– Pero señora Houdini -dije-, Mycroft Holmes es… -pero la decidida mujer estaba ya en la puerta del fondo llamando al guardia para que la dejara salir.
– Puede ahorrarse el esfuerzo, señor Watson -me dijo Houdini-, Bess está resuelta a limpiar mi nombre, aunque para ello tenga que hablar con el propio primer ministro. Si su Mycroft Holmes se encuentra en alguna parte de Londres, ella lo encontrará.
– No lo dudo, pero sospecho que se han embarcado en una tarea mayor de la que imagina con el hermano de Holmes.
– Es posible que no, Watson. Yo también tengo un hermano ¿sabe? Su nombre es Theo, Theo Hardeen, el mago de las esposas.
– Creo que no me suena ese nombre -se me escapó.
– A nadie le suena, doctor, ese es el problema de Theo. Y aquellas personas que van a verlo lo recuerdan solo como el hermano de Houdini. Sé que no le gusta, pero mamá siempre decía… Mamá. Gracias a Dios que no ha vivido para verme así. ¿Se lo puede imaginar? La habría matado. Estaba tan orgullosa de mi éxito, tan orgullosa. Y ahora… -Houdini bajó los ojos- dicen que soy un ladrón. ¿Cómo puedo probar que no lo soy? Nunca he hecho ninguna cosa deshonesta en toda mi vida. Me he ganado todo lo que he tenido. Intente explicárselo a su inspector Lestrade o a su Mycroft Holmes del Gobierno británico.
– Pronto será libre, señor Houdini. Sherlock Holmes probará su inocencia. Usted podrá ir al Club Diógenes y decirle a Mycroft Holmes lo que me acaba de decir.
– ¿A uno de sus exclusivos clubes británicos? Ya. Soy un maestro saliendo de sitios, doctor Watson, no entrando. Hay algunos muros que ni siquiera yo puedo traspasar.
– No lo entiendo.
– ¿No? Doctor Watson, mi padre era rabino. Soy judío. Mi nombre real es Erich Weiss. ¿Cuántos judíos americanos cree que puede uno encontrar en sus clubes británicos cenando con condes y duques?
Lo consideré por un momento y entonces recordé algo que había dicho Mycroft Holmes la noche anterior.
– Señor Houdini -titubeé-› Mycroft Holmes dijo, es decir, creo que dijo que su padre era un… un asesino.
Houdini dio un grito ahogado y se retorció violentamente bajo sus ataduras.
– ¡Un asesino! ¡Mi padre! Si le hubiera conocido, doctor Watson. Era el espíritu más delicado que haya conocido nunca, un santo. -Houdini hizo una pausa, respiraba pesadamente. Con un enorme esfuerzo, recuperó el control de sus emociones-. Mi padre se vio obligado contra su voluntad a batirse en un duelo de honor, después del cual abandonó Budapest y se marchó a América para que no le persiguieran. Por esa razón estaba tan decidido a educar a sus hijos como norteamericanos, aunque él nunca llegase a comprender realmente las costumbres norteamericanas, ni siquiera el idioma. Esa es la razón por la que estoy orgulloso de ser norteamericano, a pesar de lo que ustedes los británicos puedan decir de nosotros. ¿Y pueden dudarlo? Mire lo que me ha pasado aquí. Acusado de un crimen que no he cometido, el maestro del escapismo se pudre en la cárcel. ¡Salve, Britania!
Cuando terminó de pronunciar esta diatriba, dejó caer la cabeza como si estuviera exhausto. Después de unos instantes se recuperó y levantó la cabeza para mirarme. Tenía los ojos vidriosos de nuevo, y habló en un tono carente de emociones.
– Quizá sea mejor que me deje ahora, doctor. Pronto será la hora de que los guardias me levanten para hacer ejercicio y comer, y después me volverán a atar. Dígale al señor Holmes que aún estoy aquí. El gran Houdini está todavía en la cárcel.
No pude mirarlo a los ojos cuando me levanté para marcharme.
