Cuando Helen logró llegar a su altura, estaba sin aliento.
– ¿Te importaría echarme una mano para llevar esto al coche?
Volvieron a cruzar la calle en silencio, doblaron la esquina del centro comercial, moviéndose entre la multitud hasta la entrada del aparcamiento.
– ¿Vives por aquí? -preguntó Helen.
– Ahí mismo -el chico indicó las urbanizaciones con la cabeza.
Otro chico venía caminando hacia ellos, aminoró el paso al acercarse y sonrió al chico que llevaba las bolsas de la compra.
– Eres todo un semental negro, T -dijo, y movió la cabeza hacia Helen-. Tenías una buena MF escondida, ¡eh! -Guiñó un ojo y señaló la barriga de Helen-. ¿Es tuyo?
El chico que le llevaba las bolsas le esquivó, meneando la cabeza, y el otro siguió andando, riéndose, por la acera.
– Lo siento.
Helen se encogió de hombros.
– ¿Qué es una MF?
– No quiera saberlo.
– Como te decía, el día no puede ir muy a peor.
– Maruja Follable -dijo el chico. La miró mientras Helen se apartaba para evitar a un hombre con un perro grande-. Lo siento.
Helen tenía el coche aparcado en el primer piso del aparcamiento, y el chico la esperó en la escalera, deteniéndose cada dos o tres escalones para dejar que le alcanzase.
– Hay ascensor, ¿sabe? -dijo.
Helen se apoyó en la pared un segundo. La estrecha escalera olía a orina y a hamburguesas.
– Si no soy capaz de subir un tramo de escaleras, ya puedo quedarme en un rincón y morirme -dijo. Después de validar su tique en la caja automática, fueron los dos hasta el coche-. No es un lugar agradable ahora mismo, ¿verdad?
El chico miró a su alrededor.
– No el aparcamiento -dijo Helen-, sino aquí, en general.
– Está bastante bien, si eres florista -dijo-. O si te dedicas a pintar murales.
– ¿A qué te dedicas tú?
– A nada -se miró las deportivas-. Sólo intento pillar algo de pasta por donde puedo.
– ¿Conocías a alguno de los chicos que mataron?
– A los dos.
– Lo siento.
– No eran amigos, exactamente. No amigos de verdad.
– Aun así. Debe de dar miedo.
Él se encogió de hombros.
– ¿Crees que seguirá?
– Creo que sí.
– Éste es el mío -dijo Helen-. Gracias -abrió el coche y el chico le metió las bolsas en el maletero. El chirrido de los coches al doblar las esquinas rebotaba contra los muros a ambos lados de donde estaban. Abrió la puerta-. Yo diría que es buen momento para tomarse unas vacaciones.
El chico terminó de encender otro cigarrillo y sacudió la cabeza, entornando los ojos cuando el humo le dio en la cara.
– No me verá dándome el piro próximamente -dijo.
– Bueno, al menos ten cuidado, ¿eh?
– Ya -dio una calada-. ¿Ya tiene nombre?
Helen tuvo un momento de confusión, luego él la señaló y se dio cuenta de que se refería al niño.
– No. Todavía no -ella y Paul habían barajado nombres durante un tiempo, hasta que él había descubierto lo de su aventura. Luego dejaron el tema discretamente. Ahora que no tenía a nadie con quien consultar, era algo en lo que había pensado considerablemente poco. Sonrió-. Tal vez debería ponerle tu nombre -dijo-. Siempre se oye hablar de mujeres que lo hacen, ¿no?, que les ponen a sus hijos el nombre de la comadrona o del taxista que las lleva al hospital. Probablemente sería un nombre tan bueno como cualquier otro.
El chico sonrió de oreja a oreja y meneó la cabeza.
– Es muy mala idea -dijo.
– Bueno…
Helen se metió en el coche y tiró del cinturón, consciente de que el chico la observaba mientras salía marcha atrás de su estrecha plaza. Levantó la mano para saludarle y él se hizo a un lado para dejarla salir.
