– ¿Has oído hablar de esos tiroteos de Lewisham?
El asintió, envolviendo la taza con las manos.
– No se puede ignorar, está todo el rato en las noticias.
– Cuatro asesinatos en casi dos semanas -dijo ella.
– Doce días.
– Me fío de tu palabra.
– Hay que hacer algo -dijo Linnell-. No sólo vosotros. Gente mejor situada… Resolver el lío -meneó la cabeza-. No quiero parecer insensible, pero me pone un poco enfermo, ¿sabes a qué me refiero? Entierras a alguien como Paul, cuando hay gente por ahí haciendo eso, como si la vida no valiese lo que cuesta una comida para llevar. Te hace querer levantar las manos…
Parecía decirlo en serio. Tal vez los tipos como Frank Linnell pudiesen hacerlo, pensó, disociar sus propias acciones de las de los demás, por terribles que fuesen. O tal vez se hubiese enfrentado a situaciones como aquella desde su nacimiento.
– Eran los chicos del coche -dijo-. Los que mataron. Eran los que iban en el Cavalier cuando mataron a Paul.
Linnell no se esforzó demasiado por parecer sorprendido.
– Difícilmente se les puede considerar chicos.
– El más joven tenía catorce años.
Él se encogió de hombros.
– ¿No crees que renuncias a cualquier tipo de compasión cuando te ganas la vida como ellos lo hacían? ¿Cuando empiezas a llevar pistola?
– ¿Tú sí?
– Mira, comprenderás que no me afecte. Deberías comprenderlo, en cualquier caso.
– ¿Debería?
– ¿No hubo ni una pequeña parte de ti que se alegrase al descubrirlo?
Helen no pudo sostenerle la mirada y sus ojos se desviaron hacia el aparador de la esquina. Encima había una docena de fotos o más en marcos de colores brillantes: una instantánea en blanco y negro de una mujer mayor con un bebé; una foto más reciente de una mujer distinta, de pie junto a una chica joven; el propio Linnell posando con varios hombres trajeados. Y varias fotos de una mujer joven. Era excepcionalmente hermosa, con el pelo largo, castaño, unos ojos enormes y una sonrisa que daba a entender que no acababa de aceptarlo. Helen sabía muy poco de la vida privada de Linnell y se preguntó si sería su hija.
Linnell se giró y siguió su mirada.
– Tengo un par de Paul por alguna parte, si te apetece verlas.
– No, gracias.
Ambos dejaron de mirar las fotos.
– Mira, sé por qué estás tan cabreada -dijo él.
– ¿Ah sí? -¿Tienes la menor idea?, pensó Helen. ¿Puedes entender por un segundo que fuese lo que fuese lo que habían hecho los chicos que iban en aquel coche, formasen parte de lo que formasen, no se merecían lo que les hiciste? ¿De verdad crees que lo que has estado haciendo está justificado o que es, en algún sentido, egoísta y retorcido, honorable?
– No puedes soportar la idea de que Paul decidiese pasar tiempo con alguien como yo.
Helen tragó saliva.
– Lo que Paul hiciese era asunto suyo.
– No estoy diciendo que te culpe por ello.
– No estoy aquí para hablar de Paul.
– Entiendo que has descubierto lo que estaba haciendo -esperó, pero Helen no dijo nada-. Lo que significa que también estás profundamente cabreada por el hecho de que me lo contase a mí y a ti no.
– ¿Por qué crees que lo hizo? -Estaba decidida a mantener la calma, pero estaba levantando la voz-. Te lo contó porque eras parte de la operación. Esperaba que le fueses de utilidad, eso es todo.
– Si eso es lo que prefieres creer, vale. Pero si escuchas, te sentirás mucho mejor.
– No necesito que tú me hagas sentir mejor.
– Yo era la única persona en la que podía confiar -dijo Linnell-. Piénsalo. ¿A quién se lo voy a contar yo? Cree lo que quieras, pero yo no pago a un solo poli por nada, y si lo que Paul estaba haciendo le causaba algún problema a alguno de mis competidores que sí lo hace, tanto mejor. Sí, acudió a mí justo al final para que le echase una mano, cosa que, créeme, ojalá hubiera hecho, pero ahí se quedó la cosa -estaba manoseando su cadena de oro otra vez, envolviéndosela en el dedo-. Creo que necesitaba contárselo a alguien, ¿sabes? Creo que le estaba afectando un poco. Y realmente no podía contárselo a nadie más.
