Tardé, por ello, casi una hora en obtener la respuesta a mi pregunta. Podía haberlo hecho en quince o veinte minutos, pero el hachís me embarullaba los dedos, lanzaba continuas interferencias y embotaba las terminales nerviosas. Eran ya las siete y media -lo supe, cómo no, por el bendito reloj de péndulo del comedor. Yo nunca llevaba nada en la muñeca- cuando los tallos de milenrama emitieron su veredicto y el número exacto del hexagrama del I Ching que me correspondía se dibujó en mi mollera.
Herminio, de estar allí, hubiese gritado: ¡naturalmente!, echando sus ojos saltones y sus manos huesudas a revolar… Porque la cadena de causalidades, lejos de interrumpirse, seguía y parecía más consistente que nunca: me había salido el sexagésimo cuarto hexagrama, esto es, el último. ¿Su rótulo? Wei Chi, o sea, Antes de la consumación.
No pude por menos de pensar en Jesús… En Jesús, sí, que no en balde dijo poco antes de morir, aún con sabor a vinagre en la boca, que todo se había consumado.
Ni Lucas ni Marcos ni Mateo recogían esa frase, pero sí lo hacía Juan, el discípulo amado el gnóstico de tapadillo, el vidente del Apocalipsis, el lúcido cascarrabias que se le coló de rondón entre los evangelistas ortodoxos, al socaire del concilio de Nicea, a lo que después sería Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
¿Acaso, pensé con cierta aprensión (pero también con un toque de resignación masoquista y de vanidosilla voluntad de martirio), estaban condenados a vivir y a revivir en su propio cuerpo y en su propia alma el proceso y el suplicio de la Crucifixión todos los cristianos que se atrevían a perseguir por caminos nuevos y por trochas jamás transitadas ante la verdad -simultáneamente luminosa y umbría-del mensaje y de la figura de Jesús de Galilea?
Congelé prudentemente la cuestión -supuse que tarde o temprano, caso de seguir dándole vueltas, me saldrían estigmas y preferí evitarlos para no asustar a mis hijos ni a mi chica ni a mis ligues-y regresé al I Ching.
Muchas veces a lo largo de mi vida-aunque sólo en circunstancias verdaderamente excepcionales y, además, cruciales-había consultado ese libro portentoso, pero nunca hasta entonces me había respondido el oráculo oculto en sus páginas (y en nuestro propio pecho) con el último hexagrama de los sesenta y cuatro que a través de él nos propone la rueda del karma, del subconsciente y del destino.
Abrí, por consiguiente, el grueso volumen-se trataba, la duda ofende, de la traducción crítica de Richard Wilhelm prologada por Jung-y me abalancé con ávida curiosidad, casi con gula sobre el oscuro texto sagrado que describe y descifra el hexagrama.
Constaba éste de tres trazos continuos-respectivamente situados en segunda, cuarta y sexta posición contadas desde la base- y de tres líneas partidas que ocupaban todos los huecos restantes.
En el epígrafe impreso junto a la representación gráfica del signo se leía: encima Li, Lo Adherente, la Llama; debajo K'an, Lo Abismal, el comentario del traductor (que fue misionero evangelista, teólogo y gran sinólogo) Della: este hexagrama señala el tiempo en el que todavía no se ha consumado la transición del desorden al orden. La transformación, en realidad, ya está preparada, puesto que todos los trazos del trigrama de arriba guardan relación con los del trigrama de abajo, pero éstos todavía no se encuentran en su sitio. Mientras que el signo anterior se asemeja al otoño, que configura la transición del verano al invierno, este signo es como la primavera que conduce hacia el tiempo fértil del verano partiendo del periodo de inmovilización del invierno. Con tan esperanzadora perspectiva concluye el Libro de las Mutaciones.
