– Llamaremos a la puerta de tu madre un poco más tarde -había dicho Javine finalmente-. Nos pasaremos diez minutos, ¿vale?
No sabía que se sentía como una oveja, balando para salvar su vida, con un lobo junto a la puerta.
A Helen seguía preocupándole que quien estuviese investigando a Paul pudiese interesarse por ella, por lo que, cuando, medio dormida, fue dando trompicones a coger el teléfono a las ocho y cuarto de la mañana y oyó presentarse con tono oficial a un agente de policía, se temió lo peor.
El pánico amainó cuando el agente le explicó que la llamaba para ultimar los trámites para pasarle la pensión de Paul; hablar de los datos bancarios, ordenar las transferencias periódicas y demás.
Aquello dio paso a un tipo de pánico completamente distinto.
Aunque, en teoría, los preparativos del funeral estaban bajo control, en algún punto entre la madre de Paul y la Federación de Policía, Helen sabía que todavía había un montón de obligaciones administrativas de las que tendría que encargarse en algún momento: cancelar cuentas, el seguro de vida, compras a plazos. El testamento en sí, que ella y Paul habían redactado una tarde utilizando uno de esos kits de «hágalo usted mismo» de WH Smith, era bastante claro y sencillo, por lo que recordaba, con cada uno de ellos como único beneficiario del otro. Nada de todo aquello podía gestionarse adecuadamente hasta que se conociesen los resultados de la investigación forense y se emitiese un certificado de defunción; pero aun así, prefería no pensar en nada de eso, al menos hasta que naciese el niño. Su padre se había ofrecido a ayudarle con esas cosas y, por una vez, había estado encantada de aceptar su ofrecimiento.
Por teléfono, el empleado de Financial Liaison Services se había mostrado amablemente eficiente y sensible con su situación y le había explicado detalladamente todo el proceso. Era la peor parte de su trabajo, le dijo. Al terminar, le dio las gracias, luego corrió al cuarto de baño a vomitar.
Ahora, después de unas cuantas tostadas y una ducha, se dirigió al escritorio, al profundo cajón que era lo máximo que ella y Paul se habían acercado a un sistema de organización. Recorrió carpetas con datos de la hipoteca, documentos del coche y facturas de teléfonos móviles, y sacó la carpeta que contenía los extractos bancarios de Paul.
Puso la radio y se llevó la carpeta al sofá.
Tal vez debería intentar ocuparse también de todo lo demás. Le vendría bien una distracción, una distracción agradable, aburrida, segura. Sin duda le iría mejor pasar los días hablando con sociedades inmobiliarias y aseguradoras, regodeándose en la compasión de los empleados de atención al cliente, que comportarse como había estado haciendo, yendo de un lado para otro como una puta loca y escarbando en basura suficiente como para enterrar a Paul tres veces.
En la radio, una mujer hablaba de cómo había lidiado con un hijo con una discapacidad grave. El presentador le dijo que era maravillosa. Helen se levantó y volvió a sintonizar Radio One.
Paul tenía cuentas corrientes y de ahorro con el HSBC; hacía la mayor parte de sus transacciones por teléfono e internet. Helen sacó un fajo de extractos de los últimos seis meses y los hojeó. Era extraño que una serie de nombres y números tan árida y ordenada pudiese ser tan reveladora, pudiese ofrecer una instantánea de una persona.
Pagos realizados a Virgin, HMV y Game; al restaurante indio del barrio, a la sucursal de Woodhouse que había en Covent Garden, donde vendían las camisas fáciles de planchar que le gustaba llevar con vaqueros. Domiciliaciones de Sky y Orange. Una pequeña transferencia periódica a una organización benéfica de niños sordos desde que la sobrina de Paul había sido diagnosticada unos años antes.
