Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– La he parado -dijo Adkins-. Dele al Play.

Helen presionó el botón y observó. No pasó nada durante medio minuto, salvo el movimiento del código temporal, segundo a segundo, en la esquina inferior derecha. El único sonido era un siseo grave. Se dio la vuelta y preguntó dónde estaban los botones del volumen.

– Ese sistema no tiene audio -dijo Adkins-. Demasiado caro.

Cuando Helen volvió a girarse, vio a dos figuras moviéndose rápidamente hacia la cámara con una tercera siguiéndoles a unos metros. Los dos hombres de delante hablaban mucho, asintiendo, gesticulando con las manos.

Wave y el hombre del traje.

Justo antes de que llegasen a la altura de la cámara y empezasen a distorsionarse, giraron a la derecha y salieron de plano, dirigiéndose hacia las escaleras. La tercera silueta, un fornido joven asiático, les siguió. Helen rebobinó la cinta hasta el momento antes de que Wave y el hombre del traje desaparecieran. Luego congeló la imagen y se quedó allí sentada, igualmente inmóvil.

Miró fijamente la cara que reconocía, a cuya sonrisa había respondido; una cara que había visto agotada de preocupación y llena de compasión sólo dos días antes.

Adkins oyó su grito ahogado cuando contuvo el aliento.

– ¿Está bien, bonita? ¿No irá a…?

– Necesito esta cinta -dijo.

– Muy bien. Haré una copia.

– La quiero ahora.

Mientras Adkins todavía estaba incorporándose, Helen sacó la cinta del vídeo. Él le gritó algo cuando salía, pero no lo oyó. No le importaba. Bajó dos tramos de escaleras y salió a la calle, deseando correr pero pisando con cuidado; con la cinta agarrada con tanta fuerza que tenía la impresión de que sus dedos iban a atravesar la carcasa de plástico.

Recordando algo que Ray Jackson había dicho, sentado en la parte de atrás de su taxi. Algo que debería haberse dado cuenta de que era relevante.

Había un elegante Mercedes azul parado en la acera de en frente de la entrada. Jacky el Billares estaba agachado, hablando con el hombre del asiento de atrás. Cuando el Billares se incorporó y se hizo a un lado, Helen vio a Frank Linnell. Se detuvo a unos metros, desesperada por llegar a su coche, pero consciente de que habría algún tipo de intercambio. De que Linnell lo había estado esperando. Al mirar hacia la parte delantera, reconoció al conductor como el hombre que le había abierto la puerta en el pub de Linnell y le había servido una bebida. Ahora recordó también su voz, y por fin supo quién había dejado el mensaje anónimo en su contestador.

– ¿Helen…?

Vio la expresión de la cara de Linnell y empezó a comprender por qué.

Linnell se asomó por la ventanilla e indicó la cinta que Helen llevaba en la mano.

– ¿Reconoces a alguien?

– No le había visto en mi vida -dijo Helen.

Frank miró por la ventanilla trasera mientras Clive le llevaba a casa, siguiendo la ruta del bus 380 que iba de High Street a la cárcel de Belmarsh. En cuanto superasen el tráfico, subirían por Lewisham Hill y girarían al este, hacia Wat Tyler Road y Blackheath. Bajarían por el otro lado y cruzarían una vasta extensión verde bordeada de casas; residencias enormes de tres o cuatro plantas que no habían sido transformadas en pisos. Pero por ahora, la vista era limitada: puertas repletas de bolsas de basura y letreros con nombres que apenas podía pronunciar. Había recorrido aquellas calles de joven, había hecho negocios en ellas treinta y tantos años antes, pero ahora casi no las reconocía.

– Es como la Europa del este -le dijo a Clive-. Es turbador para el espíritu.

No sabía si se debía a los inmigrantes, a las drogas o a las pistolas que circulaban como cromos de fútbol. No tenía ninguna respuesta. Siempre había algún que otro tarado, incluso entonces, pero joder… Cuando podían rajarte por mirar de la forma equivocada los zapatos de alguien, Frank sabía que había que hacer algo y tal vez los tipos como él estaban en mejor posición para hacerlo que la policía o los políticos.

