Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– Yo no -gritó Roubaud-, yo les guardaba las espaldas. Yo sólo me reía.

– Y hoy, ¿te sigues riendo?

Roubaud bajó la cabeza, con las manos aún aferradas a la silla.

– ¿La chica? -repitió Adamsberg.

– Violada por los cinco tipos, uno tras otro. Tuvo una hemorragia. Al final, estaba inerte. Creí incluso que habíamos metido la pata, que estaba muerta. De hecho, se volvió loca, ya no reconocía a nadie.

– ¿Cinco? Creí que erais siete.

– Yo no la toqué.

– ¿Pero el sexto tipo? ¿No hizo nada?

– Era una chica. Ella -dijo Roubaud señalando con el dedo la foto de Marianne Bardou-. Estaba liada con uno de los tipos. No queríamos chavalas pero ella se empeñó, y entonces vino.

– ¿Qué hacía?

– Fue ella la que echó la gasolina. Se reía mucho.

– Vaya por Dios.

– Sí -dijo Roubaud.

– ¿Y después?

– Después de que el tipo terminase de telefonear, lleno de vómito, los pusimos de patitas en la calle, en pelotas con sus trastos y nos fuimos todos juntos a emborracharnos.

– Bonita velada -comentó Adamsberg-. Eso había que mojarlo.

– Lo juro, yo estaba desanimado. Nunca he vuelto a tocar eso y nunca he vuelto a ver a los tipos. Recibí las pelas por correo, como estaba convenido, y nunca volví a oír nada al respecto.

– Hasta esta semana.

– Sí.

– En que reconociste a las víctimas.

– Sólo a él, a él y a la mujer -dijo Roubaud señalando las fotos de Viard, Clerc y Bardou-. Sólo los vi una noche.

– ¿Reaccionaste enseguida?

– Sólo después del asesinato de la mujer. La reconocí porque tenía un montón de lunares en la cara. Entonces miré las fotos de los otros y comprendí.

– Que había vuelto.

– Sí.

– ¿Sabes por qué esperó todo este tiempo?

– No, no lo conozco.

– Porque cumplió cinco años de cárcel después de aquello. Su novia, la chica a la que volvisteis loca, se tiró por la ventana un mes más tarde. Digiere eso, Roubaud, si no tienes aún suficiente sobre tu conciencia.

Adamsberg se levantó, abrió de par en par la ventana para respirar, para ahuyentar el sudor y el horror. Se quedó apoyado un momento sobre la barandilla, inclinando su mirada sobre la gente que caminaba allá abajo, por la calle, gente que no había escuchado la historia. Siete y cuarto. El sembrador seguía durmiendo.

– ¿Por qué tienes miedo si está en chirona? -dijo volviéndose.

– Porque no es él -susurró Roubaud-. Han metido la pata hasta el fondo. El tipo al que torturamos era un tipo alto y delgaducho que habría salido volando con un cachete, un debilucho, un mierda, un intelectual del tres al cuarto incapaz de levantar una pinza de la ropa. El tipo que enseñaron en la tele era un tipo fuerte, con un buen físico, nada que ver, puede creerme.

– ¿Seguro?

– Estoy convencido. Aquel tipo tenía cara de pajarito, me acuerdo muy bien. Sigue fuera y me vigila. Ya le he dicho todo, ahora pido protección. Pero se lo juro, yo no hice nada, les guardaba…

– Las espaldas, ya lo he oído, no te canses. ¿Pero tú no crees que un hombre puede cambiar en cinco años de cárcel? ¿Sobre todo si ha decidido vengarse y eso se ha convertido en una idea fija? ¿No crees que los músculos se fabrican, a diferencia del cerebro? ¿Y que si tú te has quedado igual de tonto, él ha podido transformarse voluntariamente?

– ¿Para qué?

– Para limpiar su vergüenza, para vivir y para condenaros.

Adamsberg fue al armario, sacó una bolsita de plástico que contenía un gran sobre amarillo y la arrojó suavemente bajo los ojos de Roubaud.

– ¿Conoces eso?

– Sí -dijo Roubaud frunciendo el ceño-. Había uno en el suelo cuando me fui de casa hace un rato.

– Era él, el sembrador. Es el sobre donde iban las pulgas misiles.

Roubaud apretó sus brazos sobre el vientre.

