Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Era Noreen Charalambides.

Sólo que no lo era. Había dejado de ser Noreen Charalambides, igual que había dejado yo de ser Bernhard Gunther. Hacía mucho tiempo que se había separado de Nick, su marido, y había vuelto a ser Noreen Eisner, que era como la conocía el mundo lector ahora, por ser autora de más de diez novelas de éxito y varias obras de teatro famosas. Estaba firmando un libro bajo la ferviente mirada de una empalagosa turista estadounidense, en la caja en la que iba yo a pagar el libro de Montaigne, es decir, que nos vimos los dos al mismo tiempo. De lo contrario, es fácil que me hubiese largado a la chita callando. Lo habría hecho porque estaba en Cuba con un nombre falso y, cuanta menos gente lo supiera, mejor. Y también por otro motivo: no estaba yo nada favorecido físicamente. Había dejado de estarlo en la primavera de 1945. Ella, por el contrario, no había cambiado nada. En su pelo castaño se veía alguna hebra blanca; también un par de arrugas en la frente, pero seguía siendo guapísima. Llevaba un bonito broche de zafiro y un reloj de oro. Escribía con una estilográfica de plata y de su brazo colgaba un caro bolso de cocodrilo.

Al verme, se tapó la boca con la mano, como si hubiera visto un fantasma. Y a lo mejor era cierto. Cuanto mayor me hago, más fácil resulta creer que mi pasado es el de otro y que no soy más que un espíritu en el limbo o un holandés errante, condenado a surcar los mares eternamente.

Me toqué el ala del sombrero sólo por comprobar si la cabeza seguía en su sitio y dije «Hola», pero en inglés, cosa que debió de confundirla un poco más. Pensando que no se acordaría de mi nombre, fui a quitarme el sombrero, pero no lo hice. Quizá fuese mejor así, hasta que le dijese el nuevo.

– ¿De verdad eres tú? -musitó.

– Sí.

Se me puso en la garganta un nudo más grande que un puño.

– Creía que habías muerto, con toda probabilidad. Lo daba por cierto, la verdad. No puedo creer que seas tú.

– A mí me pasa lo mismo, cada vez que me levanto por la mañana y me voy cojeando al cuarto de baño. Siempre tengo la sensación de que me han cambiado el cuerpo por el de mi padre mientras dormía.

Noreen sacudió la cabeza. Se le saltaron las lágrimas. Abrió el bolso y sacó un pañuelo que no habría servido ni para enjugar el llanto de un ratón.

– Puede que seas la respuesta a mi oración -dijo.

– Pues habrás rezado a la santería -dije-, a algún espíritu vudú disfrazado de santo católico… o peor todavía.

Me callé un momento pensando en qué antiguos demonios, qué poderes infernales se habrían apoderado de Bernie Gunther y lo habrían convertido misteriosa y perversamente en respuesta a una oración inútil.

Cohibido, miré alrededor. La turista untuosa era una señora gorda de unos sesenta años, con guantes finos y un sombrero de verano con velo que recordaba a un apicultor. Nos miraba a Noreen y a mí con una atención como si estuviéramos en el teatro. Cuando no observaba la conmovedora escenita del reencuentro, contemplaba la firma de su libro, como si no pudiera terminar de creer que la había estampado la autora.

– Oye -dije-, aquí no podemos hablar. Quedemos en el bar de la esquina.

– ¿El Floridita?

– Nos vemos allí dentro de cinco minutos. -Entonces, miré a la cajera y le dije-: Cargue esto a mi cuenta, por favor. Me llamo Hausner. Carlos Hausner.

Lo dije en español, pero estaba seguro de que Noreen lo entendería. Siempre entendía rápidamente cualquier situación. Le lancé una mirada y asentí con un gesto. Ella asintió también, como dándome a entender que mi secreto estaba bien guardado. De momento.

– Bien, en realidad ya he terminado -dijo Noreen. Sonrió a la turista; ésta sonrió también y le dio las gracias profusamente, como si, en vez de un libro, le hubiese firmado un cheque de mil dólares-. En tal caso, ¿por qué no nos vamos juntos? -Me agarró del brazo y me llevó hasta la salida-. La verdad es que no quiero que desaparezcas ahora, que he vuelto a encontrarte.

