– Lo que sí recuerdo a la perfección, Dioni, y perdona que insista en ello, es que todo era bonito. Muy bonito y también muy claro. Yo me sentía a gusto, pero tremendamente impresionada. Ya te lo he dicho.
– Sí, me lo has dicho, pero no acabo de entenderlo. ¿Qué es lo que te impresionaba? Así con la sencillez con que lo cuentas, no parece que la cosa fuese para tanto.
– Me impresionaba la certeza de que allí, en lo que escribías, estaba en juego algo muy importante. De eso, y vuelvo a decirte que no me preguntes por qué, no me cabe la menor duda.
No se dio cuenta, claro, pero acababa de propinarme otro golpe en el occipucio.
Otro golpe en el occipucio y otra llamada de atención, otro toque de fajina, otro bastonazo, otra causalidad…
No me atrevía ni tan siquiera a pensarlo, pero lo pensé: ¿otra señal de las alturas?
Yo también me sentía muy impresionado.
Herminio hablaba en mi horóscopo de una auténtica confabulación astral a mi favor y, efectivamente, todo aquello -lo que desde el lunes como en una guerra de fuego graneado, me estaba sucediendo-parecía una conjura. Una conjura o, quizá, una novela policíaca: detective español de cincuenta y tres años se ve obligado por los dioses, por la Confederación de Fuerzas del Más Allá y por las circunstancias a partir en busca de Jesús de Galilea, predicador judío que desapareció misteriosamente en el trigésimo tercer año de nuestra era. El editor más importante del país publicará el informe sobre las pesquisas y dará cuenta de sus resultados.
Los jalones y los protagonistas de esa conjura eran Jaime, Kandahar, el hachís, Herminio, el tarot, Ezequiel, las estrellas, el Barón Siciliano, el I Ching y ahora, para remate, mi madre.
Lo que faltaba, me dije. Jung lo sabía muy bien y se molestó en explicárnoslo: los sueños de las personas ancianas casi siempre dan en el clavo.
Decidí tantear un poco el terreno.
– Mamá -dije-, desde hace algún tiempo me ronda por la cabeza la idea de escribir un libro sobre Jesús, quizá una especie de novela, y me gustaría conocer tu opinión al respecto. ¿Estoy o no estoy loco? ¿Qué te parece la ocurrencia?
El auricular del teléfono enmudeció. Hubo por lo menos diez segundos de silencio. Y éste, supongo, se habría prolongado aún más si yo no me hubiese decidido a romperlo.
– ¿Mamá? -indagué cautelosamente, como si fuera un zorro viejo atravesando una superficie de agua helada.
– Estoy aquí, hijo-contestó.
– ¿No tienes nada que decirme?
– Demasiadas cosas. Por eso me callo.
– Empieza por la que más rabia te dé.
– No te gustaría.
– Mis espaldas son fuertes. Sobreviviré. Recuerda que me fui a la guerra del Vietnam con una mochila y un ejemplar del Quijote, y volví ileso.
– Cuando llegaste allí ya no llevabas el Quijote.
– Cierto. El solo pesaba más que el resto del equipaje. Tuve que abandonarlo a su suerte en un hotelucho de Estambul [22].
– Sí, Dioni. Me acuerdo muy bien. Y yo conseguí enviarte a Saigón, y que lo recibieras, un paquete de turrones de Mira y un décimo de lotería para el sorteo de navidad. [23]-Año de mil novecientos sesenta y nueve y resaca del mayo francés. Aquello fue algo más que un gesto, mamá. Fue una verdadera proeza que no he olvidado y que nunca olvidaré. Eso sí: te precipitaste un poco. Recibí el envío en octubre.
– Lo planifiqué con mucha antelación. ¡Todo era tan difícil entonces! Y menos mal que me curé en salud y que tomé precauciones, porque antes de que terminara el mes, tan culo de mal asiento como siempre, ya estabas en Camboya.
– El penúltimo paraíso. Tuve suerte en alcanzar a verlo. Luego, nada más irme, llegaron los jemeres rojos, y adiós. Por cierto: el turrón, que estaba algo pringosillo por culpa de la calorina del trópico, me supo a gloria.
