– ¿Le gusta la música?
– Sí -dijo Roubaud, un poco perdido.
– ¿Tiene una cadena, una tele?
– Sí.
– ¿Ve el fútbol?
– Sí, evidentemente.
– ¿Entiende?
– Bastante.
– Nantes-Burdeos, ¿lo ha visto?
– Sí.
– No jugaron mal, ¿verdad? -dijo Adamsberg, que lo había visto.
– Si usted lo dice -dijo Roubaud con una mueca-, jugaron más bien flojo y terminó con un empate. Ya se veía venir desde la primera mitad.
– ¿Ha seguido las noticias en el descanso?
– Sí -dijo Roubaud maquinalmente.
– Entonces -dijo Adamsberg sentándose ante él-, ya sabrá que cogimos ayer por la noche al sembrador de la peste.
– Es lo que dijeron -murmuró Roubaud confuso.
– En ese caso, ¿qué es lo que le asusta?
El tipo se mordió los labios.
– ¿Qué le da miedo? -repitió Adamsberg.
– No estoy seguro de que sea él -soltó el hombre con voz vacilante.
– ¿Sí? ¿Usted entiende de asesinos?
Roubaud se mordió completamente su labio inferior, con los dedos hundidos en los pelos de su torso.
– ¿Soy yo el amenazado y es conmigo con quien se mete? -repitió-. Tenía que haberlo sabido. Los policías, en cuanto se les llama, te cuelgan el muerto, es lo único que saben hacer. Tenía que habérmelas arreglado yo solo. Uno quiere ayudar a la justicia y he aquí el resultado.
– Pero va a ayudar, Roubaud, y mucho, incluso.
– ¿Sí? Creo que se está haciendo la picha un lío, comisario.
– No te las des de avispado, Roubaud, porque no eres lo suficientemente listo para eso.
– ¿Ah, no?
– No. Pero si no quieres ayudarme, te volverás a tu casa como has venido. A tu casa, Roubaud. Si tratas de irte por las ramas, te llevaremos a tu domicilio. Allí esperarás tu muerte.
– ¿Desde cuándo los policías me dictan adónde debo ir?
– Desde que me jodes. Pero vete, Roubaud, eres libre. Lárgate.
El hombre no se movió.
– ¿Tienes miedo, eh? ¿Tienes miedo de que te estrangule con el cable de muescas como a los otros cinco? Sabes que no podrás defenderte. Sabes que te atrapará donde quiera que estés, en Lyon, en Niza o en Berlín. Eres el objetivo. Y sabes por qué.
Adamsberg abrió su cajón y después desplegó ante el hombre las fotos de las cinco víctimas.
– ¿Sabes que vas a reunirte con ellos, eh? Los conoces, a todos, y por eso tienes miedo.
– Déjeme en paz -dijo Roubaud volviéndose de lado.
– Entonces, lárgate. Vete.
Pasaron dos largos minutos.
– Bueno -se decidió el hombre.
– ¿Los conoces?
– Sí y no.
– Explícate.
– Digamos que los conocí una noche, hace mucho tiempo, siete u ocho años. Bebimos unas copas juntos.
– Ah, sí. Bebisteis unas copas juntos y por eso os eliminan de uno en uno.
El hombre transpiraba, y el olor de su sudor inundaba toda la habitación.
– ¿Quieres un café? -preguntó Adamsberg.
– Sí.
– ¿Con algo de comer?
– Sí.
– Danglard, dígale a Estalère que traiga todo eso.
– Y tabaco -añadió Roubaud.
– Cuenta -repitió Adamsberg mientras Roubaud se reanimaba con ayuda de un café con leche muy azucarado-. ¿Cuántos erais?
– Siete -murmuró Roubaud-. Nos encontramos en un bareto, se lo juro.
Adamsberg contempló de inmediato sus grandes ojos negros y vio que un poco de verdad había pasado con este «se lo juro».
– ¿Qué hicisteis?
– Nada.
– Roubaud, tengo al sembrador en la celda. Si quieres, te meto con él, cierro los ojos y no hablamos más. En una media hora, estás muerto.
– Digamos que le apretamos las tuercas a un tipo.
– ¿Por qué?
– Queda lejos. Nos pagaron para que ese tipo soltase algo, eso es todo. Había robado en una tienda y tenía que devolverlo. Le apretamos las tuercas, era el trato.
– ¿El trato?
