Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– Mira, si hay alguna posibilidad de encerrar a Kelly por lo que le pasó a Paul, le encerrarán -cerró el maletín y se aclaró la garganta-. Pero yo sé que lo hizo, lo que significa que, aparte de todo lo demás, es seriamente corrupto. Si todo lo demás falla, yo le meteré en la cárcel por eso. ¿De acuerdo?

Helen no respondió, así que él volvió a preguntar. Podía ver que Moody lo decía sinceramente, y sabía que no podía aspirar a más. Le dio las gracias y él prometió llamar en cuanto tuviese alguna noticia. Luego le hizo prometerle lo mismo.

– ¿Qué hay de Frank Linnell?

– Bueno, no es mi área, evidentemente, pero hemos pasado la información que nos dio y los que están investigando los tiroteos de Lewisham le investigarán. Pero tal como operan los tipos como Frank Linnell, tampoco creo que sea fácil.

Helen estaba de acuerdo, pero no se refería a eso.

– Me refería a Linnell y Paul. Dijiste que intentarías averiguar algo.

– Sí, claro -parecía incómodo, como si tuviese alguna novedad, ya no mala, sino vergonzosa-. Estamos prácticamente seguros de que nunca hubo ningún asunto ilegal entre ellos, así que todo lo que tengo es un poco de historia.

– Linnell me lo contó -dijo Helen-. Un caso en el que Paul había trabajado.

– La hermanastra de Linnell, Laura -dijo Moody-, fue asesinada por su novio hace seis años y Paul era uno de los subinspectores asignados al caso. Parece que después mantuvieron el contacto.

Helen recordó las fotos que había en la cocina de Linnell. No era su hija, entonces.

– ¿Cómo la mató?

– A puñaladas. Cuestión de celos, al parecer.

– ¿Cuánto le cayó?

– Bueno, esa es la cuestión. Le mataron a puñaladas cuando cumplía la preventiva en Wandsworth. Dos días antes del juicio.

– Alguien le ahorró un dinero al contribuyente -por la cara de Helen estaba claro quién creía que había sido ese «alguien».

La sonrisa de Moody fue adecuadamente sombría.

– Bueno, hablé con el responsable de la investigación y eso es lo que él cree, en cualquier caso. Por supuesto, nunca lograron probarlo…

Helen todavía veía la cara de la joven; y la de Linnell al mirar las fotos. No le costaba creer que los asesinatos de Lewisham no fuesen la primera vez que Frank Linnell se había tomado la justicia por su mano.

– Así que, en lo que respecta a… Linnell y Paul -Moody estaba recogiendo sus cosas-. Sólo eran amigos. No había nada más -al ver la cara de Helen, abrió la boca para decir algo más, pero ella le interrumpió.

– Una vez jugaste al tenis con un tipo que era falsificador. Sí, ya lo sé.

Moody levantó las manos, como si hubiese expuesto su argumento.

– ¿Pero a cuánta gente mató ese falsificador?

Treinta y ocho

Durmió casi toda la tarde después de que Moody se fuese, y pasó el resto tirada delante de la televisión, buscando una distracción, pero fracasando en el intento la mayor parte del tiempo. Durante quizá diez minutos, cada vez algo captaba su atención y trasladaba su mente por un breve intervalo a algún lugar menos oscuro.

Vio trozos de un programa sobre monologuistas en el Festival de Edimburgo, y recordó que Paul había hablado alguna vez de ir. De vez en cuando iban al Hobgoblin, en Brixton, y siempre lo habían pasado bien, y ambos decía lo estupendo que sería sacar algo de tiempo libre y pasar la semana en el Fringe, viendo a algunos de sus cómicos favoritos. También podían visitar el castillo, decía Paul, y demás cosas turísticas. Creía tener sangre escocesa por alguna parte y estaba decidido a averiguar si había algún tartán de los Hopwood. -Tú eres tan escocés como yo, bobo… Al ver el programa, Helen decidió ir en cuanto tuviese ocasión. Durante un estúpido segundo o dos, incluso pensó en ir al Hobgoblin esa noche; llamar a Jenny, ver si le apetecía. No le vendría mal echarse unas risas, y, sin duda, los cómicos hubieran disfrutado vacilándole por tener que ir al servicio, caminando como un pato, cada veinte minutos.

