Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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– Gracias. Sí, así lo haré.

Omití que no tenía la menor intención de tumbarme a la bartola, sobre todo ahora que Noreen había desaparecido de mi vida para siempre.

26

Salí del Adlon y me fui andando hacia el este, en dirección al Alex. La estación de tren estaba atestada de agentes de las SS y otra banda militar se preparaba para recibir a algún bonzo prepotente del gobierno. Hay momentos en los que juraría que tenemos más bandas militares que los franceses y los ingleses juntos. A lo mejor es sólo una forma de curarse en salud de muchos alemanes. Nadie va a acusarte de no ser patriota si tocas la corneta o la tuba, al menos en Alemania.

A pesar del ambientazo que había alrededor de la estación, tuve que arrancarme de allí y entré en el Alex. Como siempre, Seldte, el espabilado joven de la schupo, estaba de turno en el mostrador principal.

– Veo que llevas un carrerón de vértigo.

– ¿A que sí? -dijo él-. Si me quedo aquí mucho tiempo más, voy a acabar hecho un maniático yo también. Si quiere hablar con Herr Trettin, lo he visto salir hace unos veinte minutos.

– Gracias, pero quería ver a Liebermann von Sonnenberg, si es posible.

– ¿Quiere que llame a su despacho?

Quince minutos después estaba sentado frente al jefe de la KRIPO de Berlín, fumando un puro Black Wisdom que no se lo saltaba ni Bernhard Weiss.

– Si es por el desafortunado incidente relacionado con August Krichbaum -dijo Von Sonnenberg-, no tienes de qué preocuparte, Bernie. Tanto tú como los demás policías que estaban bajo sospecha habéis quedado limpios. Hemos cerrado el caso. Ha sido todo una sarta de tonterías, desde luego.

– ¡Ah, vaya! ¿Cómo es eso?

Intenté disimular el alivio que sentía, pero, desde la marcha de Noreen, ya nada me importaba mucho. Al mismo tiempo, deseé que no hubiesen colgado el muerto a otro. Habría sido muy indigesto de rumiar y me habría durado unos cuantos días.

– Porque nos hemos quedado sin testigo fiable. El portero del hotel que vio al culpable era ex policía, como tal vez sepas; pues resulta que también es marica y comunista. Al parecer, por eso dejó la policía. Tanto es así, que ahora sospechamos de los motivos de su testimonio; podría haberlo hecho por rencor contra las fuerzas del orden en general. De todos modos, tampoco importa ya, porque hacía meses que la Gestapo lo tenía en la lista negra, aunque él no lo sabía, por supuesto.

– Entonces, ¿dónde está ahora?

– En el campo de concentración de Lichtenberg.

Asentí y me pregunté si lo habrían obligado a firmar un D-11.

– Siento que tuvieras que pasar por eso, Bernie.

Me encogí de hombros.

– Y yo siento no haber podido hacer más por Bömer, su protegido.

– Hiciste todo lo que pudiste, dadas las circunstancias.

– No me importaría volver a ayudarlo.

– Estos jóvenes de hoy -dijo Von Sonnenberg-, van demasiado deprisa, en mi opinión.

– Esa impresión tengo yo también. Por cierto, hay un tipo muy despierto en el mostrador de la entrada de abajo, va de verde. Se llama Heinz Seldte. Quizá pueda usted darle un empujón. Vale demasiado para condenarlo a echar barriga, ahí en el mostrador.

– Gracias, Bernie, le tendré en cuenta. -Encendió un cigarrillo-. Y dime, ¿has venido a tocar el acordeón o hay algo que podamos hacer entre los dos?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De la opinión que tenga del conde Von Helldorf.

– ¿Por qué no me preguntas si odio a Stalin?

– Me han dicho que el conde pretende rehabilitarse siguiendo la pista a todo el que haya tenido un enfrentamiento con las SA.

– Eso sería muy meritorio en lo tocante a lealtad, ¿verdad?

– Puede que todavía quiera ser su jefe, aquí en Berlín.

– ¿Sabes la manera de evitarlo con seguridad?

– Puede. -Chupé el puro y eché el humo hacia el alto techo-. ¿Se acuerda del fiambre que tuvimos en el Adlon no hace mucho? El caso que encargó a Rust y Brandt.

