Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Rodeada por el Havel y sus lagos, Potsdam era poco más que una isla. No me habría encontrado más aislado aunque me hubiesen abandonado en un islote deshabitado, con una sola palmera y un loro. Hacía más de cien años que la ciudad era la sede del ejército prusiano, pero, para la ayuda que iba a recibir de los militares, lo mismo me habría dado que hubiese sido la sede de las Guías Femeninas. Iba a convertirme en prisionero del conde Von Helldorf y no podía hacer nada por evitarlo. Uno de los edificios de Potsdam es el Palacio Sanssouci, que en francés significa «sin cuidado». Nada más lejos de mi estado de ánimo.

Al pasar ante otro castillo y una plaza de armas, vi de refilón el cartel de la calle. Estábamos en Priest Strasse y, cuando viramos hacia el patio de la comisaría local de policía, empecé a pensar que, en efecto, quizá necesitase un sacerdote.

Entramos en el edificio, subimos varios pisos y recorrimos un pasillo frío y mal iluminado, hasta llegar a un despacho elegantemente amueblado y con una bonita vista del Havel, aunque lo reconocí sólo porque al otro lado de la ventana emplomada, justo al pie, flotaba un yate mejor amueblado todavía e iluminado como un paseo por Luna Park.

En la chimenea del despacho, en la que se habría podido asar un buey entero, ardía un árbol. En la pared había un gran tapiz, un retrato de Hitler y un escudo de armas tan rígido como el hombre que estaba a su lado. El hombre vestía uniforme de general de policía y tenía una actitud de superioridad aristocrática, como si hubiese preferido que me hubiera descalzado antes de poner los pies en su alfombra persa, del tamaño de un aparcamiento. Supongo que teníamos los dos la misma edad, pero ahí terminaba la semejanza. Cuando habló, lo hizo en un tono agobiado y exasperado, como si se hubiera perdido el comienzo de una ópera por mi culpa o, más probablemente en su caso, el de la función de cabaret homosexual de turno. En el escritorio, del tamaño de una cabaña de troncos, había un tablero de backgammon preparado para jugar y él tenía en la mano un cubilete de cuero con un par de dados, que agitaba nerviosamente de vez en cuando, como un fraile mendicante.

– Siéntese, por favor -dijo.

De un empujón, el del abrigo de cuero me obligó a sentarme a una mesa de reuniones y después, de otro empujón, me puso pluma y papel a mano. Parecía que empujar se le daba bien.

– Fírmelo -dijo.

– ¿Qué es? -pregunté.

– Es un D-11 -dijo el hombre-, una orden de detención preventiva para usted.

– Yo también fui poli -dije-, en el Alex, y nunca oí eso de un D-11. ¿Qué significa?

Abrigo de Cuero miró a Von Helldorf, quien replicó:

– Si lo firma, significa que está de acuerdo en que lo envíen a usted a un campo de concentración.

– No quiero ir a un campo de concentración. Ni estar aquí, por cierto. Sin ánimo de ofender, pero es que he tenido un día de perros.

– Firmar el D-11 no significa que lo vayan a mandar -dijo Von Helldorf-, sólo que está de acuerdo con ello.

– Discúlpeme, señor, pero no estoy de acuerdo.

Von Helldorf se balanceó sobre los tacones de sus botas y agitó el cubilete con las manos a la espalda.

– Eso podría decirlo después de haber firmado -dijo-. Es una forma de garantizar su buen comportamiento en el futuro, ¿comprende?

– Sí, pero entonces, con el debido respeto a su persona, general, a lo mejor, si firmo, me llevan de aquí al campo de concentración más próximo. No me malinterprete, no me importaría tomarme unas vacaciones. Me gustaría pasarme dos semanas sentado y ponerme al día de mis lecturas, pero, según tengo entendido, en los campos de concentración no es nada fácil concentrarse.

– Gran parte de lo que dice es cierto, Herr Gunther -dijo Von Helldorf-. Sin embargo, si no firma, se quedará aquí, en una celda de la comisaría, hasta que lo haga. Conque ya ve: en realidad, no puede elegir.

