– Le paso, HerrReles -dijo Ingrid, una de las telefonistas más guapas del Adlon.
– ¿Herr Reles? ¿Está llamando ahora? ¿A quién?
Ingrid y Hermine se miraron.
– Vamos, señoritas, es muy importante. Si ese tipo es un maleante (y creo que sí), tenemos que saberlo.
Hermine consintió.
– Potsdam 3058 -dijo Ingrid.
– ¿Quién es?
Esperé un momento y Hermine volvió a consentir.
– Es el número del conde Von Helldorf -dijo Ingrid-, en el praesidium de Potsdam.
En cualquier parte, menos en el Adlon, habría convencido a las telefonistas de que me dejasen escuchar esa llamada, pero, a falta de un foco y unos nudillos metálicos, ya no iba a sacar nada más de las chicas dígame: en otras instituciones de Berlín, como la policía, los tribunales y las iglesias, podían saltarse las reglas, pero no en el mejor hotel de la ciudad.
Así pues, bajé a mi despacho a fumar unos cigarrillos, tomar un par de tragos y echar otro vistazo a los papeles que había cogido de la caja china. Tenía la curiosa idea de que, para Max Reles, eran más importantes que la propia caja, pero lo cierto es que yo tenía la cabeza en otra parte. Me inquietaba esa llamada telefónica a Von Helldorf, poco después de haber visto yo al americano. ¿Sería posible que hubiesen hablado de mí? Y en tal caso, ¿para qué? Había muchos motivos por los que Von Helldorf podía ser útil a un hombre como Max Reles y viceversa.
El conde Wolf-Heinrich Graf von Helldorf, anterior jefe de las SA de Berlín, llevaba solamente tres meses al frente de la policía de la ciudad, cuando un sonado escándalo truncó su ascenso a cargos de mayor importancia. Siempre había sido un entusiasta de las apuestas y se rumoreaba que también de la pederastia, a poder ser con flagelación de jovencitos incluida. Era además amigo íntimo de Erik Hanussen, famoso vidente de quien se creía que había pagado las sustanciosas deudas de juego del conde a cambio de que le presentase al Guía.
Gran parte de lo que sucedió a partir de entonces era todavía un misterio y tema de especulación, pero, al parecer, a Hitler le había impresionado mucho el hombre a quien los comunistas berlineses llamaban «el opio del pueblo». A consecuencia del reconocimiento de Hitler, aumentó la influencia de Hanussen sobre los miembros más antiguos del Partido, entre quienes se contaba Helldorf. Sin embargo, las cosas no eran lo que parecían. Tal como saldría a la luz, el poder de Hanussen en el Partido no se debía a un buen consejo ni a sus aptitudes para la hipnosis, sino al chantaje. Durante las suntuosas fiestas sexuales que celebraba en su yate, el Ursel IV, Hanussen había hipnotizado a varios nazis importantes y, a continuación, los había filmado cuando tomaban parte en orgías sexuales. Por si fuera poco, algunas de esas orgías eran homosexuales.
Es posible que el famoso vidente hubiera sobrevivido a todo ello, pero cuando el periódico de Goebbels, Der Angriff, reveló que Hanussen era judío, la mierda empezó a salpicar a diestro y siniestro y la mayoría apuntaba directamente a Hitler. De repente, Hanussen se convirtió en un personaje incómodo y Von Helldorf, sobre quien recaía la mayor responsabilidad, se vio obligado a arreglar las cosas. Unos días después de que Hermann Goering lo destituyese de la dirección de la policía, Von Helldorf y algunos amigos suyos de las SA, criminales de la peor especie, secuestraron a Hanussen en su lujoso apartamento de Berlín occidental, lo llevaron a su yate y allí lo torturaron hasta que le sacaron todo el material comprometedor que había reunido a lo largo de varios meses: recibos de deudas, cartas, fotografías y cintas cinematográficas. A continuación lo mataron de un tiro y arrojaron el cadáver a un campo de Mühlenbeck… o alguna parte del norte de Berlín.
