sustituirá su amigo Herr Stahlecker. -Asintió-. Todo ha salido bien, con él aquí. No tiene tanta experiencia como usted, pero…
– A lo mejor me tomo unos días. Gracias. -Terminé el segundo trago. No me supo mejor que el primero-. ¿Por casualidad Max Reles sigue en el hotel?
– Sí, eso creo, ¿por qué?
– Por nada.
– Me dijo que le había devuelto usted el objeto que le habían robado. Estaba muy satisfecho.
Asentí.
– A lo mejor me marcho a algún sitio, puede que a Wurzburgo.
– ¿Tiene familia allí?
– No, pero siempre he tenido ganas de conocerlo. Es la capital de Franconia, ya sabe. Por otra parte, está en la otra punta de Alemania, respecto a Hamburgo.
No nombré al doctor Rubusch ni le dije que él era de allí y por eso quería ir yo.
– Alójese en el hotel Palace Russia House -me dijo-. Creo que es el mejor hotel del estado. Descanse, recupere horas de sueño. Tiene cara de cansado. Túmbese a la bartola. Si quiere, llamo al director del hotel y le pido que le haga un precio especial.
Читать дальше