Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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– Esta mañana en concreto, no.

23

Al anochecer acompañé a Noreen al hotel. Subió a su habitación a darse un baño con la intención de acostarse temprano. El hallazgo del cadáver de Joey Deutsch la había agotado emocional y físicamente. Me imaginaba perfectamente su estado de ánimo.

Iba de camino a mi despacho cuando me llamó Franz Joseph y, después de interesarse amablemente por las señales que me cruzaban la cara, me dijo que tenía un paquete para mí, de Otto Trettin, el del Alex. Supe que era la caja china de Max Reles. De todos modos, al llegar a mi mesa, la abrí sólo por ver el objeto que tanto revuelo había levantado.

Parecía una caja de grapas sujetapapeles digna de un emperador chino. Supongo que era bastante bonita, para quien guste de esas cosas. En mi caso, las prefiero de plata, con encendedor de sobremesa a juego. La tapa, lacada en negro, tenía una escena idílica de colores llamativos perfilada en oro en la que se veía un lago, unas montañas, un hermoso sauce llorón, un cerezo, un pescador, un par de arqueros a caballo, un coolie cargado con un gran saco de colada de hotel y un grupo de Fu Manchúes en el típico mesón de comida china, que parecían discutir sobre el peligro amarillo y sobre los detalles más delicados de la esclavitud blanca. Supongo que, si vivía uno en la China del siglo xvii, nunca se cansaría de mirarla, a menos que tuviera a mano una pintura para contemplar cómo iba secándose. A mí me parecía un recuerdo vulgar de un día en Luna Park.

La abrí; dentro había algunas cartas con ofertas de trabajo de empresas de zonas tan remotas como Wurzburgo y Bremerhaven. Las ojeé sin mucho interés, me las metí en el bolsillo para fastidiar a Reles, por si eran importantes para él y pensaba que se habían perdido, y me fui a su habitación.

Llamé a la puerta. Abrió Dora Bauer. Llevaba un vestido plisado marrón claro, de guinga, con cuello de esclavina a juego y cerrado sobre el hombro con un gran lazo. Una onda de pelo más grande que un maremoto le cruzaba la frente hasta la ceja, una ceja tan fina como una pata de araña. El arco de su boca, más parecido al de una Clara de cine que al de Cupido, se abrió en una sonrisa tan amplia como un felpudo de bienvenida, pero adquirió un rictus de dolor en cuanto se fijó en el correazo de la cara.

– ¡Ayyy! ¿Qué le ha pasado?

Por lo demás, parecía alegrarse de verme, al contrario que Reles, quien se asomó por detrás de ella con su habitual expresión de desprecio. Llevaba yo la caja china a la espalda y tenía ganas de entregársela en cuanto me hubiese soltado la letanía de insultos de costumbre, con la vana esperanza de que se avergonzase o retirase sus palabras.

– No será el agente de la Continental -dijo.

– No tengo tiempo para novelas de detectives -dije.

– Supongo que está muy ocupado leyendo el libro del Guía.

– Tampoco tengo tiempo para sus cuentos.

– Más vale que tenga cuidado con esas cosas tan irrespetuosas que dice. A lo mejor le hacen daño. -Me escrutó con el ceño fruncido-. A lo mejor ya se lo han hecho, ¿o sólo ha sido una pelea con otro huésped del hotel? Es lo más seguro, diría yo. No me lo imagino haciendo de héroe, no sé por qué.

– Max, por favor -dijo Dora en tono reprobatorio, pero no pasó de ahí.

– No se imagina las cosas que tengo que hacer en cumplimiento del deber, Herr Reles -dije-. Estrujar los huevos a uno que no quiere pagar la cuenta, dar un tirón de orejas a los pelmas del bar, partir la boca a un representante de ligas… ¡Demonios! ¡Incluso he recuperado objetos perdidos!

Saqué el brazo que escondía y le entregué la caja como si fuera un ramo de flores. Un ramo de hostias es lo que me habría gustado darle.

– ¡Vaya! ¿No te fastidia? ¡La ha encontrado! Usted ha sido policía de verdad, ¿a que sí? -Cogió la caja, se apartó de la puerta y me indicó que entrase-. Pase, Gunther. Dora, pon un trago a Gunther, haz el favor. ¿Qué le apetece, detective? ¿Schnapps? ¿Whisky? ¿Vodka?

