Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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De repente, parecía hacer mucho calor en la habitación. La puerta principal se había quedado abierta y la música que venía de fuera llegaba en una brisa como la ráfaga de un secador.

El chico se movió con rapidez, dando tumbos por la habitación, alejándose de la pared y volviendo a la ventana. Cuando se giró, le temblaban las manos y parecía estar luchando con todas sus fuerzas para controlar el genio.

– ¿Quién más lo sabía? -preguntó-. De los del coche, quiero decir.

– No lo sé. Errol Anderson, seguro.

– Está muerto.

– Lo sé -dijo Helen.

– Están todos muertos.

Ahora la chica parecía aterrada.

– ¿T…?

– Te vas a alguna parte -dijo Helen-. En el mensaje decías que… -Se detuvo al sentirlo y dio un paso atrás. Se echó las manos a los muslos, limpió la humedad que había en ellos y se quedó mirando las gotas que caían en la moqueta.

– ¿Está bien? -preguntó el chico.

La chica se acercó a Helen.

– Ha roto aguas -le pasó el niño al chico y salió rápidamente de la habitación; volvió unos segundos después con un rollo de papel de cocina-. El cuarto de baño está ahí -dijo.

Helen cogió el rollo y separó media docena de porciones.

– ¿Tenéis el número de algún taxi?

– Sí, si puede esperar -dijo Theo-. No es que se partan las piernas para venir aquí, precisamente. Mierda…

– ¿Sabes conducir? -preguntó Helen.

Cuarenta

Había sido un hilillo más que un chorro, lo que significaba que no había gran urgencia. Helen se sentía inesperadamente tranquila, consciente de que aún podía tardar otras veinticuatro horas, tal vez más.

Probablemente el riesgo de infección fuese más preocupante que un parto inminente, y aunque lo recomendable en aquellas circunstancias era ir al hospital lo antes posible, prefería atenerse lo máximo posible a su planificación. El hospital universitario de Lewisham no estaba a más de diez minutos en coche de Lee Marsh, pero Helen le pidió a Theo que la llevase a casa, confiando en que tendría tiempo suficiente para coger su bolsa, dar la vuelta e ir al hospital de King's College, en Camberwell.

Theo tardó unos minutos en acostumbrarse a los mandos del Fiesta de Helen pero, aun teniendo en cuenta lo extraño de la situación, parecía nervioso e incómodo. Comprobaba los espejos cada poco segundos y no dejaba de mirarse las manos, agarradas con fuerza al volante.

– ¿Conduces mucho? -preguntó Helen. -Hace tiempo que no -dijo Theo.

El tráfico se había reducido en aquella hora y avanzaron con bastante facilidad por New Cross antes de girar hacia el sur.

– Dijo que alguien quería verle muerto. A Paul…

Helen tenía su ventanilla abierta, se había acercado a ella para aspirar sorbos de aire caliente. Se giró para mirar a Theo y asintió.

– ¿Quién?

– No importa.

– ¿Pero le han cogido?

– Creo que sí.

– ¿Y la mujer del BMW? ¿Por qué demonios accedió a, ya sabe…?

– Tiene un problema de drogas. Le debía un montón de dinero a alguien.

– ¿A Wave?

– Eso parece -dijo Helen.

Las manos de Theo apretaron más el volante y miró el retrovisor lateral.

– Sigue siendo culpa mía a cierto nivel, entonces. A lo mejor le vendí algo de mercancía.

Al cruzar Peckam Rye Common, Helen sintió que se apoderaba de ella una contracción. Apretó para combatirla, pero sólo recordó mirar el reloj después de unos segundos.

– Joder…

Theo la miró.

– ¿Qué?

Ella sacudió la cabeza y esperó a que pasase; dejó salir el aire y se recostó, jadeando.

– Veinticinco segundos, más o menos -dijo-. Vamos bien.

– ¿Segura?

Ella asintió pero vio subir un poco la aguja del velocímetro.

– Dijiste que no eras amigo de los otros chicos -dijo ella-. Cuando te vi la otra vez. Los que mataron.

– De algunos de más que otros, supongo.