– Sí, nos habían contratado. Un trabajillo, ya sabe.
– ¿Dónde le «apretasteis las tuercas»?
– En un gimnasio. Nos dieron la dirección, el nombre del tipo y el nombre del bareto donde debíamos reunimos. Porque no nos conocíamos de nada.
– ¿Ninguno de vosotros?
– No. Éramos siete y nadie se conocía. Nos habían pescado separadamente. Un tipo listo.
– ¿Dónde os habían pescado?
Roubaud se encogió de hombros.
– En lugares donde se encuentran tipos a los que no les importa apretarle las tuercas a otros por pasta. No es complicado. A mí me pescaron en un pub de mierda en la Rue Saint-Denis. Se lo juro, yo no me meto en ese tipo de negocios desde hace años. Se lo juro, comisario.
– ¿Quién te pescó?
– No lo sé, todo estaba puesto por escrito. Una chica me dio la carta. Papel elegante, limpio. Me fié.
– ¿De parte de quién?
– Se lo juro, nunca supe quién nos había contratado. Demasiado listo, el jefe. Debimos haber pedido más.
– Entonces os reunisteis los siete y fuisteis a buscar a vuestra víctima.
– Sí.
– ¿Cuándo fue?
– Un 17 de marzo, un jueves.
– Y os lo llevasteis a ese gimnasio. ¿Y después?
– Ya lo he dicho, mierda -dijo Roubaud agitándose en su silla-. Le apretamos las tuercas.
– ¿Eficaz? ¿Soltó lo que tenía que soltar?
– Sí, terminó telefoneando. Dio toda la información.
– ¿De qué se trataba? ¿Pasta? ¿Droga?
– No lo supe, lo juro. El jefe debió de quedar satisfecho puesto que no volvimos a oír nada al respecto.
– ¿Os pagaron bien?
– Sí.
– Le apretasteis las tuercas, ¿eh? ¿Y el tipo lo soltó todo? ¿No dirías más bien que lo torturasteis?
– Le apretamos las tuercas.
– ¿Y vuestra víctima os hace pagar ocho años más tarde?
– Eso es lo que creo.
– ¿Por haberle apretado las tuercas? ¿Estás de cachondeo, Roubaud? Vas a volverte a casa.
– Es la verdad -dijo Roubaud agarrándose a la silla-. ¿Para qué mierda íbamos a torturarlos si no tenían estómago? Se cagaban sólo de vernos.
– ¿Ellos?
Roubaud se mordió de nuevo el labio inferior.
– ¿Eran varios? Espabila, Roubaud, siento que tenemos prisa.
– Había una chica también -murmuró Roubaud-. No tuvimos elección. Cuando fuimos a coger al tipo, estaba con su novia, ¿qué más daba? Nos los llevamos a los dos.
– ¿Le apretasteis también las tuercas a la chica?
– Un poco. Yo no, lo juro.
– Mientes. Sal del despacho, ya no quiero verte. Enfréntate a tu destino, Kévin Roubaud, yo me lavo las manos.
– No fui yo -dijo Roubaud susurrando-, lo juro. No soy un animal. Soy un poco borde si me provocan pero no como los otros. Yo sólo me reía un poco y les guardaba las espaldas.
– Te creo -dijo Adamsberg que no creía nada-. ¿De qué te reías?
– Pues bien, de lo que hacían.
– Apúrate, Roubaud, no te quedan más que cinco minutos y te echo.
Roubaud inspiró ruidosamente.
– Lo despelotaron -continuó en voz baja-, le echaron gasolina sobre la… sobre el…
– Sobre el sexo -sugirió Adamsberg.
Roubaud asintió. Las gotas de sudor rodaban sobre sus mejillas y acababan perdiéndose en su torso.
– Encendieron mecheros y empezaron a girar en torno a él, acercándose a su… a su chisme. El tipo aullaba, se moría de cague ante la idea de que su chirimbolo se incendiase.
– Apretar las tuercas -murmuró Adamsberg-. ¿Y después?
– Después le dieron la vuelta sobre la mesa de gimnasia y lo clavaron.
– ¿Lo clavaron?
– Pues sí. Eso se llama decorar a un tipo. Le clavaron chinchetas por el cuerpo y después le metieron una matraca entre las, en el, en el culo.
– Formidable -dijo Adamsberg entre dientes-. ¿Y la chica? No me digas que no tocasteis a la chica.
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