– Claro. Muerte natural. Me acuerdo.

– Supongamos que no.

– ¿Qué te hace pensar otra cosa?

– Un comentario de Von Helldorf.

– No sabía que tuvieras tanta familiaridad con ese marica, Bernie.

– He gozado de su hospitalidad en la comisaría de Potsdam estos últimos seis días. Me gustaría devolverle el gesto, si es posible.

– Dicen que todavía guarda, a modo de póliza de seguros contra detenciones, algunas bazas de la mierda que salpicó cuando lo de Hanussen: las películas que rodó en ese barco suyo, el Ursel. También tengo entendido que parte de esa mierda es de uñas muy importantes.

– ¿De cuáles, por ejemplo?

– ¿No te has preguntado nunca cómo se las arregló para meterse en el Comité Olímpico? No es por su afición a montar, eso te lo aseguro.

– ¿Von Tschammer und Osten?

– Ese pez es pequeño. No, fue Goebbels quien le proporcionó el puesto.

– Pero fue él quien destrozó a Hanussen.

– Y quien salvó a Von Helldorf. De no haber sido por Joey, a Von Helldorf le habrían metido un tiro al mismo tiempo que a su cariñoso amigo Ernst Röhm, cuando Hitler arregló el lío de las SA. Es decir, Von Helldorf no ha perdido los contactos. Te ayudaré a pillarlo, si es que puedes, pero tendrás que buscarte a otro para clavarle la estaca en el corazón.

– De acuerdo. Su nombre no saldrá a relucir.

– ¿Qué necesitas de mí?

– El expediente del caso Heinrich Rubusch. Me gustaría comprobar un par de cosas. Voy a ir a Wurzburgo a ver a la viuda.

– ¿Wurzburgo?

– Tengo entendido que está cerca de Regensburg.

– Sé dónde está. ¡Sólo quiero recordar por qué hostias lo sé! -Liebermann von Sonnenberg apretó un botón del intercomunicador del escritorio para hablar con su secretaria-. ¿Ida? ¿Por qué me suena tanto Wurzburgo?

– Por una solicitud que recibió de la Gestapo de Wurzburgo -respondió una voz femenina-. Le pedían que, en calidad de agente de enlace con la Interpol, se pusiera en contacto con el FBI a propósito de un sospechoso que vive aquí, en Alemania.

– ¿Y lo hice?

– Sí. Hace una semana les enviamos lo que nos mandó el FBI.

– Un momento, Erich -dije-. Me da la impresión de que este hueso nos va a dar para bastante más que una sopa. ¿Ida? Le habla Bernie Gunther. ¿Recuerda el nombre de ese sospechoso que interesaba a la Gestapo de Wurzburgo?

– Un momento. Creo que todavía tengo la carta de la Gestapo en la bandeja. No la he archivado aún. Sí, aquí está. El nombre del sospechoso es Max Reles.

Von Sonnenberg cerró la comunicación y asintió.

– Sonríes como si ese nombre te dijese algo, Bernie -observó.

– Max Reles se aloja en el Adlon y es buen amigo del conde.

– ¿Ah, sí? -Se encogió de hombros-. Quizás es que el mundo es muy pequeño, nada más.

– Lo es, sin duda. Si fuese mayor, tendríamos que salir a la caza de pistas, como en las novelas. Tendríamos una lupa, un sombrero de caza y una colección completa de colillas.

Von Sonnenberg apagó el cigarrillo en el atiborrado cenicero.

– ¿Quién dice que no lo tengamos?

– ¿Hay alguna posibilidad de que haya quedado por ahí una copia de la información que mandó el FBI?

– Permíteme que te explique lo que significa ser agente de enlace con la Interpol, Bernie. Significa doble ración de chucrut. Tengo ya el plato más que lleno de carne y patatas y no me hace ninguna falta más chucrut. Sé que está en la mesa porque me lo dice Ida, pero en general es ella quien se lo come, ¿entiendes? El caso es que si no le digo que guarde una copia de las noventa y cinco tesis de Lutero, ella no la guarda. ¿Y qué?

– Pues que ahora tengo dos motivos para ir a Wurzburgo.

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