Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Cerré los ojos un momento, levanté la botella, que tenía forma de salchicha, brindé en silencio y bebí otro poco. Cuando los abrí de nuevo, Krempel estaba mirando con interés los tornillos de la loseta.

– Ahí hay bastante para comprar unas cuantas empresas o sobornar a quien haga falta. Sí, en esa bolsa hay mucho combustible, mucho más de lo que le paga a usted, Gerhard.

– ¡Cállese, Gunther!

– No puedo. Siempre he sido un borracho charlatán. La última vez que la pillé tan gorda fue cuando murió mi mujer. Gripe española. ¿No se ha preguntado por qué la llaman gripe española, Gerhard? Empezó en Kansas, ¿sabe? Pero eso lo censuraron los Amis, por el poder que tienen todavía los censores de la guerra. Y no salió en la prensa hasta que llegó a España, donde no había censura de tiempos de guerra. ¿Ha tenido la gripe alguna vez, Gerhard? A mí me parece que la tengo ahora; me parece que tengo la epidemia esa, una epidemia de una sola víctima. Dios, creo que hasta me he meado.

– Abrió el grifo antes, cabeza de chorlito, ¿no se acuerda?

Bostecé.

– ¿De verdad?

– Beba.

– Por ella. Fue una buena mujer. Demasiado, para mí. ¿Tiene mujer?

Negó con un movimiento de cabeza.

– Con la pasta de esa bolsa, podría permitirse unas cuantas. A ninguna le importaría que fuera usted un cabrón repugnante. Las mujeres son capaces de pasar por alto prácticamente cualquier defecto de los hombres, siempre y cuando tengan un saco bien provisto de pasta en la mesa del comedor. Apuesto a que esa bruja de ahí al lado, Dora, tampoco sabe nada de la bolsa. Si lo supiera, ya sería suya, seguro. ¡Qué cabrita mercenaria! Lo que sí es verdad es que está más rica que un melocotón, la he visto desnuda. Claro, que todos los melocotones tienen un hueso dentro y el de Dora es mayor que la mayoría, pero no por eso deja de estar más rica que un melocotón.

Me pesaba la cabeza como una piedra, una piedra enorme con forma de hueso de melocotón. Cuando se me cayó sobre el pecho, me pareció que tardaba tanto que creí que se me caía hasta el cesto de cuero de debajo del hacha que cae. Y grité pensando que estaba muerto. Abrí los ojos, respiré hondo, espasmódicamente, e hice un gran esfuerzo por mantener cierto grado de verticalidad, aunque estaba perdiendo la batalla.

– De acuerdo -dijo Krempel-. Ya ha tomado bastante. Vamos a ver si podemos ponernos de pie, ¿de acuerdo?

Se levantó, me agarró por las solapas del abrigo con sus manazas como granadas y me sacó violentamente de la bañera. Era un hombre fuerte… Demasiado para intentar cualquier estupidez. De todos modos, le lancé un puñetazo, fallé, perdí el equilibrio y me caí al suelo; Krempel me pagó la molestia que me había tomado con una patada en las costillas.

– ¿Y la pasta? -pregunté, sin sentir dolor apenas-. No se olvide de la pasta.

– No tengo más que volver después a buscarla.

Me puso en pie de nuevo y me sacó del cuarto de baño.

Dora estaba sentada en el sofá leyendo una revista. Llevaba un abrigo de pieles. Me pregunté si se lo habría comprado Reles.

– ¡Ah, eres tú! -dije, quitándome el sombrero-. No te había reconocido, vestida. Aunque supongo que eso te lo deben de decir muchos, muñeca.

Se levantó, me abofeteó y, cuando iba a propinarme otro, Krempel la agarró por la muñeca y se la retorció.

– Vete a buscar el coche -le dijo.

– Sí -dije yo-. Vete a buscar el coche y date prisa. Quiero caerme y desmayarme de una vez.

Krempel me sujetaba contra la pared como si fuese yo un baúl de barco. Cerré los ojos un momento y, cuando volví a abrirlos, Dora se había ido. Krempel me sacó de la habitación y me llevó hasta las escaleras.