– ¿Es así en una pandilla? ¿Sólo son gente con la que trabajas?

Theo pensó en ello, se echó sobre el claxon cuando una moto viró un poco cerca.

– Depende de lo que pase. Apuesto a que no se lleva bien con todos los polis que conoce.

– Es cierto…

– La cuestión es si lo haces por el dinero o si es… un estilo de vida o lo que sea.

– Hablé con una persona que estaba convencida de que es el gobierno el que envía las armas -dijo Helen-, que se alegraban de lo que estaba pasando.

Theo sacudió la cabeza.

– La gente dice tonterías. ¿Entonces, por qué se las queda el gobierno… como amnistía para las navajas?

– La gente necesita verlos hacer algo.

– De todas formas, a nadie le importa. Siguen utilizando las navajas como si fuesen bolis o algo.

– ¿Tú llevas una?

– A veces -viró el coche a la izquierda en la estación de Herne Hill y aceleró por la parte oeste de Brockwell Park. Dijo-: Ahora mismo llevo una pistola.

Helen se sorprendió al descubrirse asintiendo (como si simplemente acabase de hacer un comentario sobre el tiempo) y volviendo a echarse hacia la ventanilla abierta.

– ¿Saben quién los mató? ¿A Wave y a los demás?

– Lo tengo bastante claro.

– ¿Es un secreto?

Helen buscó las palabras.

– Fue… un amigo de Paul.

– A mí me vendrían bien unos cuantos amigos como ese -dijo Theo.

Cuando llegaron al piso, Helen le dijo que sólo serían unos minutos. Subió lo más rápido que pudo y fue directa al baño; aquella necesidad en concreto era claramente urgente desde que se había subido al coche.

Metió un par de cosas más en su bolsa de fin de semana, luego llamó a Jenny y le dijo que fuese al hospital.

– ¿Fue un hilillo o un chorro? -preguntó Jenny.

Helen le dijo lo predecible que era.

– Hay mucho tiempo.

– ¿Has llamado a un taxi?

– Está esperando fuera -dijo Helen.

Apenas acababan de salir del bloque cuando sintió que la recorría la oleada de otra contracción; una potente tensión a través del estómago y las caderas. Apretó, gruñendo por el esfuerzo, y Theo se hizo a un lado bruscamente.

– Esa ha durado medio minuto -dijo Helen cuando paró.

– ¿Eso es bueno o malo?

– ¿Pasaron quince minutos desde la última o menos, tú qué crees? -Theo levantó las manos-. Vayamos al hospital -dijo ella.

Theo pisó a fondo.

Helen no sentía pánico ni de lejos, pero se le pasó por la cabeza que le hubiera venido bien una ambulancia; que siempre podía hacer señas a un coche patrulla si pasaba alguno y conseguir que la escoltasen.

Theo estaba forzando el Fiesta todo lo que podía, acelerando al máximo cada vez que tenía ocasión y metiéndose por los huecos entre el tráfico cuando no. Una cámara de tráfico les hizo una foto en Denmark Hill y Theo golpeó el volante con las manos.

– Podré vivir con ello -dijo Helen.

Cuando le preguntó, él le habló un poco de Javine y del niño; de su madre y su hermana, que vivían dos plantas más abajo. Ella le preguntó por su padre y él le dijo que había muerto. No percibió ninguna invitación para profundizar en el tema.

– ¿Entonces qué piensas hacer? -le preguntó.

– Javine tiene una amiga en Cornualles -dijo Theo-. Ha ido a verla un par de veces. Parece que está bien, y podemos quedarnos allí hasta que encontremos otro sitio -la miró con algo parecido a una sonrisa-. Creo que no hay una gran población negra, pero ya sabe… -Se saltó un paso de cebra con un peatón a medio camino y Helen le dijo que no pasaba nada.

– A lo mejor no deberías irte a ninguna parte -dijo ella.

– Sí, bueno, tiene sentido, con lo bien que va todo en casa y demás.

– Venga, tienes que saber que estás en peligro. Ya viste lo que les pasó a los chicos que iban en el coche.

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