Houdini miró de nuevo hacia el público. «Amigos míos» dijo, dejando a un lado su ensayado discurso, «mi amable público… Muchos de ustedes han leído sobre mi reciente…» buscó la palabra apropiada «…malentendido con Scotland Yard. Por favor, tengan por seguro que no culpo a nadie de mi desdicha, incluso a pesar de que casi arruina mi carrera. No, no culpo a nadie». El inspector Lestrade se revolvía incómodo en su silla de la primera fila. «Aun así», continuó Houdini, «sería negligente por mi parte si no diera las gracias a los dos hombres responsables de esclarecer el asunto. A uno de ellos ya lo conocen, está aquí junto a mí. El otro hombre está también aquí con nosotros esta noche. Él es Sherlock Holmes».
Me gustaría poder contar que Holmes se sonrojó y que apartó la vista, pero la verdad es que le gustan bastante los elogios públicos, y aún más especialmente este, encabezado por su majestad el rey, mientras Mycroft Holmes miraba fijamente el suelo, de malhumor.
– Sin Holmes -continuó Houdini-, mi causa hubiera estado perdida. Pero él siguió buscando la verdad cuando otros me creyeron culpable de un terrible crimen. Las pruebas en mi contra eran abrumadoras. Pero el señor Holmes fue capaz de desenmarañar el misterio centrándose en lo que parecía un detalle insignificante. Cualquier otro hubiera ignorado este detalle, pero se aferró a él y no lo dejó ir hasta que lo condujo hacia la respuesta que buscaba. Este único detalle, este detalle aparentemente sin importancia en un caso muy complicado, era leche corriente. La leche que contenía este mismo recipiente. Y amigos míos, simplemente, tal y como el señor Holmes reconoció la importancia de esta lechera común para convertirla en el mayor éxito de su carrera, así haré yo también. El señor Holmes me ha enseñado que hay grandes maravillas por descubrir en los lugares más corrientes de la vida. -Houdini hizo una pausa y se giró hacia mí-. Doctor Watson, si está usted listo…, Bess…, Su Majestad…, señor Holmes…, señor Lestrade…, damas y caballeros… les presento el mortal enigma de la lechera.
Houdini aspiró profundamente y se deslizó bajo la superficie del agua. Uno de sus nuevos ayudantes se adelantó con un cubo y vertió agua hasta que el líquido rebosó y cayó sobre el escenario. La señora Houdini ajustó entonces la tapa sobre la lechera, cerrándola por un lado mientras yo lo hacía por el otro. Otros dos ayudantes colocaron el biombo negro alrededor del recipiente, ocultándolo a la vista del público. Entonces no quedó nada por hacer, excepto esperar.
En mi propia defensa debo decir que empecé bien. Recordaba demasiado bien mi desastrosa actuación durante aquella representación anterior de Houdini, y no deseaba repetirla. Mi resolución me permitió soportar el primer minuto de confinamiento acuático de Houdini sin apenas reparos.
Incluso cuando las manecillas del reloj alcanzaron los dos minutos, y el público comenzó a inquietarse, permanecí sereno, seguro de la habilidad técnica y física de Houdini. ¿No acababa de mostrarnos que podía aguantar hasta tres minutos bajo el agua sin efectos adversos? Sin duda no había por qué alarmarse.
Pero cuando el reloj marcó más allá de tres minutos, me entregué a un creciente sentimiento de desasosiego. Houdini mismo había admitido que no había realizado este escapismo con anterioridad delante de un auditorio. ¿Se había presentado alguna dificultad imprevista? ¿Podría Houdini ni tan siquiera moverse en el reducido espacio de la lechera, mucho menos efectuar un escapismo? La consternación del público había incrementado su volumen y tono, de tal manera que los gritos de preocupación eran audibles en cualquier esquina de la sala. El peligro era muy real, lo sabía, pero en aquella otra ocasión lo había visto aguantar cuatro minutos antes de que efectuara mi dudoso rescate. No cometería el mismo error ahora. Y aun así, ¿qué pasaría si mi reticencia a ponerme en ridículo le costaba a Houdini la vida?
