Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– Le gustaba la bebida, pero a la bebida no le gustaba él -ninguno de los dos tenía demasiados recuerdos felices cuando se trataba del padre de Frank, y la voz de la segunda mujer del hombre estaba empapada de alcohol y amargura al hablar-. Si lo piensas, es increíble que tú y Laura hayáis salido tan bien.

– Eso es mérito tuyo y de mi madre -dijo Frank.

– Pero los genes son poderosos -se sirvió otra copa-. ¿Alguna vez te ha preocupado lo que podrías haber heredado de él?

– Nunca lo he pensado.

– ¿Por eso no has tenido hijos, Frank?

– No…

– Nunca es demasiado tarde, ¿sabes?

Frank meneó la cabeza.

– No lo creo.

– Nunca es demasiado tarde.

– Cómo eres depende de ti. No hay excusa. No es culpa de otros si metes la pata.

– Tú no has metido la pata, cariño. Te has desenvuelto muy bien.

– Exacto. Y nadie más que yo puede atribuirse el mérito.

Ya se había bebido media copa de vino, y otro trago se hizo cargo del resto.

– Serías un buen padre, Frank.

Frank se levantó y se dirigió al espejo que había sobre la estufa de gas. Enderezó la cadena que llevaba al cuello y se colocó el pelo mientras ella hablaba de cómo se ponía a veces su padre cuando había bebido una copa de más; sobre cómo no podía tener las manos quietas… o los puños. Pero bajo el asco, Frank podía notar la tristeza en su voz. El cabrón de su viejo había sido guapo, eso era innegable, y Frank sabía que no había habido nadie importante en la vida de aquella mujer desde que él se había ido.

Suponía que, muy en el fondo, seguía sintiendo algo más que desprecio por el desgraciado hijo de puta que la había dejado tan jodida.

– ¿Por qué te juntaste con él para empezar? -le preguntó.

Ella se llevó la copa vacía a la mejilla.

– Tengo un gusto de mierda para los hombres, así de sencillo.

– Igual que Laura -dijo Frank.

Una hora más tarde, al volver a casa, pensó en ir hasta Lewisham. Al fin y al cabo, sólo estaba a diez minutos de su casa.

Un par de kilómetros y un mundo de distancia.

Pensar en Laura le había llevado naturalmente a pensar en Paul, y Frank pensó que podía ser interesante recorrer las calles por donde los responsables de su muerte seguían viviendo, por el momento. Ver cómo era la gente que lo había ideado. Los monigotes…

Además, tal como estaban las cosas, podía haber más de uno intentando abandonar la zona rápidamente. En materia inmobiliaria, podría encontrar alguna que otra ganga.

Jenny recogió a Helen pasadas las seis. Cuando se incorporaron a la calle principal, Helen miró atrás, creía haber visto un Jeep negro cuatro o cinco coches por detrás de ellas. Jenny le preguntó qué miraba e, incapaz de volver a ver el coche, Helen se dio por vencida. Le resultaba difícil girar el cuello y, por lo que sabía, podía tratarse de cualquier cuatro por cuatro.

Se sintió asustada y tonta, y se dijo que debía tranquilizarse. Intentó disfrutar de las vistas iluminadas que se desplegaban a un lado mientras se dirigían al sur, a Crystal Palace: el Eye, St. Paul, Canary Wharf.

Jenny había reservado mesa en un pub gastronómico que había visto reseñado en el Time Out. Suelos de madera, extraños cuadros y un poco de jazz en los altavoces. Era más temprano de lo que a Helen le gustaba cenar, y supuso que volvería a atacar la nevera antes de irse a la cama, pero sabía que Jenny tenía que irse a casa para atender a sus hijos, que a Tim no se le daba bien cuidarlos, ni cuidarse.

– Cuando llegue aquello parecerá un campo de batalla -dijo Jenny.

