– Gracias.
– No. Todavía no te ríes. Supongo que eso tampoco tiene gracia.
Me echó una mirada fulminante, como si fuera yo la dermatitis personificada.
– Oye, en Grand Hotel, Joan Crawford no se enamora de Wallace Beery -dije.
– ¿Max? No es tan malo.
– Procuraré recordarlo cuando esté en el fondo del lago.
– Supongo que tú te crees John Barrymore.
– Con el perfil que tengo, no; sin embargo, un cigarrillo sí que me apetece, si lo tienes. Considéralo mi último deseo, puesto que ya te he visto desnuda. Al menos ahora sé cuándo llevas peluca.
– Eres todo un Kurt Valentin, ¿verdad?
Debajo del abrigo llevaba un vestido de punto de color malva que le envolvía el cuerpo como una emulsión y de su muñeca colgaba un bolso de cordón con una preciosa pitillera de oro y un mechero dentro.
– Parece que ya ha venido Papá Noel -dije, cuando me puso un cigarrillo entre los resecos labios y me dio fuego-. Al menos hay alguien que piensa que has sido buena.
– A estas alturas deberías haber aprendido a no meter las narices en los asuntos ajenos -dijo.
– Ah, sí, lo he aprendido, seguro. A lo mejor quieres decírselo a él. Puede que una buena palabra tuya le haga más efecto que una mía o, mejor todavía, a lo mejor todavía tienes la pistola. Diría que, con Max Reles, una Mauser vale más que mil palabras.
Me quitó el cigarrillo, le dio una calada y me lo volvió a poner entre los labios con unos dedos fríos, casi tan cargados de perfume como de anillos.
– ¿Qué te induce a pensar que traicionaría a un hombre como Max por un perro como tú, Gunther?
– Lo mismo que hace tan atractivo a un hombre como él para chicas como tú. El dinero. Mucho dinero. Verás, Dora, opino que, con dinero suficiente, traicionarías al Niño Jesús y da la casualidad de que, en el cuarto de baño de Max Reles, en su habitación del Adlon, hay eso y más. Hay una bolsa llena detrás de la cubierta que oculta la cisterna del retrete. Miles de marcos, dólares, francos suizos de oro… De todo, encanto. Lo único que necesitas es un destornillador. Reles tiene uno en alguna parte, en los cajones. Eso era lo que buscaba cuando me interrumpiste tú con tu conejo.
Se inclinó hacia mí, tanto que saboreé el café que todavía le impregnaba el aliento.
– Tendrás que mejorar la oferta, polizonte, si quieres que te ayude.
– Pues no. Verás, encanto, no te digo todo esto para que me ayudes, sino por si quieres ayudarte a ti misma y, en el intento, te lo tienes que cargar de un tiro, aunque quizá te lo dé él a ti. Desde luego, a mí me será indiferente, porque estaré en el fondo del lago Tegel.
– Cabrón -dijo levantándose bruscamente.
– Cierto, pero, ya ves, así al menos puedes estar segura de que lo de la pasta es verdad de la buena. Porque la hay, vaya si la hay, suficiente para empezar una nueva vida en París o comprarte un piso en un barrio elegante de Londres. ¡Dios! Hay tanto que podrías comprarte todo Bremerhaven.
Se echó a reír y desvió la mirada.
– No me creas, si no quieres. A mí tanto me da, pero piensa lo siguiente, Dora, querida. Un tipo como Max Reles y la clase de gente a la que tiene que pagar por seguir en el negocio. No son de los que se conforman con un cheque personal. Los chanchullos son cuestión de pasta, Dora. Lo sabes. Lo único que hace falta para que funcionen es mucha pasta.
Se quedó en silencio unos momentos, como si estuviera pensando en otra cosa. Seguramente se imaginaba a sí misma paseando por Bond Street con un sombrero nuevo y un buen fajo de billetes de libra en la liga. No me importó imaginármela yo también. Era muy preferible a pensar en mi situación.
Max Reles reapareció en cubierta, seguido de cerca por Krempel. Reles llevaba un grueso abrigo de pieles y un gran Colt 45 automático colgado del cuello con un acollador, como si temiera perderlo.
– Siempre digo que, con las armas, todo cuidado es poco, cuando se va a matar a un hombre desarmado -dije.
