Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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El Billares se metió el resto de la tostada en la boca y se limpió las manos en las perneras del pantalón.

– Un billete de veinte tiende a acelerar las cosas -dijo.

En cuanto tuvo el dinero metido en el bolsillo de su camisa, le dijo que una de las pandillas de la zona iba por el club, o solía hacerlo, hasta hacía un par de semanas. No había visto a demasiados de ellos desde entonces.

– ¿Algún nombre? -preguntó Helen.

– Sólo esos motes estúpidos que tienen todos.

– Estoy escuchando.

Mencionó unos cuantos nombres que Helen reconoció del mural que había visto la última vez que había estado en Lewisham. La lista de honor. Confirmaba lo que el llamante anónimo había dicho, y empezó a sentir el nerviosismo acumulándose; dejándola sin aliento.

Y sabía que había más.

– Háblame del hombre del traje -dijo Helen-. Con quién le viste hablar.

El Billares estaba empezando a lanzar prolongadas miradas hacia el periódico.

– Vi a un tipo con un traje. Fin de la historia, de verdad.

– Entonces devuélveme esas veinte libras.

El Billares suspiró, se giró sobre su silla y señaló las escaleras.

– Bajaban por ahí, como si hubiesen tenido una especie de reunión arriba. Esto fue hace cinco o seis semanas, algo así.

Wave… el del pelo absurdo, el que actuaba como si estuviese al mando, y su matón paquistaní. Y el tipo blanco del traje, que parecía un agente inmobiliario o algo. Con mucho colegueo, dándose las manos y todo eso, y había unos cuantos de los otros por ahí, con pinta de no saber qué estaba pasando.

Helen no se molestó en pedirle una descripción. El hombre que había dejado el mensaje en su contestador había dicho que era demasiado lista para eso.

– ¿A quién más le has hablado de esto?

– No sé, a unas cuantas personas. No me acuerdo.

Aunque Helen no hubiese sabido que estaba mintiendo, habría sido evidente por su cara, por la aprensión que había en ella.

– Venga, no me enteré por arte de magia, ¿verdad?

El Billares parecía incómodo, como si ya hubiese dicho más de lo que valían sus veinte libras.

Helen supuso que no importaba demasiado. Desechó con un gesto de la mano su propia pregunta y le dijo que podía retomar sus apuestas en cuanto le dijese dónde estaba el encargado.

– ¿Por qué no lo aceptaste?

– No lo necesitamos.

– Por supuesto que no. Podemos pedírselo prestado al banco, ¿verdad? Podemos recurrir a parte de nuestros ahorros, a todo ese dinero que tenemos por ahí escondido. Sí, no hay problema.

Theo sabía, en cuanto había abierto la boca, que era un error. Javine se había agarrado a ello como un pit-bull, y había estado machacándole desde entonces, como si hubiese echado a perder una gran oportunidad.

– Sólo decía esas cosas, tía -dijo Theo-. Lo de buscarse un trabajo, lo de que está bien y todo eso. Pero tú no le viste la cara.

– Es lo que se supone que hacen los padres. Hacen sacrificios, ¿no?

Theo sacudió la cabeza.

– Sí, cuando eres un crío, cuando no te puedes cuidar por ti mismo. Después, depende de ti. Se supone que tú eres el que tiene que cuidarles a ellos.

Estaban en el salón. Benjamín estaba acostado boca arriba en la esquina, bajo un colorido gimnasio infantil, chillando y moviendo los brazos ante el espejito que colgaba sobre él. Theo estaba sentado en el sofá, mientras que Javine entraba y salía de la cocina, donde estaba preparando un biberón.

– Es sólo que es una pena, ¿sabes? -dijo. Se quedó de pie en la puerta, sacudiendo el biberón-. Tener algo en bandeja así y dejarlo pasar. No pasa todo el tiempo.

No le importaba que gritase (podía contestarle a gritos), pero no podía soportar que utilizase esa voz triste. Como si no quisiese darle importancia pero estuviese decepcionada. Como si no fuese culpa suya haberle fallado.

– Podría haber sido una oportunidad para irnos, eso es todo.