El dictamen de los desconocidos compiladores y organizadores de esta opera magna del taoísmo (y monumental suma teológica de una concepción del mundo que no descansa sobre los principios de identidad, causalidad y contradicción, sino sobre los de complementariedad, simultaneidad, resonancia y analogía) rezaba así: Antes de la Consumación. Logro. / Pero si al pequeño zorro, / cuando casi ha consumado la travesía, / se le hunde la cola en el agua, / no hay nada que sea propicio.
Y el anotador comentaba este poemilla hermético de la siguiente forma: las circunstancias son difíciles. La tarea es grande y llena de responsabilidad. Se trata nada menos que de conducir el mundo con pulso firme para sacarlo de la confusión y devolverlo al orden. El colosal esfuerzo, sin embargo, promete éxito, puesto que existe una meta capaz de reunir las fuerzas divergentes. Sólo que, por el momento, todavía hay que proceder con sigilo y cautela. Es preciso actuar como lo haría un zorro viejo al atravesar el hielo. En China es proverbial la precaución con la que caminan estos animales cuando tienen que atravesar una superficie de agua helada. Atentamente auscultan los crujidos y eligen con mucho cuidado y con suma circunspección los puntos más seguros. El zorro joven, que todavía no conoce la necesidad de actuar con esa cautela, camina con audacia, y entonces puede suceder que se hunda en el agua cuando ya casi la ha atravesado y se le moje la cola. En tal caso, naturalmente, todo el esfuerzo ha sido en vano.
Y el sinólogo concluía: De forma análoga, en tiempos anteriores a la consumación, la reflexión analítica y la cautela constituyen la condición fundamental del éxito.
La leyenda del pie de la imagen que acompaña todos los signos del I Ching decía: El fuego está por encima del agua: / la imagen del estado anterior a la transición. / Así el noble es cauteloso en la discriminación de las cosas / a fin de que cada una llegue a ocupar su sitio.
No transcribiré aquí, por ser excesivamente prolijos, los comentarios de las líneas. Sí diré que permanecí inclinado sobre aquel rompecabezas hasta bien entrada la noche-que seguía siendo de lobos-y que llegué fatigosamente a la conclusión de que, me agradase o no, las cuentas volvían a cuadrar. Aquello empezaba a parecer una conjura. Todo me empujaba, diciéndolo con el peculiar lenguaje criptográfico del Libro de las Mutaciones, a atravesar el agua-la del Mediterráneo, evidentemente-para buscar en Jerusalén el cabo del hilo que me permitiría llegar al centro del laberinto y salir, sano y salvo, de él. De un laberinto cuyo umbral, strictu sensu, aún no había franqueado.
El texto del hexagrama que ponía fin a la segunda y última sección del primer y más enjundioso libro del I Ching terminaba con una curiosa nota de Richard Wilhelm redactada en los siguientes términos: Así como el signo «Después de la Consumación»-que es el sexagésimo tercero- representa la mudanza paulatina que partiendo del periodo de progreso y pasando por el apogeo cultural llega a la época del estancamiento, el signo «Antes de la Consumación», representa la transición del caos al orden. Este hexagrama es el último del «Libro de las Mutaciones», lo que significa que todo final encierra un nuevo comienzo.
Amén, dije con sorna y con esperanza para mi coleto. La vida y la muerte, anverso y reverso de la misma moneda, son como un reptil que se muerde la cola. Así el karma, así el suma y sigue de las reencarnaciones, así la definitiva desencarnación.
El reloj de péndulo del comedor, indiferente a todo lo que guardase relación con la necesidad de dormir de los habitantes de la casa (y del edificio), atacó de nuevo: eran, si no mentía, las diez y media de la noche.
Pensé que Devi, Bruno y Kandahar estarían cenando-yo había dado órdenes de que no me molestaran- y decidí hacerles compañía. Cerré el libro, lo puse con todo el miramiento que merecía en su soporte de lujo y, rumiando distraídamente lo que sus páginas me habían dicho, me dirigí al comedor. Oí, antes de entrar, risas e insistentes tintineos de platos, cubiertos y copas.
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