– No me importa cómo baje las escaleras, Gunther. Puedo ayudarle o empujarlo, pero si intenta hacer cualquier movimiento, le prometo que no tendrá donde agarrarse.

– Se lo agradezco -me oí decir con voz espesa.

Llegamos abajo, pero no sé cómo. Mis piernas eran de Charlie Chaplin. Reconocí la puerta de Wilhelmstrasse y pensé que era muy sensato haber elegido esa salida para ir a la calle a esas horas. Esa puerta siempre se usaba menos que la de Unter den Linden. También el vestíbulo era más pequeño. Pero si Krempel pretendía evitar que nos encontrásemos con alguien, supe que había fallado.

Casi todos los camareros del Adlon tenían bigote o se afeitaban toda la cara, salvo uno, Abd el-Krim, quien llevaba barba. No era ése su verdadero nombre, pero yo no sabía otro. Era marroquí y todos lo llamaban así porque se parecía al guía rebelde que se había rendido a los franceses en 1926, y que ahora se pudría exiliado en una isla. No sé nada de las gracias del rebelde, pero nuestro Abd el-Krim era un camarero excelente. Como buen mahometano, era abstemio y me miró con una expresión entre escandalizada y preocupada mientras, apoyado en el dintel que eran los hombros de Krempel, me dirigía hacia la puerta dando bandazos.

– ¿Herr Gunther? -me llamó solícitamente-. ¿Se encuentra bien, señor? No tiene buena cara.

Tenía la boca muy relajada y se me cayeron unas palabras como si fueran saliva. Tal vez fueran sólo eso, no lo sé. El caso es que, si dije algo, no lo entendí ni yo, conque dudo que Abd el-Krim captase algo.

– Me temo que ha bebido más de la cuenta -dijo Krempel al camarero-. Me lo llevo a casa antes de que lo vean en este estado Behlert o los Adlon.

Abd el-Krim, vestido para irse a casa, asintió con seriedad.

– Sí, es lo mejor, creo yo. ¿Necesita ayuda, señor?

– No, gracias. Está esperándome un coche ahí fuera. Creo que me las arreglaré bien.

El camarero inclinó la cabeza y abrió la puerta a mi secuestrador, quien me sacó de allí bien abrazado.

En cuanto el aire frío y la lluvia me llegaron a los pulmones, me puse a vomitar en el desagüe. Se podría haber embotellado y vendido lo que eché por la boca, porque sabía a puro Korn. Inmediatamente se me acercó un coche y me salpicó el bajo de los pantalones. Se me volvió a caer el sombrero. Se abrió la portezuela y Krempel me empujó al suelo del coche con la suela del zapato. Un momento después se cerró la portezuela y nos pusimos en movimiento… hacia adelante, me imaginé, aunque a mí me parecía que dábamos vueltas y vueltas en un tiovivo de Luna Park. No sabía adónde íbamos y dejé de preocuparme. Me encontraba peor que si hubiera estado desnudo en el escaparate de una funeraria.

32

Había tormenta en alta mar. La cubierta se movía como un ascensor acelerado y, de pronto, una ola de agua fría me dio en la cara. Sacudí la cabeza con mucho esfuerzo y abrí los ojos, que me escocían como ostras recién sacadas de la concha y nadando todavía en salsa de Tabasco. Recibí otra ola de agua. Sólo que no era una ola, sino agua que me arrojaba Gerhard Krempel con un cubo. Sin embargo, sí que estábamos en la cubierta de un barco o, al menos, de una embarcación tirando a grande. Detrás de él se encontraba Max Reles, vestido de ricachón que juega a ser capitán de barco. Llevaba una chaqueta deportiva azul y pantalones blancos, camisa blanca y corbata y una gorra blanca con visera. Alrededor, todo era blanco también y me costó un buen rato darme cuenta de que era de día y que probablemente estábamos rodeados de niebla.

Reles empezó a mover la boca y también de ahí salía niebla blanca. Hacía frío, mucho frío. Al principio creí que Reles hablaba en noruego o, en cualquier caso, en una lengua nórdica. Después me pareció que casi lo entendía: danés, quizá. No supe que en realidad estaba hablando en alemán hasta que recibí en la cara la tercera rociada de agua, recogida por la borda mediante un cubo atado a una cuerda.

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