– ¿Tienes miedo de la peste?

– No demasiado -dijo Roubaud-. No creo verdaderamente en esas chorradas, es una treta para engatusar a la gente.

– Y tienes razón. ¿Estás seguro de que ese sobre no estaba allí ayer?

– Seguro.

Adamsberg se pasó la mano por la mejilla, pensativo.

– Ven a verlo -dijo dirigiéndose hacia la puerta.

Roubaud titubeó.

– Te ríes menos que antes, en los viejos tiempos, ¿eh? Ven, no corres ningún riesgo, el animal está enjaulado.

Adamsberg arrastró a Roubaud hasta la celda de Damas. Éste dormía aún el sueño de los justos, con el rostro de perfil posado sobre la manta.

– Míralo bien -dijo Adamsberg-. Tómate el tiempo que necesites. No olvides que hace casi ocho años que no lo has visto y que entonces no estaba en su mejor momento.

Roubaud examinó a Damas a través de los barrotes, casi fascinado.

– ¿Qué dices? -preguntó Adamsberg.

– Es posible -dijo Roubaud-. La boca, es posible. Tendría que verle los ojos.

Adamsberg abrió la celda bajo la mirada casi aterrorizada de Roubaud.

– ¿Quieres que cierre? -preguntó Adamsberg-. ¿O quieres que te meta aquí con él, para que podáis divertiros juntos como cuando erais jóvenes, evocando buenos recuerdos?

– No me joda -dijo Roubaud sombríamente-, puede ser peligroso.

– Tú también has sido peligroso.

Adamsberg se encerró con Damas y Roubaud lo contempló como quien admira a un domador que penetra en la arena.

– Despiértate, Damas, tienes visita.

Damas se sentó mascullando y contempló las paredes de la celda, estupefacto. Después recordó y echó sus cabellos para atrás.

– ¿Qué hay? -preguntó-. ¿Puedo irme?

– Ponte de pie. Hay un tipo que quiere verte, un viejo conocido.

Damas le hizo caso enrollado en su manta, siempre dócil, y Adamsberg observó alternativamente a los dos hombres. El rostro de Damas pareció cerrarse ligeramente. Roubaud abrió desorbitadamente los ojos y después se alejó.

– ¿Y bien? -preguntó Adamsberg una vez en el despacho-. ¿Qué dices?

– Es posible -dijo Roubaud poco convencido-. Pero si es él, ha doblado de volumen.

– ¿Y su cara?

– Es posible. No tenía el pelo largo.

– ¿No te mojas, eh? ¿Tienes miedo?

Roubaud asintió con la cabeza.

– Quizás no te equivoques -dijo Adamsberg-. Es posible que tu vengador no opere solo. Te guardo aquí hasta que lo veas más claro.

– Gracias -dijo Roubaud.

– Dame el nombre de la próxima víctima.

– Pues yo.

– Ya lo he entendido. Pero ¿y el otro? Erais siete, menos cinco que han muerto, igual a dos, menos tú, igual a uno. ¿Quién queda?

– Un tipo enjuto y feo como un topo, el peor de la tropa, en mi opinión. Fue él quien le metió la matraca.

– ¿Su apellido?

– No nos dijimos ni los apellidos ni los nombres. En este tipo de golpe, nadie corre riesgos.

– ¿Edad?

– Como todos nosotros. Tenía entre veinte y veinticinco.

– ¿Era de París?

– Supongo.

Adamsberg puso a Roubaud en una celda, sin cerrarla, y después pasó la cabeza a través de los barrotes de la de Damas tendiéndole su ropa.

– El juez ha decidido inculparte.

– Bueno -dijo Damas, plácido, sentado sobre su banco.

– ¿Hablas latín, Damas?

– No.

– ¿Sigues sin tener nada que decirme? ¿Y sobre las pulgas?

– No.

– ¿Y a propósito de seis tipos que te torturaron, un jueves 17 de marzo? ¿Y de una chica que se reía?

Damas permaneció silencioso, con las palmas de sus manos vueltas hacia sí, con el pulgar rozando su diamante.

– ¿Qué te quitaron, Damas? ¿Aparte de tu novia, tu cuerpo, tu honor? ¿Qué buscaban?

Damas no se movió.

– Bueno -dijo Adamsberg-. Te envío algo para que desayunes. Vístete.

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