– Cabrón.
– ¿Yo? La ha matado usted, Gunther. Y a él también. Desde el momento en que dijo lo que dijo, no me dejó alternativa. Tenían que morir. Me habrían puesto encima de un barril con los pantalones bajados y me habrían follado desde ahora hasta Navidad y yo no habría podido evitarlo. -Tomó otro trago-. Por otra parte, usted… Sé exactamente qué le impedirá hacerme eso mismo. ¿Se le ocurre el motivo?
Suspiré.
– ¿Sinceramente? No.
Soltó una risita y me entraron ganas de matarlo.
– Entonces, considérese afortunado de que esté yo aquí para contárselo, gilipollas. Noreen Charalambides. Ahí lo tiene. Se enamoró de usted y sigue enamorada. -Frunció el ceño y sacudió la cabeza-. Sólo Dios sabrá por qué. Porque es usted un perdedor, Gunther. Un liberal en un país lleno de nazis. Si eso no lo convierte en perdedor, fíjese en el agujero de la suela de su zapato de mierda. Porque, vamos a ver, ¿cómo pudo semejante mujer enamorarse de un imbécil irremediable que tiene los zapatos agujereados?
»Y lo que es igual de importante -prosiguió-, usted está enamorado de ella. No vale la pena negarlo. Verá, estuvimos charlando un rato ella y yo, antes de que volviera a los Estados Unidos, y me contó lo que sentían el uno por el otro. Debo decir que me decepcionó mucho, porque en el barco de Nueva York surgió algo entre nosotros. ¿Se lo contó?
– No.
– Ahora no importa. Lo único importante es que a usted le importa Noreen lo suficiente para evitar que la maten, porque pasaría lo siguiente: en cuanto bajemos de este barco, voy a mandar un telegrama a mi hermano pequeño, que vive en Nueva York. En realidad, es sólo hermano de padre, pero la sangre es la sangre, ¿verdad? Lo llaman Kid Twist, Chico Retorcido, porque eso es lo que es, el muy jodido. Bien, por eso y porque le gusta retorcer el cuello a los tipos que no le caen bien… hasta rompérselo. Eso fue antes de aprender lo que mejor sabe hacer, con un picahielo. El caso es que le gusta matar gente, resumiendo. Yo lo hago porque es necesario, como ahora, pero a él le gusta ese trabajo.
»Bien, ¿y qué le voy a decir en el telegrama, el que le voy a mandar? Le voy a decir lo siguiente: que si me pasa algo mientras esté en Alemania, si me detiene la Gestapo o cualquier otro percance, que busque a Mistress Charalambides y la mate. Con ese nombre, créame, no será difícil dar con ella. Puede violarla también, si le apetece un poco, que le apetecerá, y si está de humor, que suele estarlo.
Sonrió.
– Considérelo mi denuncia, si le parece, aunque, al contrario que la suya, Gunther, no tiene nada que ver con que ella sea judía. De todos modos, estoy seguro de que entiende a grandes rasgos lo que quiero decir. Yo lo dejo en paz a usted por la carta que ha escrito al Negociado de Asuntos Judíos de la Gestapo. Usted me deja en paz a mí por el telegrama que voy a mandar a mi hermano en cuanto vuelva a mi suite. Los dos estamos en jaque, igual que en el ajedrez, cuando la cosa queda en tablas. Mi póliza de seguros contrarresta la suya. ¿Qué me dice?
De pronto me acometieron las náuseas. Me incliné hacia un lado y vomité otra vez.
– Me lo tomo como un sí -dijo Reles-, porque, reconozcámoslo, ¿qué otra cosa podemos hacer? Me complace pensar que leo los pensamientos de los demás como un periódico, Gunther. Durante la Ley Seca era más fácil. Los tipos con los que me relacionaba consideraban las cosas blancas o negras y casi siempre sabías con quién tratabas sólo con mirarlos a los ojos. Después, cuando derogaron la Ley Volstead, mi organización tuvo que diversificarse, buscar otros intereses. Gunther, prácticamente fui yo quien montó las organizaciones obreras y sindicales en los Estados Unidos. Sin embargo, en general, esos tipos no se dejan leer el pensamiento tan fácilmente. Los de los negocios, quiero decir, ya sabe. Fue muy difícil averiguar qué hostias querían, porque, al contrario que los de la priva, no lo sabían ni ellos mismos. Casi nadie sabe lo que quiere, he ahí el problema.
»Por otra parte está usted, amigo mío, que tiene algo de cada uno. Usted cree que ve las cosas o blancas o negras, cree que sabe lo que quiere, pero en realidad no es así. Cuando lo conocí, lo tomé por un ex poli bobo cualquiera que quería hacer pasta rápida. Supongo que algunas veces se ve a sí mismo de esa forma, pero usted no se acaba ahí y eso también debió de verlo Noreen: algo más, algo complicado. Fuera lo que fuese, esa mujer no era de las que se enamoran de un tipo que no se enamore de ella de la misma forma. -Se encogió de hombros-. Lo que hubo entre ella y yo fue por puro aburrimiento. Con usted, fue auténtico.