Helen pidió chipirones a la plancha de primero y chuletas de cordero de segundo, mientras que su hermana se decidió por paté y una ensalada César de pollo. Compartieron una botella de agua con gas y la charla fluyó con bastante facilidad.

La discusión que habían tenido el fin de semana anterior no estaba olvidada, y Helen había previsto que el ambiente fuese un poco tenso, por lo que le sorprendió que Jenny se disculpase. Normalmente era Helen la que daba el primer paso, negándose a vivir con la culpabilidad que a su hermana se le daba tan bien generar después de cualquier desencuentro.

– No seas boba -dijo Helen. Si acaso, ser la que recibía las disculpas sólo contribuía a aumentar su culpabilidad. Era como si tuviese una reserva inagotable.

– Me he sentido fatal con esto.

– No te preocupes.

Jenny cogió la mano de Helen y la estrechó, y el tema quedó zanjado. Las cosas siempre habían sido así entre ellas. Como el perro y el gato, o amiguísimas.

– No pasa nada, de verdad -dijo Helen-. Sólo estaba hecha un lío.

– Es comprensible…

– Estoy hecha un lío.

Jenny asintió.

– Claro que lo estás.

De camino desde Tulse Hill, Helen le había contado que el cuerpo de Paul iba a ser entregado a la funeraria y que el funeral tendría lugar en unos días. Habían hablado de si Jenny debía llevar a los niños y finalmente habían decidido que no. Irían todos a casa de los padres de Paul, en Reading, para la ceremonia y para tomar algo luego, y habían discutido si Helen debía pasar la noche allí; si la madre de Paul se sentiría rechazada si decidía volver a casa.

– Todos te ayudaremos -dijo Jenny.

Al mencionar su estado mental, Helen no estaba pensando en el funeral. Durante un segundo o dos, estuvo a punto de contárselo todo a su hermana, hablarle de Linnell, de Shepherd, de lo que creía que había en el portátil… pero decidió no hacerlo. Sentía la necesidad de contárselo a alguien, pero sabía que se sentiría más cómoda contándoselo a Katie o incluso a Roger Deering (a alguien a quien no le fuese a afectar) de lo que jamás podría sentirse hablando con Jenny o con su padre. No era lógico, lo sabía. Podía pensar lo que quisiese de Paul, podía decidir que había hecho cosas despreciables a sus espaldas, pero no podía soportar la idea de que nadie más le juzgase.

Al final, Helen decidió llevar la conversación hacia un derrotero bien conocido por su hermana.

– Es Adam Perrin -dijo.

Jenny se terminó su agua.

– No irás a invitarle, ¿no?

Helen se rio, aunque se le había pasado por la cabeza que podía presentarse allí. No le resultaría difícil conseguir los datos, después de todo.

– Creo que es posible que me haya estado llamando.

Se habían conocido en un congreso hacía poco más de un año. Él había ido con otros agentes de la policía armada y le había parecido el menos repugnante de ellos al verlos reír y hablar demasiado alto en el vestíbulo del hotel. Helen bebía bastante por aquella época y se lo atribuía al estrés del trabajo, pero desde luego no tenía intención de liarse con nadie. Había disfrutado la charla, el coqueteo. Él era fornido, con el pelo rubio y corto. Distinto a Paul…

– ¿Tú crees?

– Llama y no dice nada.

Jenny parecía tan confusa como Helen se sentía. No sabía por qué se le había pasado por la cabeza el hombre con el que había tenido una aventura. Por qué había estado imaginando una conversación telefónica con él, por qué había estado haciendo acopio de comentarios sarcásticos, esperando una oportunidad para lanzárselos:

Merodeando tras las ventanas. Muy elegante, incluso para ti.

No seas est ú pida, Helen.

Al menos pod í as haber esperado a que le enterrase.

¿ Eso es lo que piensas de m í ?

No pienso en ti para nada.

S ó lo me acost é contigo, ¿ sabes?

La verdad es que no me acuerdo.

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