Por supuesto, era una idea terrible. Había tenido muchas últimamente.

Aparte de eso, y del tiempo que pasó compitiendo inútilmente con los concursantes de Countdown, se quedó allí echada como un zombi. Era extraño, pensó, que se utilizase esa expresión para describir a alguien a quien se le había ido la olla; que tenía la cabeza en las nubes, descentrada. Extraño, porque en las películas de terror que Paul le obligaba a ver, los zombis parecían cualquier cosa menos descentrados. No tenían más que un impulso cuando andaban por ahí, untando sus manos sangrientas por las ventanas de la gente; una idea fija, terrible, que lo consumía todo. Ahora, algo igual de brutal ocupaba sus pensamientos mientras estaba allí echada, dejándose empapar por el sonido y las imágenes.

Pensaba en Gary Kelly, en cómo llegar hasta él. En cómo podía convencer a la policía para dejarla entrar en la sala de interrogatorios, o en la celda preventiva, con su placa y alguna historieta. Calculó con gran detalle lo que le diría antes de hacer lo que había ido a hacer, y qué daño podría infligirle sin poner en peligro al bebé.

Quizá le pidiese que leyese otra vez el poema.

Ver cuántas expresiones más podía fingir.

Fue algo amargo y estúpido que hizo que se odiase a sí misma, y más aún a Kelly por convertirla en alguien así. Se quedaba medio dormida y volvía a despertar, dando un respingo al oír las voces y la música absurdamente alegre, pero incapaz de levantarse y apagar la televisión.

Acababan de dar las seis cuando sonó el teléfono. Más tarde recordaría la hora porque había oído vagamente la sintonía de las noticias de las seis, sobre la que se abrió paso el sonido del teléfono.

Era un inspector jefe de la Brigada de Homicidios. El jefe de Capullo Picajoso, por lo que parecía.

– Helen, hemos recibido una llamada. ¿Puede oír bien esto?

Oyó varios clics, luego un leve siseo antes de que se pusiese el operador de la policía. Tras cinco segundos de silencio el operador instaba al autor de la llamada a que hablase; volvía a preguntarle cuál era la naturaleza de su llamada. La voz del autor de la llamada se oía amortiguada al principio, mientras le decía algo al operador. Luego, con mayor claridad, decía que quería dejar un mensaje. El operador le decía que procediese.

– Es para la mujer cuyo maromo fue asesinado en la parada de autobús, ¿vale?

Había una pausa. El operador le decía que seguía escuchando.

– La que está embarazada -otros segundos de silencio, luego se le oía mascullar como si estuviese hablando consigo mismo. Por fin volvía a hablar claro-. Yo fui el que disparó al coche, ¿vale? Siento lo que pasó… se suponía que no tenía que pasar. Probablemente no suponga ninguna diferencia para usted, pero no tenía que pasar -se sorbía los mocos, se aclaraba la garganta-. Ya está. Era eso. Yo me doy el piro, vale… así que sólo quería decírselo antes de irme -más siseos y clics, un zumbido que podía ser el del tráfico a lo lejos-. Lo siento…

Había unos cuantos segundos más de silencio y un largo suspiro antes de que la llamada se terminase.

Aunque la calidad de la grabación al escucharla por teléfono era mala, Helen reconoció la voz, al igual que algo que había dicho. Recordó la cara del chico mientras escuchaba y la conversación que habían mantenido mientras le metía las bolsas en el coche.

« - Yo dir í a que es buen momento para tomarse unas vacaciones.

No me ver á d á ndome el piro pr ó ximamente. »

Ella le había dicho que tuviese cuidado…

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