Corrieron rumores insistentes de que Von Helldorf había utilizado parte del material de Hanussen para asegurarse un nuevo puesto de director en la policía de Potsdam: una ciudad poco importante situada a una hora de Berlín en dirección suroeste, donde, según dicen, la cerveza pierde el gas. Ahora, Von Helldorf pasaba allí la mayor parte del tiempo, dedicado a la cría de caballos y organizando la persecución continua de los socialdemócratas y comunistas alemanes que más habían ofendido a los nazis en los últimos días de la República. En general, se daba por sentado que la principal motivación de Helldorf en ese aspecto era la esperanza de llegar a recuperar el favor de Hitler. Me constaba que, además, por supuesto, estaba en el comité de organización de las Olimpiadas, lo cual era un indicio de éxito de sus intentos de reconciliación con Hitler, aunque yo no sabía con certeza cuál era su función en el comité. Seguramente no fuera más que un favor que le debía su antiguo compañero de las SA, Von Tschammer und Osten. Es fácil que, desde que Goering no estaba en el Ministerio del Interior, hubiese recuperado un poco su prestigio allí. A pesar de todo, a Von Helldorf había que tomárselo en serio.
Con todo, el ataque de nervios no me duró mucho. Lo que tardó el alcohol en encargarse de él. Después de unos tragos, me convencí de que, a falta de datos verdaderamente reveladores, que pudiesen demostrar algo ante un tribunal, entre las cartas y presupuestos que había cogido de la caja china, no tenía por qué preocuparme. No había encontrado nada que pudiese hacer daño a un hombre como Max Reles. Por otra parte, él no podía saber que era yo, y no Ilse Szrajbman, quien tenía los documentos.
Así pues, dejé los papeles y la pistola en el cajón del escritorio y decidí marcharme a casa con la idea de acostarme temprano, igual que Noreen. Estaba cansado y me dolía hasta el último centímetro del cuerpo.
Dejé el coche de Behlert donde lo había aparcado antes y me fui caminando hacia el sur por Hermann-Goering Strasse para coger un tranvía a Potsdamer Platz. Estaba oscuro y hacía un poco de viento, las banderas nazis de la puerta de Brandeburgo se agitaban como banderolas de peligro, como si el pasado imperial quisiera advertir de algo al presente nazi. Hasta un perro que iba por la acera delante de mí se detuvo y se volvió a mirarme con tristeza, tal vez para preguntarme si tenía yo la solución de los problemas del país. Claro, que a lo mejor sólo quería esquivar la portezuela que se abrió de repente de un W negro que acababa de pararse unos metros más adelante. Se apeó un hombre con abrigo marrón de cuero y se dirigió hacia mí con rapidez.
Instintivamente, di media vuelta y eché a andar en sentido contrario, pero descubrí que me cortaba la retirada otro tipo con un grueso abrigo cruzado y sombrero con el ala baja, aunque en lo que más me fijé fue en su pequeña y pulcra pajarita. Al menos, hasta que me di cuenta de que llevaba la chapa de cerveza en la zarpa.
– Acompáñenos, por favor.
El otro, el del abrigo de cuero, estaba justo a mi espalda, conque, emparedado entre ambos, apenas podía resistirme. Como escaparatistas expertos moviendo un maniquí de sastre, me metieron doblado en el coche y luego se sentaron ellos detrás conmigo, uno a cada lado. Nos pusimos en marcha sin haber terminado de cerrar las portezuelas siquiera.
– Si se debe a lo de aquel policía -dije-, August Krichbaum, ¿no? Creía que ya lo habíamos aclarado. Es decir, se confirmó mi coartada. Yo no tuve nada que ver. Lo saben ustedes.
Unos momentos después, me di cuenta de que íbamos hacia el oeste, por Charlottenburger Strasse, en sentido completamente opuesto a Alexanderplatz. Pregunté adónde íbamos, pero ninguno de los dos me dijo nada. El sombrero del conductor era de cuero y, tal vez, también sus orejas. Cuando llegamos a la famosa torre berlinesa de la radio y giramos hacia la AVUS -la vía más rápida de Berlín-, supe cuál era nuestro destino. El conductor pagó el peaje y pisó el acelerador en dirección a la estación de Wannsee. Unos años antes, Fritz von Opel había marcado un récord de velocidad en la AVUS con un coche propulsado por cohetes: 240 kilómetros por hora. Nosotros no íbamos tan rápido, ni muchísimo menos, pero tampoco me dio la impresión de que fuéramos a parar a tomar café y pastelitos. Al final de la AVUS, cruzamos un bosque hasta el puente de Glienicker y, aunque estaba muy oscuro, me di cuenta de que habíamos dejado atrás dos castillos. Poco después entramos en Potsdam por Neue Königstrasse.
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