Reles hablaba con calma, incluso razonablemente y, oyéndolo hablar, me pareció muy difícil creer que acabase de matar a dos personas. Puede que hubiera discutido con él, si me hubiese encontrado mejor, pero tal como tenía el estómago y con lo que había hablado ya, estaba bastante agotado. Sólo quería dormir y seguir durmiendo mucho tiempo. Y acaso vomitar otro poco, cada vez que el cuerpo me lo pidiese. Al menos así sabría que estaba vivo.
– Según mis cálculos -dijo-, sólo queda una cuestión.
– Espero que no sea de las que se arreglan con ese Colt.
– Directamente, no. Es decir, podría hacerme ese favor, pero es usted muy quisquilloso. Al menos, ahora. Me gustaría verlo dentro de diez años, a ver si sigue igual.
– Si se refiere a que no estoy dispuesto a matar a sangre fría, en efecto, soy quisquilloso. Aunque, tratándose de usted, podría hacer una excepción. Al menos, mientras no haya mandado el telegrama.
– Precisamente por eso voy a dejarlo aquí hasta que me haya dado tiempo a mandárselo a Abe desde el hotel Palace de Potsdam. Por cierto, es un hotel agradable. También tengo una suite allí, para cuando voy a Potsdam. -Sacudió la cabeza-. No, el problema que tengo es el siguiente. ¿Qué voy a hacer con ese capitán de la Gestapo de Wurzburgo? ¿Cómo se llamaba? ¿Weinberger?
Asentí.
– Sabe demasiado de mí.
Asentí de nuevo.
– Dígame, Gunther. ¿Está casado? ¿Tiene hijos? ¿Alguien a quien ame, con quien pueda amenazarlo, si se sale del buen camino?
Sacudí la cabeza.
– Afirmo con toda sinceridad que la única persona a la que quiere verdaderamente es a sí mismo. Al menos en ese aspecto, responde a las características de cualquiera que trabaje en la Gestapo. Lo único que le preocupa es su carrera y prosperar, al precio que sea.
Reles asintió y dio un breve paseo por la cubierta.
– Al menos en ese aspecto, ha dicho. ¿En qué otro es diferente?
Sacudí la cabeza y me di cuenta de que me dolía horriblemente, un dolor de los que parece que te van a dejar ciego.
– No entiendo bien adónde quiere ir a parar.
– ¿Es marica? ¿Le gustan las chicas? ¿Se deja sobornar? ¿Cuál es su talón de Aquiles? ¿Tiene alguna debilidad? -Se encogió de hombros-. Mire, probablemente podría hacer que lo matasen, pero cuando se cargan a un poli, se levanta mucho oleaje, como pasó este verano, que se cargaron a uno a la puerta del Excelsior. La pasma de Berlín armó mucho revuelo con eso, ¿no?
– Dígamelo a mí.
– No quiero deshacerme de él, pero todo el mundo tiene un punto débil. El suyo es Noreen Charalambides; el mío, esa puta carta que está en el cajón de un poli, ¿no es eso? Bien, ¿cuál es la debilidad de ese capitán Weinberger?
– Ahora que lo menciona, hay una cosa.
Chasqueó los dedos dirigiéndose a mí.
– Bien, oigámosla.
No dije nada.
– Que te jodan, Gunther. Esto no es una cuestión de conciencia, es Noreen lo que está en juego. Piense que puede abrir la puerta una noche y encontrarse con mi hermanito Abe en el umbral. La verdad es que el pincho se me da mejor a mí que a él. Hay pocos que me superen, salvo mi viejo, quizá, y el médico que se lo enseñó. A mí lo mismo me da usar una pistola. También cumple su cometido. Sin embargo, Abe… -Max Reles sacudió la cabeza y sonrió-. Una vez, en Brooklyn, cuando estábamos trabajándonos a los hermanos Shapiro (unos personajes del hampa del barrio), el chico se cargó a un tipo en un tren de lavado porque no le había limpiado bien el coche. Le había dejado las ruedas sucias. Al menos, eso fue lo que me contó él. A plena luz del día, lo dejó sin sentido y luego le clavó el picahielo en el oído. Ni una señal. La poli creyó que le había dado un ataque cardiaco. ¿Y los Shapiro? Murieron también. En el mes de mayo, enterramos vivo a Bill en el arenal de un parque, Abe y yo. Es uno de los motivos por los que vine a Berlín, Gunther, para dejar que se calmasen los ánimos un poco. -Hizo una pausa-. En resumen, ¿me he explicado bien? ¿Quiere que tenga que decirle al chico que entierre viva a la puta esa, como a Bill Shapiro?
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