Fernando Dragó - La prueba del laberinto

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Premio Planeta de Novela 1992
Ésta es una extraordinaria novela que según su propio autor podría titularse, si alguien no le hubiese ya robado el título, La más hermosa historia jamás contada: "Detective español de cincuenta y tres años se ve obligado por los dioses, por la Confederación de Fuerzas del Más Allá y por las circunstancias, a partir en busca de Jesús de Galilea, predicador judío que desapareció misteriosamente en el trigésimo tercer año de nuestra era." No podía encontrarse un tema mayor ni un personaje de interés más hondo y universal: "En su vida hay misterio, viajes, tensión, incertidumbre, emboscadas, buenos y malos, mujeres hermosas y mujeres piadosas, traidores, exotismo, ocultismo, tiranos, luchas políticas y religiosas, entrechocar de espadas, conspiraciones, Reyes Magos, leprosos, prostitutas, adúlteras, amor, dolor, muerte y hasta una resurrección. ¿Qué más se necesita? Están todos los ingredientes de las películas de Indiana Jones." Con estos elementos apasionantes y el talento de uno de los mejores escritores españoles contemporáneos, Fernando Sánchez Dragó ha escrito esta novela, ganadora del Premio Planeta 1992.

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– Quien se pica… ¿Y es Fernando, decías, el responsable de tu conversión a los valores eternos de la sericultura?

– ¡Quién si no! Lleva dos años dándome la vara con los gusanitos de los cojones. ¡Qué pelmazo! ¡Con decirte que tiene en su guardilla de la Plaza Mayor alrededor de doscientas robustas piezas metidas en cajas de zapatos con su camisita y su canesú! Aquello apesta. En fin… Nos hemos ido por las ramas. ¿Dónde estábamos?

– Te has ido tú por las ramas, majete, mientras mi apuesto novio me espera comiéndose las uñas por tu culpa en nuestro nido de amor. Pero vale… Voy a devolverte a la tierra. Estábamos dándonos un paseo por la Verdad y la Muerte a cuento de tu última carta del tarot. Tú insinuabas la posibilidad de que la Estrella, con su mariposita volando hacia la luz, significara lo segundo, y no lo primero, y yo estaba a punto de decirte que tienes razón, que lo uno no quita a lo otro, sino que lo corrobora.

– ¿Y eso por qué?

El aire, pasado ya el desahogo de los gusanos de seda y de los niños de los campos de concentración, había vuelto a coagularse alrededor de nosotros. El tocadiscos seguía encendido, pero mudo. Se había apagado otra vela. Los ojos de Herminio fosforescían más que nunca. Oímos un maullido lejano.

– Porque la muerte, Dionisio, es la hora de la verdad, la hora de la luz, la hora del conocimiento. Desde ese punto de vista nada tiene de particular la asociación de ideas que has establecido. Me atrevería a decir, incluso, que responde a una lógica casi matemática.

– ¿Significa eso que para encontrar la Verdad tengo que morir?

– No escojas el camino más cómodo, Dionisio. A Dios le gusta el esfuerzo… El esfuerzo que templa, el esfuerzo que purifica, el esfuerzo que enseña. Se supone que todos encontraremos la Verdad cuando muramos. Para llegar a esa conclusión no hace falta la ayuda del tarot. Pero ahora estamos aquí abajo, discutiendo sobre sus naipes, porque quieres acercarte lo más posible a la luz, como la mariposa de la Estrella, antes de que la muerte te alcance. ¿O no?

Asentí y cambié de rumbo.

– ¿Debo, entonces, interpretar esa carta-pregunté- como un aviso de que si emprendo el viaje moriré en él?

Sonrió y comentó: -Siempre se ha dicho que partir es morir un poco…

– Déjate de bromas. Tu maromo espera. Seguramente se estará masturbando y, cuando llegues, no te servirá para nada.

– Dionisio, Dionisio…

Alzó los ojos al cielo mientras exclamaba más que preguntaba: -¿Hasta cuándo vas a abusar de mi paciencia? ¿Cuántas veces voy a tener que explicarte que las cartas del tarot no predicen el futuro ni menos aún, nos anuncian el momento de la muerte? No te preocupes por ella, hermano. Vive mientras estés vivo y muere a pleno pulmón cuando te llegue la hora. Conocer ésta no sólo es inútil sino también perjudicial para los asuntos de arriba y para los de abajo. La conducta a seguir es muy sencilla: obra en todo momento como si cada minuto de tu vida fuese el último.

Se interrumpió, tragó saliva, me miró con ojos centelleantes y estalló de nuevo.

– ¡Pero vamos a ver! -dijo-. ¿Tengo que ser yo quien te recuerde eso a ti, precisamente a ti que fuiste quien hace ya mucho tiempo me lo enseñaste a mí?

No parecía indignado: lo estaba.