– ¿Por qué iba a desaparecer?

– ¡Ah! Se ocurren muchos motivos -dijo-, «señorHausner». A fin de cuentas, soy escritora.

Salimos de la librería y subimos una cuesta suave en dirección al Floridita.

– Ya lo sé. Incluso he leído un libro tuyo, el de la Guerra Civil Española: Lo peor es lo mejor para el valiente.

– ¿Y qué te pareció?

– ¿Sinceramente?

– Inténtalo, digo yo, «Carlos»

– Me gustó.

– Conque no mientes sólo sobre tu nombre, ¿eh?

– En serio, me gustó.

Estábamos fuera del bar. Un hombre abrió la capota de un Oldsmobile y nos saludó interponiéndose en nuestro camino.

– ¿Taxi, señor? ¿Taxi?

Lo despedí con un movimiento de la mano y, a la puerta del bar, cedí el paso a Noreen.

– Sólo puedo tomar algo rápido y me voy. He quedado dentro de quince minutos. En la fábrica de puros. Cuestión de negocios. Puede que me salga trabajo, por eso no puedo faltar.

– Si lo prefieres así… Al fin y al cabo, no ha sido más que media vida.

2

La barra era de caoba, del tamaño de un velódromo; detrás se veía un mural bastante mugriento de un barco antiguo entrando en el puerto de La Habana. Podría haber sido un barco de esclavos, pero más probablemente fuese uno de tantos cargamentos de marineros o turistas estadounidenses, como los que atestaban El Floridita en ese momento, casi todos recién desembarcados del crucero atracado en la bahía, junto al destructor. Dentro del local, un trío de músicos se preparaba para tocar. Buscamos una mesa y rápidamente, antes de que el camarero dejase de oírnos, pedí algo de beber.

Noreen se entretuvo en mirar lo que había comprado yo.

– Conque Montaigne, ¿eh? ¡Impresionante!

Me habló en alemán, dispuesta, probablemente, a hacerme alguna pregunta comprometida sin peligro de que nos oyeran y nos entendieran.

– No tanto. Todavía no lo he leído.

– ¿Qué es esto? ¿Hobby Centre? ¿Tienes hijos?

– No; es para mí. -Sonrió y yo me encogí de hombros-. Me gustan los trenes eléctricos. Me gusta que den vueltas y vueltas, como un pensamiento aislado, sencillo e inocente en mi cabeza. Es una forma de olvidar otros pensamientos que tengo.

– Ya sé. Eres como la institutriz de Otra vuelta de tuerca.

– ¡Ah! ¿Sí?

– Es una novela de Henry James.

– No lo sabía. Y bien, ¿tú has tenido hijos?

– Una hija. Dinah. Acaba de terminar los estudios.

Llegó el camarero y nos puso las bebidas delante limpiamente, como un gran maestro de ajedrez enrocándose. Cuando se hubo ido, Noreen dijo:

– ¿Qué ha pasado, Carlos? ¿Te buscan o algo así?

– Es largo de contar. -Brindamos en silencio.

– Me lo imagino.

Eché una mirada al reloj.

– Demasiado, para contártelo ahora. Otra vez será. ¿Y tú? ¿Qué haces en Cuba? Lo último que supe de ti fue que te habían hecho pasar por el HUAC, ese tribunal de pega de Actividades Antiamericanas. ¿Cuándo fue?

– En mayo de 1952. Me acusaron de comunista, estaba en la lista negra de varios estudios de cine de Hollywood -agitó su bebida con una pajita- y por eso he venido aquí. Un buen amigo mío que vive en Cuba se enteró de que me habían sometido a la farsa del HUAC y me invitó a pasar una temporada en su casa.

– Un amigo que vale la pena.

– Es Ernest Hemingway.

– Vaya, un amigo de quien he oído hablar.

– Por cierto, este bar es uno de los que más le gustan.

– ¿Y él y tú…?

– No. Está casado. De todos modos, ahora mismo no está en la isla. Se ha ido a África. Asuntos de matar… a sí mismo, principalmente.

– ¿También es comunista?

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