– Es decir, mal si firmo y mal si no.

– En cierto modo, así es, en efecto.

– Supongo que no tengo que firmar nada para que me metan en una celda, ¿verdad?

– Me temo que no, pero permítame que se lo repita: firmar el D-11 no significa que lo manden a un campo de concentración. Lo cierto es, Herr Gunther, que este gobierno hace cuanto puede por evitar el recurso de la detención preventiva. Por ejemplo, quizá sepa que se ha cerrado recientemente el campo de concentración de Oranienburg y que el 7 de agosto de este año el Guía firmó la amnistía para los presos políticos. Son medidas lógicas, puesto que prácticamente el país entero se ha inclinado a favor de su inspirada dirección. Tanto es así que esperamos que en breve puedan cerrarse todos los campos de concentración, como se ha hecho con Oranienburg.

»A pesar de todo -prosiguió Von Helldorf-, es posible que en el futuro lleguemos a una situación en la que la seguridad del Estado se vea en peligro, por decirlo así; cuando eso ocurra, los firmantes del D-11 serán detenidos y encarcelados sin derecho a recurrir al sistema judicial.

– Sí, entiendo que puede ser muy útil.

– Bien, bien. En tal caso, volvemos de nuevo al tema de su D-11.

– Si supiera los motivos que le inducen a creer que debo firmar una garantía de mi comportamiento -dije-, tal vez me inclinase a hacerlo.

Von Helldorf frunció el ceño y miró severamente a los tres hombres que me habían llevado allí desde Adlon.

– ¡No me digas que no le habéis explicado por qué está aquí!

Abrigo de Cuero negó con la cabeza, pero se había quitado el sombrero y me hice una idea más aproximada de la clase de ser humano que era. Tenía pinta de orangután.

– Lo único que se me dijo, señor, fue que debíamos recogerlo y traerlo aquí inmediatamente.

Von Helldorf agitó el cubilete con rabia, como deseando que fuera la cabeza de Abrigo de Cuero.

– Por lo visto, tengo que encargarme yo de todo, Herr Gunther -dijo, y se me acercó.

Entre tanto, eché un vistazo a la habitación, que estaba preparada como para el seductor príncipe de Ruritania. En una pared vi floretes y sables dispuestos geométricamente; debajo, un aparador como un transatlántico en el que reposaban una radio del tamaño de una lápida y una bandeja de plata con más botellas y licoreras que el bar de cócteles del Adlon. Había un secretaire de dos pisos lleno de libros encuadernados en piel, algunos sobre procedimientos y pruebas criminales, pero la mayoría eran clásicos de la literatura alemana, como Zane Grey, P. C. Wren, Booth Tarkington y Anita Loos. Nunca me había parecido tan relajado y cómodo el trabajo de policía.

Von Helldorf sacó una de las macizas sillas que rodeaban la mesa, se sentó y se recostó en el torneado respaldo, que tenía más tracería que una ventana de catedral gótica. A continuación, puso las manos encima de la mesa como si fuera a tocar el piano. Hiciera lo que hiciese, yo tenía los cinco sentidos puestos en él.

– Como seguramente sabrá, formo parte del Comité Olímpico -dijo-. Tengo el deber de velar por la seguridad no sólo de todas las personas que van a venir a Berlín en 1936, sino también de todas las que participan en las obras y preparativos de los juegos. Contamos con varios centenares de contratistas, una auténtica pesadilla logística, si debemos concluirlo todo en un plazo de tiempo que parece imposible. Ahora bien, puesto que contamos con menos de dos años para conseguirlo, cualquiera debería comprender que en algún momento se cometa algún error o se ponga la calidad en un compromiso. Aun así, los contratistas tienen la impresión de que algunos individuos carentes del entusiasmo general por el proyecto olímpico, en vez de esforzarse al máximo como todos los demás, los han convertido en objeto de escrutinio, y eso los incomoda. Tanto es así, que se puede afirmar que el comportamiento de algunos de esos elementos puede interpretarse como antipatriótico y antialemán. ¿Comprende lo que quiero decir?

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