Señaló una serie de botellas que había en el aparador.

– Gracias, que sea schnapps, por favor.

Cerré la puerta sin dejar de mirarlo, esperando el momento en que abriese la caja. Cuando lo hizo, tuve la satisfacción de ver un pequeño estremecimiento de desilusión.

– ¡Qué lástima! -dijo.

– ¿Qué, señor?

– Aquí dentro había algo de dinero y unas cartas, pero ya no están.

– No dijo usted nada del contenido, señor. -Sacudí la cabeza-. ¿Desea que informe a la policía, señor?

Dos «señor» seguidos: a lo mejor todavía estaba a tiempo de hacer carrera en un hotel, después de todo.

Sonrió de mal humor.

– No tiene mayor importancia, supongo.

– ¿Hielo? -Dora se encontraba junto a un cubo que tenía una barra de hielo, con un picahielo en la mano: recordaba bastante a lady Macbeth.

– ¿Hielo en el schnapps? -sacudí la cabeza-. No, no, gracias.

Dora clavó el pincho en la barra un par de veces, puso unos fragmentos en un vaso largo y se lo pasó a Reles.

– Una costumbre americana -dijo él-. Lo tomamos todo con hielo, pero con el schnapps me gusta mucho. Pruébelo alguna vez.

Dora me pasó un vaso más pequeño. Estaba observándola, por si veía alguna señal de recaída en sus viejas costumbres de prostituta, pero me dio la sensación de que no había nada entre ellos que pudiese ver yo. Incluso se protegía un poco cada vez que se le acercaba demasiado. La máquina de escribir parecía trabajar mucho, como siempre, y la papelera estaba a rebosar.

Brindé con Reles en silencio.

– ¡Adentro! -dijo él, y tomó un trago largo de schnapps con hielo.

Yo di un sorbito al mío como una viuda de alcurnia y nos quedamos mirándonos en silencio, incómodamente. Esperé un momento y apuré el vaso.

– Bien, si no hay nada más, detective -dijo-, tenemos mucho que hacer, ¿verdad, Fräulein Bauer?

Devolví el vaso a Dora y me dirigí a la puerta. Reles se me adelantó, la abrió y me despidió rápidamente.

– Y gracias de nuevo -dijo- por haber recuperado mi propiedad. Se lo agradezco. Me ha devuelto la fe en el pueblo alemán.

– Se lo comunicaré, señor.

Soltó una risita, pensó en alguna respuesta cortante, pero, al parecer, prefirió abstenerse y esperó pacientemente a que saliera yo de la suite.

– Gracias por el trago, señor.

Él asintió y cerró la puerta.

Me fui rápidamente por el pasillo y bajé las escaleras. Crucé el vestíbulo de la entrada y me dirigí a la centralita de teléfonos, donde había cuatro chicas sentadas en banquetas bajo una ventana, ante algo que parecía un piano de pared de tamaño doble. Detrás de ellas, a una mesa de escritorio se sentaba Hermine, la supervisora, quien vigilaba la voluble tarea de pasar llamadas telefónicas que hacían las «chicas dígame» del hotel. Era una mujer remilgada, pelirroja, con el pelo corto y la piel más blanca que la leche. Al verme, se levantó y a continuación frunció el ceño.

– Esa señal de la cara -dijo- parece de látigo.

Unas cuantas chicas se dieron media vuelta y se rieron.

– Fui a montar con Hedda Adlon -dije-. Oiga, Hermine, necesito una lista de todas las llamadas que haga esta noche el de la uno catorce. Herr Reles.

– ¿Lo sabe Herr Behlert?

Le dije que no sin palabras. Me acerqué un poco más clavijero y Hermine se acercó atentamente a mí.

– No le gustaría que espiase a los clientes, Herr Gunther. Necesita usted un permiso por escrito.

– No es espiar, sólo husmear. Me pagan por hacer de sabueso, ¿recuerda? Para que usted y yo y todos los huéspedes estemos seguros, aunque no necesariamente por ese orden.

– Puede, pero si se entera de que escucha las llamadas de Herr Reles, nos arranca la piel a tiras.

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