Frank no sabía si Helen le había mentido o no. Tal como estaban las cosas, no importaba realmente. Sabía que había hecho lo correcto al dejarle aquello a ella. Era algo que podía hacer por Paul, y podía hacerla sentir un poco mejor después de todo lo que había sospechado de él. También estaba en la posición perfecta para organizado. Aunque no conociese al individuo en cuestión, tenía los contactos necesarios para averiguar quién era. Frank, probablemente, sería capaz de conseguir el nombre por sí mismo, antes o después, pero sabía que dejárselo a Helen era la opción más satisfactoria. Llevaba pensando en la mejor forma de manejarlo desde que Clive le había contado lo que le habían dicho en el piso franco; desde que había unido eso a lo que Jacky el Billares les había contado.

Tal vez fuese frustrante a corto plazo dejar que la ley se encargase, pero tendría sus beneficios a la larga. Los polis siempre lo pasaban peor en el trullo. Fuese quien fuese, pagaría cien veces lo que le había hecho a Paul, y a diario.

Frank había decidido que la venganza podía ser un placer inmediato, pero a veces era mejor invertir en una pequeña cantidad.

Se preguntó si Helen Weeks mandaría a algunos de sus colegas tras él, cuando tuviese al niño y las cosas se calmasen un poco. Se sentía bastante seguro, había mantenido la distancia adecuada con respecto a todo, pero suponía que podría tener algún problema más adelante. Estaba claro que estaba enterada de su asunto con los monigotes. Era evidente por el tercer grado al que le había sometido hacía un par de días. Haciendo insinuaciones y preguntándole si sabía algo, como si fuese a poner las manos en alto y cantar allí mismo, en la cocina.

Qué tontería…

Le caía bastante bien, y había sido correcto con ella por Paul, pero ninguno de los dos era tonto, ¿verdad?

Preñada o de vacaciones, daba igual; la gente como Helen Weeks nunca estaba fuera de servicio. Por eso él y Paul nunca habían hablado de negocios; al menos, no hasta el final. Tenía sentido para ambos. Al fin y al cabo, toda amistad como era debido tenía sus parámetros.

Frank miró las tiendas y a los jóvenes holgazaneando fuera, y se preguntó a quién intentaba engañar. Si todo se resolvía y se limpiaba la basura de la noche a la mañana, sabía que pronto llegaría otra cosa en su lugar. Algo incluso peor, probablemente. Ese tipo de hueco en el mercado nunca se quedaba mucho tiempo sin cubrir.

Lo mismo pasaba con los monigotes. En cuanto se acabase con todos, otro grupo diría: «Muchas gracias» y se apresuraría a ocupar su lugar.

A estas alturas también habría alguien ocupando la mesa de Paul. ¿ Y cuánto tardaría su novia en encontrar a alguien que le ayudase a criar a su hijo?

– ¿Tienes mucho que hacer el resto del día? -preguntó Clive.

Frank dejó de mirar por la ventanilla y se reclinó en el asiento.

– Estoy hasta las cejas.

La vida seguía.

Cuarta parte. FUERA LUCES

Treinta y siete

– ¿Cuánto hace que saliste de cuentas? -Semana y media -dijo Helen-. Si no pasa nada antes del fin de semana, me lo van a provocar.

– Supongo que deberíamos ponernos en marcha, entonces.

Jeff Moody estaba sentado frente a ella, en el sofá, como había hecho la primera vez que había visitado el piso. Llevaba lo que parecía el mismo traje azul, aunque Helen suponía que probablemente tenía varios iguales. Desde luego no era el tipo de hombre que pierde el tiempo yendo de compras, en especial últimamente. Había estado ocupado.

– ¿Cómo está él? -preguntó Helen. No era capaz de decir su nombre.

– Plantando cara -dijo Moody-. No va a ser sencillo.

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