10. La condesa está indispuesta
Desde Scotland Yard me dirigí directamente al Hotel Cleland, donde la condesa Valenka tenía sus aposentos. Después de ver a Houdini en aquel estado, se habían incrementado mis deseos de ponerle fin a este triste asunto tan pronto como fuera posible. Al bajar del coche frente al Cleland, decidí que si la condesa sabía algo que pudiera acelerar esta conclusión, no me marcharía hasta haberlo descubierto.
El Cleland es uno de esos hoteles más pequeños y privados, del tipo que ahora lamentablemente escasea. El hotel, regentado durante más de un siglo por sucesivas generaciones de la familia Cleland, es conocido por su cordial hospitalidad escocesa y por sus justificadamente famosos haggis. [11] Tuve ocasión a menudo de alojarme allí durante mis días de estudiante, y es indicativo de lo alocado de mi juventud que en el lugar aún me recuerden. Afortunadamente, los empleados no me guardan rencor y, después de preguntar, me indicaron educadamente cómo encontrar las habitaciones de la suiteáe la condesa en el tercer piso. Recuerdo haberme preguntado, mientras subía en el ascensor, por qué la condesa había renunciado a los hoteles de moda en el Strand, y optado por este alojamiento, más modesto y solitario. Quizá esté cansada dé la alta sociedad, pensé, o quizá no quiera que sus movimientos sean observados.
En la antecámara de las habitaciones de la condesa me recibió una pequeña criada alemana quien, aunque era obvio que había sido bien educada, hablaba un inglés bastante torturado y reacio. Intenté transmitirle la naturaleza de mi visita tan bien como fui capaz, y rápidamente comprendí, por medio de un montón de gestos a modo de respuesta, que la condesa se encontraba indispuesta.
El lector comprenderá que desde muy temprana edad se me enseñó que el derecho de una mujer a encontrarse súbitamente indispuesta es sagrado e inviolable. En circunstancias normales me habría marchado de inmediato, pero la imagen de Houdini consumiéndose en su celda me presionaba para continuar, aunque tuviera que arriesgarme a faltar al decoro. Mediante una serie de graves expresiones faciales y gestos, conseguí de alguna manera hacer patente la gran importancia de mi visita a la criada de la condesa, y ella, con un bello y elocuente encogimiento de hombros, aceptó presentar mi tarjeta a su señora enferma.
Apenas la criada dejó la habitación, me llegó el sonido de una animada discusión que llegaba desde la habitación de la condesa. Aunque no era mi intención escuchar, no pude evitar notar que una de las voces pertenecía indudablemente a un caballero. No hay apenas necesidad de señalar que la presencia de un caballero en la habitación de una dama respetable es sumamente irregular. Pasado un rato, se abrió la puerta del dormitorio y apareció herr Osey, el diplomático alemán.
– Ah, mi querido doctor Watson -dijo en su cuidado inglés-, me alegro de volver a verlo. Un placer de lo más inesperado.
– Sí -respondí con cierta aspereza-, de lo más inesperado.
– Ya veo que está, digamos, sorprendido de encontrarme aquí, doctor. Debe permitirme que le explique.
– No necesito ninguna explicación, herr Osey -dije-. Tan solo deseo hablar con la condesa.
– ¡Pero eso es imposible!-exclamó, levantando las manos- La condesa se encuentra muy enferma. Es por ello que me ha encontrado en su tocador, doctor. ¿Lo comprende? No permitirá que nadie más se le acerque hasta que sus médicos privados lleguen desde München.
Aquí era donde pisaba sobre una fina capa de hielo, porque herr Osey era un funcionario alemán altamente posicionado. Pero no necesitaba a Sherlock Holmes para que me dijera que allí había mucho más de lo que se veía a primera vista, así que decidí forzar mi juego.
– Lamento oír que la condesa no se encuentra bien -dije-, pero debo verla, tan solo deseo hacerle algunas preguntas en nombre del señor Holmes. La libertad de un hombre depende de ello.
– Es del todo imposible -dijo herr Osey con firmeza.
– Entonces deberé esperar aquí hasta que sea posible.
Читать дальше