Respiró abdominalmente en ocho tiempos-otra de mis lecciones-, se calmó, puso su mano sobre mi hombro y dijo mirándome fijamente:

– Dionisio, no olvides que tu séptimo naipe es la Estrella y que fue una estrella la que guió a los Reyes Magos hacia el Portal de Belén.

Salté en mi asiento, los testículos se me apelmazaron, el corazón se desbocó, sentí que la sangre inundaba mi cabeza y un escalofrío erizó mi cuerpo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Herminio-. Antes estuviste a punto de desmayarte. Ahora parece como si fuera a darte una congestión.-Nada-dije.

Y también yo respiré abdominalmente, aunque con disimulo, en ocho tiempos.

Herminio desconocía mi incierto propósito de peregrinar a tierra santa en busca de Jesús de Galilea. Sólo Kandahar lo conocía.

Y Kandahar detestaba a Herminio.

¿Cómo, pensé, podían coincidir en el espacio y en el tiempo-en aquella habitación y en aquella conversación-tantas, tantas, tantas causalidades?

Se me vino a la cabeza-clichés o fichas perforadas que de repente saltan-el capítulo dedicado al fenómeno del magnetismo en mi libro escolar de física: las limaduras de hierro-decía-se orientan todas hacia el imán.

Y el imán, en este caso, era Jerusalén.

O lo que estaba detrás de Jerusalén: Jesús de Galilea.

Recuperé el control de la piel, de la sangre y de las vísceras, y sugerí:-Falta el octavo naipe, ¿no? El de propina el revoltoso, el herético, el que-según dijiste-está fuera de concurso y es resolutorio.

– Pues sí… La semana astral tiene ocho días-comentó enigmáticamente Herminio.

Y tiró la carta. Era el Sol.

– ¡Naturalmente! -exclamó con un gesto de triunfo volviéndose hacia mí-. No podía ser otra.

Y luego, como una ametralladora, como una hilera de fichas de dominó desplomándose sucesivamente sobre la pieza contigua, añadió:-Exito, Dionisio, éxito, éxito, éxito. Tu proyecto, tu misión, tu viaje, tu cruzada, lo que sea va a verse coronada por el éxito a condición, claro es, de que respetes escrupulosamente todas las reglas del juego tal y como el divino tarot acaba de exponértelas. ¡Al toro, hermanito! No titubees. Juégatela a estas ocho cartas. Ahora o nunca. No sé muy bien que es lo que te traes entre manos ni, aunque soy un cotilla de tomo y lomo como todos los de mi especie-me miró, al decirlo, con una sonrisa agridulce-, quiero saberlo, pero sea lo que sea, adelante. Tus naipes trazan una agudísima línea de penetración en los misterios del universo. Nunca, en todos mis años de echador de cartas, he visto una señal tan nítida. Ponte en marcha. Créeme, y ponte en marcha. No puedes desaprovechar esta ocasión. Los de arriba -apuntó al cielo con el índice-no te lo perdonarían. Pero eso sí: átate bien los machos, tú que los tienes-volvió a sonreír y yo le imité-, porque los peligros de toda índole a los que te vas a enfrentar son incontables.

Aquello sonaba a punto final. La travesía del proceloso océano del tarot había terminado. Lo demás fue silencio. O casi. Herminio estaba derrengado. El sudor-auténtico esta vez-perlaba su frente.

Recogió la baraja, igualó sus bordes golpeándola de canto contra la mesa, levantó la cara hacia el techo, resopló, se apoyó con fuerza sobre el respaldo de la silla y me dijo: -Ahora vete, Dionisio. Misión cumplida. Voy a ducharme. A ver si me quito el olor a sobaquina de meiga. Mi ligue me lo agradecerá.

Me puse de pie, revolví cariñosamente su negra mata de pelo con la mano y, sin decir nada, me dirigí hacia la puerta.

A mitad de camino se me cruzó un cable perdido por alguna esquina del cerebro, me detuve giré la cabeza hacia el brujo, que no se había movido de su asiento, y le pregunté: -Herminio, ¿qué son, para ti, la rosa de la urna de cristal y la florecilla de las páginas del I Ching?

– Objetos astrales. Cuando no los necesites se volatilizarán.

Seguí mi ruta. Ya en la puerta, con una de mis manos cerradas sobre el pomo del picaporte, se me atravesó en la garganta otra pregunta.

Me giré de nuevo hacia el vidente y dije:-¿Por qué sólo dibujaban la mariposa los niños de los campos de concentración y no los adultos que también iban a morir al día siguiente?

Herminio contestó: -Pura lógica de espacio y tiempo. Los niños porque acaban de nacer, y los ancianos, porque su hora se aproxima, están mucho más cerca de la luz de lo que estamos tú y yo. Los chavales la recuerdan mejor que nosotros. Los viejos la intuyen, la perciben, la huelen.

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