Ahora se había convertido en algo. No había descanso desde la muerte de SnapZ y parecía haber cámaras en cada esquina. Hordas de periodistas de los periódicos grandes y de los panfletos amarillistas dando vueltas por ahí con sus chaquetas con coderas, apuntando con sus grabadoras a cualquiera que llevase una sudadera con capucha, meneando la cabeza como perros hambrientos y poniéndose cachondos. Todos locos por conseguir alguna primicia, por llevar algo de aquel adorable peligro a sus primeras planas.
Y no faltaba gente dispuesta a dárselo. Críos que en su vida habían mangado siquiera una bolsa de patatas fritas hablando como si fuesen auténticos gángsters, largando y sacándose un billete de diez libras por las molestias.
– Asegúrate de escribir bien mi nombre, ¿vale, tío? ¿Lo pillas?
Hasta algunos de los miembros de la pandilla se estaban metiendo en eso.
Theo había visto a un puñado de ellos, Sugar Boy y unos cuantos más, grabados al fondo de un oscuro callejón al final de la urbanización, soltando el rollo en London Tonight. Algunos de ellos llevaban bandanas sobre la cara, gafas de sol, todo eso. Un idiota posaba con una pistola. Tal vez fuese suya; tal vez fuese una réplica que le había dado la gente de la tele. Todos con sus mejores poses de tipos duros y soltando gilipolleces.
– Si no eres parte de la pandilla, no tienes nada, tío.
– Somos más que familia.
– Cuando matan a uno de los hermanos, todos lo sentimos, ¿me entiendes? Lo sientes aquí -llevándose el puño al pecho y asintiendo con la cabeza.
A Theo le habían dado ganas de ir y pegarles unas bofetadas en aquellas caras de imbéciles y decirles que cerrasen la boca. Coger el equipo del cámara y metérselo por el culo; llevarse el puño al pecho y decirles a todos que lo que él sentía allí era lo mismo que te hacía tartamudear y cagarte por los pantalones; que te dejaba sin respiración estando completamente despierto y quedarte mirando a tu hijo en plena noche.
Llevaba en el piso franco desde justo después de las ocho, había empezado a irse de casa cada vez antes. Cogía su periódico y su tabaco y esperaba a la puerta de la cafetería hasta que abría.
Habían entrado y habían matado a SnapZ en su propia casa.
De todas formas, Theo nunca se había sentido especialmente seguro en casa: habían apuñalado a bastante gente en su bloque. Pero aquello era diferente. El problema era, ¿qué se suponía que debía decirle a Javine? Era complicado sugerirle que debía coger a Benjamín y pasar el día fuera, estar fuera hasta que él volviese, ya sabes, por si alguien con una pistola en la mano llama a la puerta mientras él se escondía como una nena en la otra punta de la urbanización.
Sugar Boy llegó sobre las diez y media. Hablaron de lo que estaba pasando durante unos minutos y Sugar Boy le enseñó a Theo el dinero que había sacado contándoles mierdas a los reporteros. Theo encendió la tele, intentando perderse en ella.
Le había sugerido a Javine que bajase y pasase un poco más de tiempo con su madre, pero no había ido bien. A decir verdad, nada había ido demasiado bien en las últimas semanas.
– Intenta pasar tú un poco más de tiempo con ella. Y también con tu hijo, ya que estamos.
– Tengo que trabajar.
No necesitaba decir más. Quedaba todo dicho con la forma en que aupaba al niño y lo tenía cogido en brazos, acariciándole la espalda mientras miraba fijamente a Theo por encima de su hombro. Ya: fuera, trabajando y siendo un tipo duro como tu amiguito Easy. Como Mikey. Como el que le metió una bala en su estúpida cabeza. Un tipo duro, un auténtico tipo duro pensaría en cuidar de verdad a su mujer y a su hijo, en conseguir un trabajo en el que las pistolas no fuesen herramientas imprescindibles.
Pero ella no sabía que había matado a alguien. Que alguien, por alguna razón, se había propuesto que los responsables pagasen con sus vidas. Que no podía pensar con claridad o tomar una decisión y que llevaba quince días sin dormir ni cagar como era debido.
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