– Sí, pero en justa contrapartida no te tocó el gordo.
– Ni el gordo ni la pedrea.
– De todas formas, Dioni, no tienes por qué agradecerme aquello. Reserva tu gratitud para los padres franciscanos. ¿Recuerdas que fuiste a recoger el paquete a una de sus misiones? De ellos fue el mérito del milagro.
– De ellos y tuyo, mamá. Había que hilar muy fino para que yo pudiese tomar guirlache y mazapán de Mira en el corazón del sudeste asiático, rodeado de guerrilleros, de napalm y de B-52 por todas partes. No sé si vas a creerme, pero te aseguro que aquel turrón y aquel billete de lotería fueron la prueba de amor más fuerte que he recibido en mi vida.
– Nos hemos desviado del asunto principal.
– Eso tiene fácil arreglo. Te he formulado una pregunta y sigo esperando la respuesta, aunque tu silencio me obliga a suponer que no estás por la labor.
– No me hables en cheli, hijo.
– Perdona. Se me ha escapado. Yo también lo odio. Bruno, Devi y Kandahar me pegan sus expresiones. Entre los tres van a conseguir que hable como un macarra.
– Tu proyecto me asusta, Dioni. No quiero desanimarte, pero es así.
– Ya me lo olía yo. Por algo no querías responderme. Pero no te preocupes, mamá. Lo entiendo. A mí también me asusta escribir ese libro.
Y por curiosidad, sólo por curiosidad: ¿qué es lo que tanto miedo te da en él?
– Tú, Dioni. Me das miedo tú. Me dan miedo tus puntos de vista, tus excesos, tus laberintos mentales, tu extravagancia, tu empeño en parecer original, tu sarampión orientalista…
– … que es ya enfermedad crónica e incurable, mamá. Se me declaró hace más de veinte años.
Pasó por alto el inciso. Se había embalado.
– Y me asusta-dijo-tu vocación de enfant terrible a cualquier precio y caiga quien caiga. Ya vas siendo mayorcito, Dioni. Puedes hacer todas las piruetas y malabarismos que se te antojen en tus obras de invención. Estás en tu derecho y, además, así debe de ser. La literatura es un puerto franco y un territorio libre de cualquier jurisdicción. Cuanto más chisporrotees en él, mejor.
Tus lectores te lo agradecerán y todos saldremos ganando. Pero con Jesús no se juega, hijo mío.
Existen cientos de millones de personas, aquí y también allí, en Oriente, para las cuales es lo más serio que hay en sus vidas. No lo olvides. Tu responsabilidad es grande y algún día te pedirán cuentas.
Hablaba con una energía impropia de su edad.
Era una mujer muy fuerte, aunque casi nunca sacaba las uñas. Sólo lo hacía en determinados momentos y siempre por causas nobles o en defensa de los suyos, pero no de lo suyo. El egoísmo y la injusticia le eran tan ajenos como la modernidad, la postmodernidad y el microondas.
– ¡A quién se lo dices, mamá! -protesté con escaso fuelle-. ¿Por qué crees que te he pedido consejo y que llevo años dándole vueltas al asunto sin tomar una decisión? Soy consciente de todos los riesgos que señalas. Tanto que no sé por dónde tirar ni a qué clavo agarrarme ni a qué Virgen ponerle velas.
– Déjate de historias y escribe una novela de aventuras. Es lo que mejor te sale. Zapatero, a tus zapatos.
– Me alegra que lo digas, porque eso es justamente lo que quiero escribir: una novela de aventuras.
– ¿Sobre Jesús?
– Sí, sobre Jesús. El personaje se presta, ¿no crees? Hay en su vida misterio, viajes, tensión, incertidumbre, emboscadas, buenos y malos, mujeres hermosas y mujeres piadosas, traidores, exotismo, ocultismo, tiranos, luchas políticas y religiosas, entrechocar de espadas, conspiraciones, Reyes Magos, leprosos, prostitutas, adúlteras, amor, dolor, muerte y hasta una resurrección.
¿Qué más se necesita? Están todos los ingredientes de las películas de Indiana Jones. Mi libro podría titularse La más hermosa historia jamás contada. ¡Lástima que Kipling se me anticipara y me robase el título!
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