– Yo sólo mato a gente desarmada -se rió Max-. ¿Me tomas por un loco capaz de enfrentarse a un hombre armado? Soy un hombre de negocios, Gunther, no Tom Mix.
Dejó el Colt en el acollador, rodeó a Dora con un brazo y le hizo presionarse la entrepierna con los dedos. Todavía llevaba el puro en la otra mano.
Dora no se molestó en retirarle la mano y Max se puso a frotarle el conejo. Parecía que ella incluso quería pasárselo bien, pero me di cuenta de que estaba pensando en otra cosa. Probablemente en la cisterna de la suite 114.
– Un hombre de negocios como Little Rico -dije-. Sí, eso está claro.
– ¡Vaya! Tenemos aquí a un aficionado al cine, Gerhard. ¿Y Veinte mil leguas de viaje submarino? ¿La ha visto? Es igual. Dentro de unos minutos la vivirá en directo y sabrá lo que es bueno.
– Es usted quien va a saber lo que es bueno, Reles, no yo. Verá, tengo una póliza de seguros. No es con Germania Life, pero servirá y surte efecto en el instante en que muera yo. No es usted el único que tiene contactos, amigo americano. También los tengo yo y le aseguro que no son los mismos que sus amigotes alemanes.
Reles sacudió la cabeza y apartó a Dora a un lado.
– Es curioso que nadie piense nunca que se va a morir, pero, por muy llenos que estén los cementerios, siempre hay sitio para un cadáver más.
– No veo cementerios por aquí cerca, Reles. Lo cierto es que me ha dado una alegría trayéndome aquí, al agua, porque nunca he pagado cuota de entierro.
– De verdad que me cae muy bien -dijo-. Se parece usted a mí.
Retiró el percutor del Colt y me apuntó al centro de la cara. Lo tenía tan cerca que veía el fondo el cañón, adivinaba el mecanismo del seguro y olía el aceite. Con un Colt 45 automático en la mano, Tom Mix habría podido impedir la irrupción de las películas habladas.
– De acuerdo, Gunther. Veamos sus cartas.
– Hay un sobre en el bolsillo de mi abrigo que contiene los borradores de una carta dirigida a un amigo mío. Un tipo que se llama Otto Schuchardt. Trabaja en la Gestapo, a las órdenes del subcomisario Volk, en Prinz-Albrecht Strasse. Puede corroborar los nombres fácilmente. Cuando desaparezca del Adlon, otro amigo mío del Alex, un comisario de investigación, enviará la copia limpia de esos borradores a Schuchardt. Entonces, lo asarán a usted con mantequilla.
– ¿Y qué interés puede tener en mí la Gestapo? Soy ciudadano estadounidense, como bien ha dicho usted.
– Un tal capitán Weinberger me enseñó lo que el FBI había mandado a la Gestapo de Wurzburgo. Nada concluyente. Sólo es usted sospechoso de unas cuantas cosas. No hay para tanto, dirá usted; sin embargo, sobre el homicida de su hermano menor, Abe, el FBI sabe lo suficiente, así como sobre su padre, Theodor. Un tipo muy interesante, desde luego. Por lo visto, cuando se fue a vivir a América, la policía de Viena lo buscaba por un homicidio perpetrado con un picahielo. Naturalmente, siempre es posible que todo fuese un montaje. Los austriacos tratan a los judíos mucho peor que nosotros, aquí en Berlín, pero eso era lo que quería decir yo a mi amigo Otto Schuchardt. Resulta que él trabaja en lo que la Gestapo llama el Negociado de Asuntos Judíos. Supongo que se hará una idea de la clase de gente que le interesa.
Reles se dirigió a Krempel.
– Trae aquí su abrigo -dijo. Después me miró con mala cara-. Si descubro que miente sobre este asunto, Gunther -me apretó la rodilla con el Colt-, antes de tirarlo por la borda le pego un tiro en cada pierna.
– No miento. Lo sabe perfectamente.
– Lo veremos, ¿no es eso?
– Me intriga la reacción que tendrán todos sus amigos nazis cuando descubran lo que es, Reles. Von Helldorf, por ejemplo. ¿Recuerda lo que pasó cuando descubrió lo de Erik Hanussen, el vidente? ¡Cómo no va a acordarse! Esta embarcación era de Hanussen, precisamente, ¿verdad?
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