Theo miró la mesa. No podía recordar la última vez que la había oído decir algo así sobre su padre.
– Pero yo sí -dijo ella-. Claro que habría que estar ciega para no ver lo que está pasando por aquí. O imbécil. Sabes que no soy ninguna de las dos cosas, ¿verdad?
– Por supuesto que lo sé…
Ella levantó un dedo para callarle.
– Así que… -Abrió su bolso y sacó una libretita azul plastificada. La empujó por encima de la mesa.
Theo la abrió.
– ¿Qué es esto? -Aunque era bastante obvio: el logo de la caja de ahorros en la cubierta, la lista de ingresos en cada página.
– Podríais marcharos -dijo ella-. Tú, Javine y Benjamín -señaló la libreta que Theo tenía entre las manos-. No es mucho, un poco menos de mil novecientas libras, pero es suficiente para llegar a algún sitio. Suficiente para cuidaros hasta que encontréis algo.
Theo le devolvió la libreta.
– Creo que deberías limitarte a beber los domingos, ¿vale?
Ella ni siquiera la miró.
Él recorrió las páginas; los ingresos se habían realizado cada dos semanas sin excepción. Tenía la boca seca y los dedos sudorosos sobre el plástico. Todavía tenía la pistola en el bolsillo.
– Podríamos irnos todos -dijo.
Hannah Shirley negó con la cabeza.
– ¿Por qué no? -Se inclinó sobre la mesa-. Como hicimos la última vez.
– Yo no quiero irme -dijo ella-. Aquí tengo montones de amistades y ahora Angela también tiene las suyas. No es como cuando nos mudamos la última vez. No quiero desarraigarla.
Theo recordó lo que su madre había dicho hacía unos minutos: había derrochado toda su preocupación en él y sabía que su hermana se merecía un poco.
– No te puedes permitir darme esto -le dijo.
Ella hizo una mueca, fingiendo estar ofendida.
– No soy una vieja inútil, ¿sabes? Tengo cincuenta y un años. Todavía recibo la pensión de tu padre del Transporte de Londres y puedo buscarme un trabajo a tiempo parcial hasta que tu hermana termine la escuela. Me gustaría hacerlo. Trabajar en una tienda o algo. Estaría bien salir un poco más de casa, si te digo la verdad. Se me da bien tratar con la gente, ¿sabes?
– Ya lo sé.
– Y tú -le señaló- tienes que cuidar de tu propia familia un poco más. -Se reclinó en la silla y le miró fijamente durante unos segundos, luego lanzó los brazos al aire, como si todo hubiese sido una tontería; una agradable discusión hipotética-. En cualquier caso, sólo son palabras -sonrió y tocó con una mano una de las de Theo-. Es el alcohol el que habla.
Theo asintió.
– Vale.
– Muy bien. Voy a preparar un poco de té…
Cuando se hubo ido a la cocina, Theo examinó la libreta de ahorros que su madre había dejado en la mesa. Algunas de las cantidades eran casi ridículamente pequeñas, un par de libras, pero habían sido ingresadas cada quincena y la lista de ingresos ocupaba muchas páginas.
Theo sintió que las lágrimas se acumulaban y empezaban a brotar. Se las enjugó, levantó la vista y vio a su madre observándole desde la puerta de la cocina.
– Tampoco tengas miedo de hacer eso -dijo-. Tu padre nunca lo hacía; era de esa clase de hombres. Incluso cuando estaba enfermo, yo era la que tenía que llorar por los dos -se apoyó en el marco de la puerta-. La única vez que le recuerdo llorando fue cuando Inglaterra le ganó a las Indias Occidentales…
Laura bajó unos minutos después de que Helen se fuese y se sentó en el último escalón.
– Os he oído discutir -dijo.
– No realmente. -Frank recorrió lentamente el recibidor-. Sólo se excitó un poco, nada más. No puedes culparla por estar alterada.
– No sé cómo lo hace -dijo Laura-. Cómo puede andar por ahí, ver gente y seguir adelante con las cosas. Creo que yo me limitaría a acurrucarme en una esquina.