Hubo cierto alivio, una bien recibida dosis de comprensión, pero la sensación se evaporó rápidamente y le dejó mal sabor de boca. Helen no podía digerir la idea de que lo que Linnell le estaba contando debía servirle de consuelo, al igual que no podía soportar pensar que era posible que no le pillasen por vengarse de los chicos que iban en aquel coche.
Pero ella no podía hacer gran cosa al respecto.
– ¿Entonces, no sabes nada de esos tiroteos?
– ¿Aparte de lo que me acabas de contar, quieres decir?
– Y lo que has visto en las noticias, por supuesto.
Él se terminó el resto de su té y sonrió.
– La verdad es que no sé qué esperas que te cuente, Helen.
Cuando echó su silla hacia atrás, Linnell se puso en pie y estiró una mano para ayudarle, chasqueando la lengua tranquilamente, como si le hubiese decepcionado, como si pensase que estaba siendo maleducada. Le preguntó si estaba segura de que no quería un poco de tarta, le dijo que estaría encantado de envolverle un trozo para que se lo llevase.
Abrió la nevera, pero Helen siguió andando.
Theo lo había oído en la voz de su madre cuando le había llamado, y pudo verlo en su cara al entrar. Cuando se levantó del sofá y se acercó para abrazarle.
– ¿Te has tomado una copa?
– Unas cuantas.
– ¿Qué pasa?
– ¿Por qué tiene que pasar algo?
– No es domingo -dijo Theo.
Se sentaron en la mesa del comedor. Ella no le ofreció nada ni le preguntó si ya había comido algo. Se sacó las gafas y se frotó los ojos.
– ¿Está bien Angela?
Ella le miró como si la pregunta fuese ridícula.
– Angela está en la escuela.
– Estabas haciendo que me preocupase, eso es todo -sonrió, pero tenía la impresión de que no le iba a apetecer hacerlo por mucho más tiempo.
– ¿Estás preocupado? -Había un raro y feroz destello de ira en los ojos de su madre.
– ¿Qué?
– ¿Estás preocupado desde hace cuánto? ¿Desde que cruzaste esa puerta hace dos minutos? -La bebida hacía que su acento fuese más cerrado, que sus palabras se alargasen y adquiriesen cierta cadencia-. ¿Quieres saber lo que es preocuparse todo el tiempo?
Theo chistó y desvió la mirada, pensando que su madre no tenía ni idea.
– ¿Preocuparte tanto que no puedes dormir? ¿Estar tan preocupada por uno de tus hijos que no te queda tiempo para pensar en el otro?
– Venga, Mamá…
– Venga, nada -sacudió la cabeza lentamente y se puso de pie-. No quiero pelearme contigo, Theodore -cruzó la habitación y cogió su bolso del sofá-. No pretendía enfadarme contigo.
– No pasa nada.
– No debería haber abierto esa botella.
– De vez en cuando no hace daño.
Llevó su bolso a la mesa y se sentó.
– Creo que te preocupas más si tienes hijos tarde, como nosotros. Piensas que no vas a estar tanto tiempo para ayudarles, ¿sabes?
– Lo sé.
– Por supuesto, resultó que teníamos razón en el caso de tu padre.
Theo se preguntó por un segundo si había estado tan pillado con todo que había olvidado alguna fecha importante: el cumpleaños de su padre o el aniversario de su muerte. Pero faltaban meses para ambas.
– Siempre me decía que eres demasiado listo -dijo ella-. Se sentaba ahí y decía que tú eras el inteligente, que evidentemente lo habías heredado de su lado de la familia.
– Sí, a mí también me lo decía.
Ella sonrió, luego un suspiro se abrió paso a través de la sonrisa.
– Demasiado listo para verte envuelto en alguna estupidez, decía. Para meterte en problemas -hizo una pausa y jugueteó con el cierre de su bolso-. No había nadie con mejor corazón o más trabajador que él -dijo-, pero a veces no veía una mierda -hizo una pausa y miró a Theo.
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