Si se arrepentía de haberle contado que su madre le había ofrecido el dinero, se habría dado una patada a sí mismo por haberle contado por qué. Se había sentido culpable pensando siquiera en irse a algún lugar, en dejar atrás a su madre y a Angela, y era aun peor ahora que su madre lo había planteado abiertamente. Era como si se hubiese dado cuenta de que lo tenía en la cabeza. ¿Era lo que realmente quería o se había ofrecido a ayudar porque se daba cuenta de que él no se atrevía? ¿Que necesitaba que le salvasen, como a un niño pequeño?

Incluso ahora, pensando que sería un error, se sentía egoísta.

Tal vez estuviesen perfectamente sin él. Tampoco era que hubiesen podido contar con él para nada. ¿Pero, cómo lo llevaría él? No estar allí por si alguna vez le necesitaban. No ver crecer a Angela o estar cerca para cuidarla cuando chicos como él le anduviesen detrás.

– Eres buen hijo -dijo Javine.

– Un buen hijo que tiene que ir llorándole a su madre para que le dé dinero.

– Ella te lo ofreció.

– Son los ahorros de toda su vida.

– Sé que estás pensando en tu madre, T…

No tenía que decir más. ¿Pero y yo? ¿Y Benjamín?

Theo la vio darse la vuelta y volver a la cocina, oyó cerrarse la puerta de la nevera y el zumbido del microondas al calentar el biberón.

– No necesitamos ese dinero -dijo.

Miró a Benjamín, dando patadas y mirando hacia arriba, su imagen en el espejito de plástico. Si conservaba la vida, acabase donde acabase, Theo sabía que lo único que de verdad quería era que su hijo pudiese mirarse y sentirse bien consigo mismo.

El encargado del Cue Up era un retaco calvo llamado Adkins. Tenía el culo gordo y llevaba corbata y una camisa de manga corta, cosa que a Helen siempre le resultaba ligeramente ridícula. No estaba segura de qué había estado haciendo arriba en el ordenador, en su pequeño despacho abarrotado, pero no estaba del mejor humor cuando le abrió la puerta.

Una vez más, la placa pareció hacer efecto, aunque Adkins apenas la miró antes de conducir a Helen a través de un montón de monitores de aspecto mugriento apilados bajo la única ventana.

Parecía que le habían dicho que contase con su visita.

El dispositivo de seguridad parecía bastante amplio, con imágenes de una cámara situada en la entrada del club, varias en la barra y las zonas de juego y otras en las escaleras y en las puertas de los servicios. Los trámites para revisar las cintas, sin embargo, eran un poco menos eficientes que los del centro de seguimiento del CCTV, donde Helen había visto a Paul entrando en el taxi de Ray Jackson dos semanas antes.

– Puede que tarde un rato -dijo Adkins.

– ¿Cuánto?

– No contenga la respiración.

El despacho era sofocante y, mientras Adkins buscaba en las grabaciones, Helen fue hasta un pequeño surtidor de agua que había en la esquina y se sirvió un vaso que su anfitrión no se había mostrado inclinado a ofrecerle. Sentía el sudor escociéndole por la espalda y la barriga e incluso después de tres vasos, tenía la boca seca y le costaba tragar.

El bebé se estaba moviendo. Varias veces cada pocos minutos, notó que se le desplazaba el estómago; un profundo bandazo, muy abajo, que no había sentido antes, y la dejó sin aliento durante unos segundos en cada ocasión. No podía estar segura de si era su cuerpo anticipándose el trauma natural inminente, o los nervios… el miedo a lo que podía estar a punto de ver.

Lo que alguien había decidido que debía ver.

– Aquí tiene -Adkins volvió al ordenador y se dejó caer en la silla-. Sírvase usted misma… La segunda por la izquierda.

Helen se acercó y se inclinó para ver mejor, colocándose en línea con la ventana para reducir el resplandor del monitor. Era una pantalla pequeña, de sólo ocho o nueve pulgadas, metida en una baqueteada caja de acero. La imagen estaba congelada: una imagen borrosa, en blanco y negro, de un pasillo; la línea oscura de un pasamanos en la esquina inferior izquierda.

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