– Sí, desde luego es fuerte. Claro que va a tener que serlo.
Luego le preguntó a Laura qué debía hacer. Si debía ayudar a Helen contándole lo que sabía. No le contó cómo lo sabía, por razones obvias, pero, incluso cuando le estaba haciendo la pregunta, sabía que probablemente se estaba engañando a sí mismo. Laura siempre lograba leer su mente, saber lo que había hecho o lo que estaba pensando hacer; pero aun así, se calló los porqués y las explicaciones. Sólo era algo que había averiguado y quería saber si ella creía que debía informar a la novia de Paul al respecto. Así de sencillo.
– ¿Quieres hacerlo porque te sientes culpable?
Tenía razón: se estaba engañando a sí mismo.
– No seas boba. Es sólo que, teniendo en cuenta de qué se trata, me parece la forma correcta de hacer las cosas. Me parece… lo adecuado, ¿sabes?
Laura seguía allí sentada, mordiéndose una uña y Frank fue a buscar una Coca-Cola Light a la cocina. Cuando volvió, ella estaba de pie en el rellano de la primera planta, de vuelta arriba.
Se inclinó sobre el pasamanos.
– Sí -dijo-. Es lo correcto.
Había un reluciente «5» rojo en el contestador de Helen cuando volvió al piso.
Jenny, su padre y Roger Deering habían llamado todos para ver cómo estaba, cada uno diciéndole que les llamase si necesitaba algo. Gary Kelly quería fijar un momento para pasarse a recoger la guitarra de Paul.
El autor de la quinta llamada no se había identificado.
Escuchó el mensaje por segunda vez, intentado identificar una voz que reconocía pero no lograba situar; luego por tercera vez, en cuanto hubo cogido bolígrafo y papel para apuntar la información relevante.
La dirección, el nombre del hombre con quien debía reunirse, lo que debería ver.
Sabía que el sitio estaría abierto hasta tarde, pero no había forma de que pudiese reunir la energía necesaria para volver a salir esta noche. Ya se sentía tan agotada como después de la semana más jodida en el trabajo. Decidió intentar dormir bien toda la noche e ir por la mañana.
Al salir de cuentas al día siguiente, Helen sabía lo que Jenny y su padre tendrían que decir al respecto, y bien podían tener razón. Lo había utilizado de excusa con la madre de Paul, pero sabía que probablemente era más sensato estar cerca de casa.
Volvió a escuchar el mensaje, pero seguía sin poder identificar la voz. Si el bebé decidía ser puntual, tampoco iban a faltarle hospitales. Y no había tardado mucho en llegar a Lewisham la última vez.
Helen llegó al club no más de media hora después de que abriese, pero el hombre que le habían dicho que buscase ya estaba allí, y exactamente donde le habían dicho que estaría. Estaba sentado en la barra, encorvado sobre una taza de té y un plato con tostadas y, cuando Helen se acercó, vio que estaba estudiando las páginas de apuestas del Sun, rodeando sus selecciones con un rotulador azul entre bocado y bocado.
No parecía haber nadie más en el local.
A Jacky el Billares no le agradó que le interrumpiesen, pero cuando Helen le enseñó su placa y le dijo de qué quería hablar, su actitud cambió. Parecía sorprendido. Interesado.
– ¿Cómo se enteró de eso, entonces?
– Eso no importa.
El Billares se encogió de hombros, dando a entender que probablemente no importase. Arrancó un trozo de tostada e hizo un gesto con lo que quedaba.
– ¿Es de verdad? ¿ O lleva un cojín ahí metido como disfraz? -Soltó una carcajada entre dientes, enseñando un bocado de tostada empapada y los dientes estropeados.
– No es un cojín -dijo Helen. Indicó con la cabeza las mesas de billar que se extendían en la penumbra detrás de ellos, todavía ocultas bajo unas fundas plateadas remendadas-. Y la verdad es que no me hace gracia la idea de soltarlo sobre una de esas, así que démonos prisa.
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