Encontró el pago del reloj que le había regalado por su cumpleaños, hacía dos meses. Le había dicho que había guardado el recibo por si quería cambiarlo, pero ella había dicho que estaba bien. Tenía intención de ir a comprobar el precio la próxima vez que pasase por la joyería, pero se había olvidado. Ahora vio que había costado treinta libras menos de lo que le había dicho.
– Serás roñoso, Hopwood.
Había muchos pagos que no reconocía: transacciones de tarjetas que podía comprobar con el banco si quería, pero ninguna cantidad grande; además, era a los ingresos en sus cuentas a lo que tenía que tenía que prestar más atención.
Nóminas, unos cuantos cheques de la propia Helen, los diminutos dividendos de unas acciones que le había regalado su madre… Nada que pareciese relevante. Si había recibido pagos de tipos como Shepherd y Linnell, tenían que haber sido ingresados en otra cuenta.
Cuando volvió a guardar los extractos en la carpeta, Helen no sintió alivio alguno. Sabía que había algo pensado para que ella no lo encontrase. Y Paul podía haber sido muchas cosas, pero no idiota.
Ella era la que no sabía guardar secretos.
Helen fue a la habitación para vestirse, sacó una camiseta y se preguntó si lo que había estado buscando podía estar metido en el fondo del armario, detrás de la guitarra de Paul. Con su limitada habilidad técnica, que era tan frustrante como un callejón sin salida. Se había topado con muros de ladrillo muchas veces en el trabajo, por supuesto, pero normalmente había alguien del equipo que tenía los conocimientos necesarios para salvarlos.
Esta vez estaba sola.
En la habitación de al lado, un locutor que siempre habían odiado los dos hablaba sin cesar de un bolo al que había asistido, tan convencido como siempre de que su vida social de tercera era más interesante para los oyentes que cualquier música que pudiese pinchar.
Un recuerdo: Paul gruñendo a la radio mientras cogía la leche de la nevera: « Gordo cabr ó n, in ú til » .
Podía intentar salvar el muro de ladrillo, o podía quedarse de pie mirándolo. Si todo lo demás fallaba, podía lanzarse contra él, porque el dolor era bueno.
Mejor.
Sólo era una mirada. Apenas un vistazo por encima del taco mientras se agachaba sobre la mesa, y algo parecido a una sonrisilla cruzándole la cara, pero fue suficiente para que a Theo se le erizasen los pelos del cuello, para decirle que algo malo había sucedido.
Algo más.
Habían ido al Cue Up para almorzar algo: un bocadillo de salchicha y algo de beber; un par de partidas de billar y una hora lejos del piso franco y del calor de la tarde. Easy estaba de buen humor. Había propuesto veinte libras por partida, pero Theo había vuelto a ver la cara de Javine, había oído aquel tono en su voz y aceptó diez al ganador de tres.
El local no estaba más lleno de lo habitual. Las mismas caras hablando en voz baja sobre las mesas de billar o junto a la barra. El mismo viejo murmurando ante su té y su tostada y dándole la murga a la mujer de detrás del mostrador.
Easy ganó la primera partida e iba ganando holgadamente la segunda; probablemente se la habría llevado de calle de todas formas, aunque Theo tuviese la cabeza en el juego.
– No consigo meter una mierda hoy -dijo Theo.
– No estás a mi nivel, Estrella, así de sencillo.
– Tienes razón.
Easy llevaba una cadena nueva, gruesa como una soga. Se balanceaba contra su taco cada vez que se inclinaba para tirar.
– No estás concentrado, tío -metió una bola-. Llevas días así.
– Están pasando muchas cosas.
– Puede.
Theo hizo un gesto indicando la ventana, la calle.
– ¿Tienes algún problema de vista, tío?
Easy sonrió de oreja a oreja, se encogió de hombros.
– Ahora es cuando más tienes que centrarte, tío, ¿me entiendes? Otros están perdiendo de vista el balón, esquivando a la pasma, llorando a los muertos, todo eso. Precisamente ahora es cuando hay que ser espabilado. Alguien tiene que mantener esta pandilla en movimiento.
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