A los cuatro minutos, comencé a caminar desesperado arriba y abajo por delante de la pantalla negra. Y, como anteriormente, vi a sus ayudantes moverse con nerviosismo, como tratando de decidir qué sería mejor hacer. Pero ¿conocía alguno de ellos el peligro real? El hombre que realmente conocía los límites de Houdini, el malvado Franz, estaba ahora muerto. ¿Había alguien más capaz de reconocer cuándo el talento de Houdini para el espectáculo se había convertido en auténtico riesgo? Miré a mí alrededor buscando a la señora Houdini, pero no pude verla.
A los cuatro minutos y medio el público estaba delirante. Los pasillos estaban atascados de rescatadores que trataban de llegar al escenario. Mujeres por toda la sala se desvanecían, mientras los hombres me suplicaban que actuara. Ahora había pasado más tiempo del que ningún hombre, ni siquiera Houdini, podría sobrevivir sin oxígeno. Después de todo lo que había sufrido en esas difíciles semanas, ¿estaba ahora mi amigo ahogado dentro de una lechera? Miré hacia el palco real buscando el consejo de Holmes, pero su asiento estaba vacío. Frenéticamente busqué alguna señal de la señora Houdini entre bastidores. Un grupo de ayudantes se arracimaba al borde del escenario. Sin duda, pondrían fin a esto, sin duda abrirían la infernal trampa. Di varios pasos hacia ellos y vi, para mi completo espanto, que se agrupaban en torno a la figura inconsciente de Bess Houdini.
Este era todo el impulso que necesitaba. Actuación o no, sacaría a Houdini de aquel bote antes de que pasara un segundo más. Una vez más, corrí hacia bastidores y tomé un hacha de incendios. El estruendo del público era ahora ensordecedor, pero no presté atención y aparté a un lado la pantalla negra, mostrando el recipiente todavía cerrado.
Un golpe con el hacha bastó para volcar el bote. Apoyé mi pie contra el cuello de la lechera y alcé el hacha. Una y otra vez golpeé la tapa, aflojando al principio los cierres de metal de tal manera que el líquido se derramó por la superficie del escenario, rompiéndolos después completamente, y abriendo por fin el bote. Tiré a un lado el hacha y busqué dentro de la estrecha abertura para tirar de Houdini hacia fuera, pero me encontré con que estaba vacío.
Apenas tuve un segundo para procesar esta información antes de que el líquido derramado alcanzara el borde del escenario y las luces eléctricas recientemente instaladas. Esto provocó un gran destello de luz crepitante, seguido de una oscuridad cargada de humo. Cuando las luces de gas de emergencia se encendieron poco después, Harry Houdini se encontraba de pie a mi lado sobre el escenario.
Nunca sabré cómo lo hizo. No me preocupaba demasiado saberlo en aquel momento. Mi primera reacción fue de alivio, alivio que también encontró su eco en el público a un tremendo volumen. Pero tras el sentimiento de alivio me golpeó con dureza la idea de que una vez más había comprometido su actuación y arruinado una de las preciadas piezas de su equipo.
– Harry -Me esforcé por hacerme oír por encima del clamor de la multitud-. Harry, siento todo esto… Es solo que… cuando vi a la señora Houdini tan abrumada… -Eché una mirada hacia el borde del escenario y vi a la señora Houdini, misteriosamente recuperada, de pie junto a Sherlock Holmes. Solo un momento antes estaba anulada por la ansiedad. Había sido su abatimiento lo que me había impulsado a romper la lechera. ¿Cómo se había recuperado tan rápido? ¿Por qué estaba Holmes sonriendo tan astutamente? Le eché una mirada sospechosa a Houdini, pero se había apartado para agradecer la ovación de su público.
– Harry -dije de nuevo-, ¿qué…?
– No importa, John -dijo, haciendo una profunda reverencia en dirección al palco real-. No se preocupe por ello. Nunca lloro por la leche derramada.
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